SOBRE PIJOS Y DECADENTES

Sin duda debe formar parte de nuestra naturaleza celtibérica, propensa a la ligereza. Me refiero al hecho de irnos por las ramas, obviando lo fundamental. De centrar nuestra atención en el Mac Guffin, dándole la espalda a la trama. El lector, menos distraído que desocupado y harto menos desocupado que amable, sabe ya de que hablo: una horda intentó asaltar el Congreso de los Diputados, en un magnífico ejercicio de reivindicación de la “democracia popular” frente a la “democracia burguesa”, y los medios de comunicación y algunas instituciones del estado dirigieron su atención no hacia el análisis de los hechos, ni siquiera hacia la corrección o no del juicio jurídico de los mismos realizado por el juez, sino a que el magistrado, en el auto, llamó “decadente” a la clase política, y, en respuesta, fue calificado por uno de sus miembros como “pijo ácrata”.
No pequemos, pues, de soberbia y condescendamos humildemente a hablar de decadentes y de pijos.
Comparto -con la salvedad que entraña toda generalización- las palabras del pijo ácrata. Comparto con él los dos términos fundamentales de su áspero aserto: que los políticos de este país constituyen una clase; incluso voy más lejos, una casta. Y que la decadencia la caracteriza; si por tal cosa entendemos que, considerada en su contexto social, le falta rigor, valor y conciencia ética; es decir, liderazgo, el único liderazgo admisible en una sociedad libre, el que se fundamenta y tiene su origen en  la ejemplaridad.
Claro que esto no es nada nuevo. La decadencia es un proceso degenerativo y, como todo proceso, su naturaleza es cambio y tiempo. Juan Benet, en Saúl ante Samuel, decía a propósito de la regla de la decadencia, que no perdona nada: “día a día la política será menos apasionante y es probable que alcancemos a verla en manos de los hombres menos dotados de la nación: los que por no saber hacer nada en especial tendrán que aplicarse a todo en general; te lo predigo los próximos tontos de la familia se dedicarán a la política.”
¿Qué ha cambiado, entonces? Además de que el proceso se aproxima gradualmente a su cénit, al punto en el cual el sistema será incapaz de asumir más decadencia sin perder su esencia, lo fundamental, a mi juicio, ha sido un cambio cuantitativo: nunca hubo tantos políticos como hay hoy. Hasta la vicepresidenta Soraya (a la que, por cierto, no incluyo en lo que digo) lo acaba de reconocer: sobran políticos. Hay inflación. O, si se prefiere, epidemia. O, para ser más exactos, plaga.
Los políticos constituyen una casta decadente y despreciable, sólo superados por los jueces. Son los jueces quienes más agravian a la sociedad. Porque es a ellos a quienes la sociedad les ha encomendado evitar y corregir los desmanes de los políticos. Y no lo hacen, a pesar de que se les ha dotado de un inmenso poder sobre vidas y haciendas.
La Constitución y las leyes les atribuyen la potestad de juzgar y ejecutar lo juzgado, y, sin embargo, contemplamos impotentes el espectáculo de un poder judicial inclinado por el peso de sus ropones ante el poder político, ante los políticos; que se inhibe y disimula para no ejecutar sus propias sentencias (suponiendo que se hayan atrevido a dictarlas), que quedan así rebajadas a menos que papel meado.
Podría dar mil ejemplos, valgan sólo dos de rabiosa actualidad: las numerosas sentencias sobre la ley del enchufismo y la aberrante integración en la Administración Pública de la legión de enchufados del partido socialista y sindicatos afines. Son ya decenas los autos y sentencias, por procedimiento ordinario y por el de protección de derechos fundamentales, que han dictaminado la inconstitucionalidad, el abuso, y el desprecio al derecho de esa actuación del gobierno socialista. Y, sin embargo, ¿qué? Nada ha cambiado. Los jueces no quieren ejecutar sus sentencias. Esto constituye una burla a la Justicia y a los ciudadanos.
¿Y qué decir de esas otras sentencias del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo, que no hacen sino garantizar a los ciudadanos aquello que expresamente la Constitución y las leyes les reconocen, es decir, el derecho a educar a sus hijos en la lengua oficial del Estado; o a usar en sus relaciones comerciales o empresariales el idioma del Estado sin que ello les cause perjuicios, y que los Gobiernos Vasco y Catalán, sus gobernantes, sus políticos, se pasan por el “arco del triunfo”, sin que hasta la fecha ningún juez haya procesado y condenado por desobediencia a ninguno de ellos?
Es la cobardía y la incuria de los jueces la que permite que un desempleado que ha cotizado por el concepto de formación profesional no pueda, cuando lo necesita, realizar cursos de formación porque no habla euskera. Eso, además de una vergüenza, es un robo.
Es la mezquindad y el desapego a la justicia de los jueces la que tolera que los ciudadanos se vean privados arbitrariamente de sus derechos, o tengan que abandonar su tierra para obtenerlos.
El Consejo General del Poder Judicial se indigna porque llaman pijo a un juez y, sin embargo, no dice nada de la escasa o nula diligencia que muestran sus miembros ante los tremendos atropellos de los derechos cívicos por parte de los políticos.
A mi me parece que pijos y decadentes no andan tan distanciados. Se necesitan mutuamente, son como un matrimonio mal avenido que, aunque ya no se aman, al menos se toleran. Es más, mantienen una relación simbiótica para provecho mutuo. Daré un ejemplo, pero permítaseme la paráfrasis respecto a la cita de Juan Benet: te lo predigo el próximo gobierno socialista indultará a Garzón. ¿Qué no? Apuesten.
Al fin y al cabo, en este país, es la zorra la que cuida las gallinas.
Max Estrella, cesante de hombre libre
Octubre, 2012