EL TERCER HOMBRE

 

Me agradan las películas que están basadas en obras notables de la literatura universal; la mayoría de las veces para acabar diciendo ¡la novela está mejor! o ¡qué forma de destrozar una gran obra! No es ese el caso, sin embargo, de El tercer hombre, donde la película supera palmariamente al relato literario. En este caso, hay que dar la razón al propio autor de la novela, Graham Greene, que en el prólogo de la misma ya advertía que El tercer hombre no está escrito para ser leído, sino para ser visto. Esta es una de esas películas que nunca te cansas de ver; que cada vez que la ves te depara nuevos placeres con detalles que en ocasiones anteriores pasaron desapercibidos o te ofrece nuevos motivos para la reflexión o la curiosidad. Hace unos días, José Luis Garci, el mejor cineasta español del momento, la programó en su espacio televisivo Clasic, y no pude resistirme a verla de nuevo y disfrutarla, pese a que la había visto, por enésima vez, apenas dos semanas antes. Esta ocasión no iba a ser diferente, y la película me inoculó en el magín -digámoslo así- el germen de la nostalgia y la divagación trascendente.

El donairoso coloquio que siguió a la conferencia de Holly Martins -secuencia, por cierto, donde, excepcionalmente, la película no llega ni de lejos a estar a la altura del ingenioso, divertido, descarado y audaz relato novelesco- me indujo, con su chusca alusión a Zane Grey, a recordar las primeras lecturas de mi infancia. Pues fue precisamente una novelita de Zane Grey, que me regaló uno de mis tíos, el primer libro de mi biblioteca o, al menos, del que yo guardo memoria; y el que levantó en mi infantil espíritu la simpatía hacia la policía montada del Canadá.

Analizando esa secuencia, no me quedó claro, tras muchas disquisiciones, si Greene se mofaba de Zane Grey (“¿Grey? ¿Qué Grey?”, preguntó un anciano; “Zane Grey, no conozco a ningún otro, dijo Martins.”), de Daphne du Maurier (admirada por Hitchcock, que mejoró en el cinematógrafo tres de sus novelas: La posada de Jamaica, Rebeca y Los pájaros), de John Galsworthy (premio Nobel de literatura; y cuya extensa serie, La dinastía de los Forsyte, no ha podido ser mejorada hasta el momento, a mi juicio, en las versiones cinematográficas y televisivas que se han hecho sobre ella), y de unos cuantos más, si se mofaba, digo, o si, por el contrario, los reivindicaba y redimía, literariamente hablando, como al propio Holly Martins, frente a la denostación y menosprecio de que hacían gala el muy británico y estirado, permítaseme el pleonasmo, representante del Departamento Cultural aliado -“nosotros lo llamamos novelas del Oeste: novelitas populares y baratas sobre bandidos y vaqueros”, decía-, y su ilustrado auditorio austriaco. Hoy también habría entrado en el paquete Cormac McCarty, enaltecido y premiado, pese a ser autor de novelitas del mismo género; y al que incluyo, es mi opinión, entre aquellos cuyos relatos ganan más vistos que leídos. Por el contrario, nunca será reivindicado aquí el mayor escritor de todos ellos, cuantitativamente hablando, me refiero a Marcial Lafuente Estefanía; tal vez porque esta pulsión tan española de menospreciar todo lo nuestro es irrefrenable; probablemente, porque somos, entre todos los pueblos que habitan el planeta, los envidiosos por antonomasia.

Luego, por otra parte, la película me condujo a una reflexión menos amable. Crees conocer a las personas, y no conoces a nadie, pese al prolongado trato de años, o incluso mediante una relación más o menos íntima. La naturaleza humana se manifiesta un misterio que, cuando se desvela, muestra lo peor: oscuridad, decepción, mentira, egoísmo. Esa es la materia de la que estamos hechos. Acabé dando la razón a Mark Twain: no puede haber nada peor.

Y qué decir del arcano y confuso espacio de los afectos. Ese triángulo trunco, que formarían, si pudiera completarse, un ‘tonto jovial’ (primera impresión de Calloway sobre Martins, según propia declaración del narrador), una irredenta enamorada y un envilecido canalla, pero que no puede en modo alguno completarse porque los elementos que lo componen son incompatibles entre sí, pone de manifiesto que los humanos hemos convertido la gestión de los afectos en un asunto harto escabroso y arduo, predispuesto a la infelicidad.

Porque el amor de Anna no es sino un tipo de egoísmo desprovisto de compasión, insensible a las víctimas de Harry, al que ama, pese a saberlo un bellaco despiadado; algo parecido le sucede a Holly Martins, seducido, en su simpleza, por la amistad de ese tipo de persona a la que todo se le perdona y disculpa gracias a su natural simpatía y su aparente índole afable, pese a que en el fondo sea un drope; aunque, a la postre, la conciencia termina venciendo al engaño, y acabará condenado, pues, a la soledad y al fracaso… o a traicionarse.

La película se muestra como una alegoría de la vida: el oso de peluche desechado en la papelera; la inocencia perdida y ultrajada y la mentira descarnada imponiéndose. La vida nunca acaba bien. Y, al final, en la película como en la vida, todo termina en las cloacas, donde van a parar nuestros afanes y nuestros sueños; vánitas vanitatis... y en el cementerio, donde irán a parar irremediablemente nuestros huesos.

Diciembre de 2023

NO LES IMPORTÓ

La niebla esconde el precipicio
a los que están destinados
a rodar por él.
(W. Scott, El talismán) 

Llegó al poder por una moción de censura, fundada en la supuesta corrupción de su oponente, valiéndose para ello de una sentencia de la Audiencia Nacional, en la que era ponente el magistrado José Ricardo de Prada, de acreditada parcialidad zurda. Tales fundamentos fueron rotundamente refutados por el Tribunal Supremo, que dejó meridianamente establecido que ni el Gobierno ni su presidente ni ninguno de sus ministros ni el Partido Popular ni ninguno de sus militantes habían resultado condenados en la referida causa.

Lo cual viene a significar que la moción de censura que alzó a Pedro Sánchez a la presidencia del Gobierno estuvo fundada en una obscena y burda manipulación de la referida sentencia, es decir, en una gran mentira; de igual manera, en definitiva, que su biografía y todo su mandato. Transcurridos los años, no nos sorprende en absoluto que el que se ha revelado como el mayor mentiroso de la historia política española accediera al poder a lomos de una mentira. Pura coherencia histórica. No les importó, sin embargo, a los que lo habían votado, que todas sus mentiras hubiesen sido descubiertas y desacreditadas, siguieron votándolo.

Unos años después, dos presidentes de su partido, el PSOE, -y presidentes, asimismo, de la Junta de Andalucía; aunque incurramos en pleonasmo, queda reflejado-, Chaves y Griñán, fueron -estos sí que realmente- condenados en firme por el Tribunal Supremo por delitos de corrupción política, por el mayor saqueo de fondos públicos conocido en la historia, no ya de España, sino del mundo occidental. Ninguna censura, ni en forma de moción ni en ninguna otra forma, mereció el hecho para los antiguos censores de corruptos imaginarios. Ningún fariseo de la hipócrita secta socialista se rasgó las vestiduras ante tan descomunal escándalo.

Sobra decir, pues lo sabemos con certeza, que si los dos presidentes corruptos hubiesen sido, en lugar de socialistas, de cualquier otro partido del centro o la derecha, tal partido habría desaparecido a manos del comando mediático progresista, y sus protagonistas se pudrirían en la cárcel. Pero como han sido socialistas, ni pisarán la cárcel ni el partido pagará peaje alguno por su corrupción. Y, por supuesto, tan escandalosos sucesos, no les importó a sus votantes, que siguieron votándolo.

Al poco tiempo, nos arrebató la libertad a todos los españoles, decretando dos estados de alarma, que el Tribunal Constitucional declaró inconstitucionales. Nos sometió, como son sometidos los súbditos de una satrapía bananera o una dictadura comunista, a un ilegal toque de queda; y, no pareciéndole suficiente tal vejación y ultraje, fue un paso más allá decretando un ignominioso arresto domiciliario de la ciudadanía; contraviniendo de forma despectiva y ominosa la letra de la Ley Orgánica reguladora de los estados de alarma, excepción y sitio, que expresamente dispone que el derecho reconocido en el artículo 19 de la CE, esto es, el derecho a elegir libremente el lugar de residencia y a circular libremente por el territorio nacional, libertad deambulatoria, sólo puede ser suspendido en el caso de que el Congreso autorice la declaración de estado de excepción. Sin embargo, este infame Gobierno, sin haberse declarado el estado de excepción y excediendo las facultades que le otorgaba la situación jurídica de estado de alarma, y pese a haber sido advertido de ello por insignes juristas, osó suspender la libertad deambulatoria en contra de lo expresamente dispuesto en el ordenamiento constitucional, que, por demás, solamente autoriza a limitar –que no a suspender- tal derecho, en horas y lugares determinados, y no en todo el territorio nacional y durante todo el tiempo, como hizo el despótico Gobierno, imponiéndonos a todos, sin juicio, la pena de un ultrajante arresto domiciliario. El Tribunal Constitucional declaró incompatibles con la Constitución tales disposiciones. Tal como, por cierto, habíamos señalado algunos ciudadanos -a lo publicado, por ejemplo, en este blog me remito- y advertido prestigiosos juristas; pero, claro, sobradamente sabemos que el desprecio del déspota -y, en este particular asunto, el de su mano derecha, la inefable vicepresidenta Calvo- hacia la ciudadanía y hacia el Estado de Derecho sólo tiene parangón con su ignorancia, de la que, para nuestra desdicha, continuamente dan muestras. Todo ello, siendo tan grave, no importó, sin embargo, a sus votantes -aun siendo víctimas, asimismo, de la ilegal y arbitraria privación de libertad-, ¡Vivan las caenas!, pues.

En ese mismo contexto despótico –hábil-vil- mente urdido bajo la excusa de la pandemia-, concentró en el ejecutivo bajo su mando todo el poder de los demás entes territoriales del Estado: “1. A los efectos del estado de alarma, la autoridad competente será el Gobierno. 3. Los Ministros designados como autoridades competentes delegadas en este real decreto quedan habilitados para dictar las órdenes, resoluciones, disposiciones e instrucciones interpretativas que, en la esfera específica de su actuación, sean necesarios para garantizar la prestación de todos los servicios, ordinarios o extraordinarios, en orden a la protección de personas, bienes y lugares...

Y, al amparo de ese autootorgado poder omnímodo, convirtió las residencias de ancianos en cárceles; de las que no se podía entrar ni salir. Decretó el desamparo familiar y asistencial de los ancianos, su aislamiento; los abandonó a su suerte. Mutó las residencias en morgues. Muchos ancianos murieron, desamparados, sin el consuelo de los suyos en su último suspiro, sin una mano a la que agarrarse en el último adiós. Un adiós que, como nos ocurrió a tantos, ni siquiera pudimos dispensarles al pie de la tumba. Ni siquiera las lágrimas nos fueron permitidas; ni los negros crespones, en su lugar, aplausos a las ocho, fue lo decretado por los tentáculos mediáticos del sátrapa. Tan lúgubres y flébiles sucesos no conmovieron, sin embargo, a sus votantes; y, pese a que muchos de ellos adquirieron en ese trance la condición de huérfanos, gracias al Gobierno que ellos mismos habían propiciado, ningún remordimiento, ni la memoria de los suyos, les impidió seguir votándolo.

Cegado en su deriva dictatorial, días más tarde decretó el cierre del Congreso de los Diputados; como hicieran Lenín en 1917, o Hitler en 1933, o Maduro y Delcy Rodríguez -a la que hizo de mozo maletero un infame ministro sanchista, sin dignidad y sin vergüenza- en 2019. Y el Tribunal Constitucional volvió a declarar que con ello vulneraba, una vez más en su mandato, la Constitución. La sentencia consideraba que “la declaración del estado de alarma, como la de cualquiera de los otros dos estados [excepción y sitio], no puede en ningún caso interrumpir el funcionamiento de ninguno de los poderes constitucionales del Estado y, de modo particular, el Congreso de los Diputados”. De nuevo, el déspota se excedía en sus autootorgados poderes, violando los derechos constitucionales de la ciudadanía y sus representantes legítimos. Pero esto a sus votantes no les importó.

Todos recordamos lo sucedido en Cataluña en el año 2017, que terminó con la declaración de independencia por parte de la Generalitat. Tales hechos, conocidos como el procés, dieron lugar al enjuiciamiento y condena de sus líderes por el Tribunal Supremo y a la desestimación de su recurso ante el Tribunal Constitucional. Tras lo cual, burlando a la justicia y a la ley, el Gobierno dictatorial indultó a los golpistas y, para conseguir el apoyo de éstos, con el fin de retener el poder, suprimió del código penal el delito de sedición y modificó esencialmente el de malversación; delitos por los que habían sido condenados los golpistas, y que, de permanecer en el código penal, constituirían un obstáculo para llevar a cabo un nuevo intento sedicioso. Tampoco esto importó a sus votantes.

Caracteriza a un gobierno dictatorial y despótico eliminar cualquier sistema de equilibrio y contrapoderes que pueda poner en riesgo su poder omnímodo y la consecución de su propósitos; aspira a socavar el pluralismo político y no dejar margen alguno a la disidencia y a la oposición ni, por supuesto, a la alternancia.

Así pues, la libertad de expresión, junto con la verdad, fueron la primera víctima de la ambición del césar. No se nos olvidan las palabras de aquel mayoral de Marlaska revelando, durante una rueda de prensa en la Moncloa, que el instituto armado trabajaba para "minimizar el clima contrario a la gestión de crisis por parte del Gobierno (…) y la desafección a instituciones del Gobierno". Declaraciones corroboradas después por la propia ministra portavoz del Gobierno: "No podemos aceptar que haya mensajes negativos, en definitiva falsos". Luego siguió el señalamiento y persecución de medios, periodistas y ciudadanos por sus opiniones disidentes. Sin comentarios.

A eso siguió la voladura de la ya periclitada, si no herida de muerte desde 1985, separación de poderes; sometiendo al Poder judicial a su despótica ambición, mediante el belerofóntico recurso -que diría Juan Benet- de designar, contra lo dispuesto en la Constitución, a la totalidad de los miembros de su órgano de gobierno, y de transformar, por el mismo procedimiento, el Tribunal Constitucional en una sectaria tertulia tabernaria de ignorantes del derecho y enemigos de la justicia y la libertad, pero de inquebrantable obediencia a los propósitos del dictador.

Respecto al legislativo, convertido de nacimiento, por mor del sistema electoral partitócratico, en mera correa de transmisión del ejecutivo, sólo faltaba ratificar, para que no hubiese duda de quién manda, su degradación y subordinación con inequívocos signos de humillación y sometimiento. Y lo hizo al modo fernandino, me refiero a Fernando VII, el felón que en tantas cosas le sirve de ejemplo y guía, y, así, como aquél, encumbró a zapateros remendones, mozos de cuadra y aguadoras, a la dirección del Congreso y de sus servicios jurídicos; asesorado, sin duda, por esa lumbrera andaluza (hombres de luz, que a los hombres…) socialista que, en los albores del régimen, fijó la doctrina que luego habrían de seguir todos ellos de manera inquebrantable: “No hace falta que sepan, que sean dóciles y sumisos.”

Siguiendo en esa línea de control y sumisión, colonizó en su beneficio las altas magistraturas del Estado, como la Fiscalía, el Consejo de Estado, el Tribunal de Cuentas, etc.; y parasitó empresas e instituciones públicas enquistando en la dirección de las mismas a amiguetes y correligionarios de su cuerda: Correos, Renfe, Puertos, Hipódromos, Paradores, CIS, CNMC, RTVE, Patrimonio Nacional, Agencia EFE, y un largo etcétera; nada, absolutamente nada, siendo público, pudo librarse de quedar sometido a sus arbitrarios designios; ni siquiera las embajadas, imagen del Estado en el exterior, y la prestigiosa carrera diplomática, pudieron salvarse de su despotismo, y le sirven ahora de regalía -como consuelo y prenda- para ángeles caídos. Por supuesto que quien así actúa no deja desamparada a la propia familia; y, así, sabemos por la prensa, escasa prensa, que el autócrata ha beneficiado con influencias y recursos públicos, a padres, hermano, esposa, y suegro. ¡Ay de Rajoy si se hubiese atrevido!

Con tales criterios, ignorantes del mérito y la capacidad, la iniquidad suele venir, inexorablemente, acompañada de la incompetencia y de la inepcia. Así, entre los logros más significados de un Gobierno de sectarios e ineptos, no es de extrañar que se encuentren la excarcelación de terroristas con delitos de sangre, la reducción de condenas a más de mil violadores y agresores sexuales, o que el precio del MW/hora llegara a los 600 euros, que la gasolina superara los dos euros el litro, el aceite los 10 euros, o que la carne, el pescado o la fruta, se hayan convertido en artículos de lujo, y que la desmesurada deuda pública hipoteque sombríamente el futuro de la nación y de las generaciones venideras.

Nada de lo expuesto en este sintético repaso de los cinco años de dictadura sanchista, pese a ser tan desolador, importó a sus votantes que, en 2023, siguieron votándole.

Consciente de ello, es decir, por un lado, de que ya nada hay en el Estado que escape a su despótico control y ose o pueda oponérsele, y, de otro, que existe una masa incondicional de seguidores, dispuestos a aprobar y justificar el uso de cualquier medio, por abyecto que este sea, con tal de que sirva para seguir en el poder e impedir la alternancia política, se embarca ahora en lo que ha de ser su último reto: liquidar la Constitución y desmembrar España, y, de paso, la monarquía. Acaba de comenzar, con la tramitación de la ley de amnistía, la representación del primer acto de este infame drama. El Gobierno y sus socios hablan ya sin tapujos en el Congreso de la plurinacionalidad del Estado; ciscándose en las doradas letras de la Constitución, que proclama que la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles.

Peaje que, aunque gustosamente, ha de pagar a aquellos que -con lo que el propio dictador ha denominado dictadura de la mayoría- han contribuido a adulterar el resultado de las elecciones, alzando al trono al derrotado. Que esto suceda, no importará en absoluto a sus votantes, más bien, al contrario; pues, como refería sir Walter Scott, citando a Cromwell, son servidores de la Providencia, es decir, partidarios del Gobierno que triunfa, sea cual fuere.

Por nuestra parte, digo la de aquellos excluidos del paraíso sanchista, los del otro lado de su muro, no nos queda más remedio que resistir hasta el deliquio, cada cual con sus armas, con el ejemplo, con la pluma, con el testimonio, con la palabra, antes que vernos, como mansos bueyes, complacidos o resignados bajo el yugo del tirano.

Diciembre de 2023

COSAS DE VIEJO

...la vejez, todos desean alcanzarla
y, una vez que lo han hecho,
se quejan de ella.
(Ciceron, De senectute)

Hay ocasiones en que las lecturas agravian más de lo que complacen o reconfortan. No se le ocurra jamás a un viejo leer la Retórica de Aristóteles; el sesudo retrato psicológico que el estagirita hace de la vejez es hasta tal punto deprimente que termina uno aceptando como obligado corolario la afirmación vertida un centenar de páginas antes: nunca hay que portarse bien con un viejo, aunque lo hiciera citando a Diogeniano. Viene a decir que los viejos (no rechazo la palabra, ahora tan infamada y denostada, en este tiempo en que la necedad pretende imponerse también en el lenguaje; he llegado a leer cómo a Catón el Viejo le llamaban Catón el Mayor. ¡Qué diría Borges, si viviera!) los viejos, decía Aristóteles, son inseguros, ignorantes, malhumorados, suspicaces, desconfiados, contradictorios, pobres de espíritu, mezquinos, cobardes, egoístas, desvergonzados, desesperanzados, charlatanes, calculadores, desganados, débiles, quejicosos, perversos…

Y, si logra uno sobreponerse a la depresión o al noble impulso de quitar de en medio, en beneficio de la humanidad, tal escoria, lo más lamentable es que, pensándolo bien, la diatriba aristotélica, cargada de razones, puede que lo esté asimismo de razón, lo cual no extrañaría tratándose de Aristóteles, uno de los hombres más sabios de la humanidad. Porque algo habrá de verdad en ello cuando la sociedad propicia el desprecio y alienta el rechazo de la vejez; decía un personaje de la genial película de Garci ‘Sangre de mayo’, hablando de la obra de MoratínEl sí de las niñas’, “…no lo vas a creer, el protagonista es un viejo, ¡qué horror!…”; y, aunque eso era hace un par de siglos, hoy sigo percibiendo el mismo desprecio a las canas, pese a la persistente propaganda de los que mandan, o, tal vez, precisamente por eso, pues ya sabemos sobradamente que este Gobierno de mentirosos predica justo lo contrario de lo que hace.

Frente al descarnado derrotismo aristotélico, existe esa otra visión apologética que nos presenta Cicerón sobre la vejez, asentada sobre la estoica idea de que una buena vejez ha de derivarse necesariamente de una buena vida. Claro que eso es fácil sostenerlo si, como hace Cicerón, tomamos como fundamento del discurso a Catón, a quien la vejez no resultaba, como a los demás, odiosa ni pesada como el Etna, tal como refiere metafóricamente Escipión en el comienzo del De senectute. Hasta tal punto debía resultarle grato el postrer estado de la vida, a ojos de sus contemporáneos, que quedó para la Historia como Catón el Viejo; y, como refiere M. Esperanza Torrego en la introducción al tratado ciceroniano -Alianza Editorial, 2009-, leyendo la Vejez de Cicerón dan ganas de ser viejo; eso sí, viejo como lo es Catón: sano, rico, inteligente, sensato, prestigioso y respetado.

De todas formas, considero que, pese a la encontrada posición de uno y de otro, hay en el fondo un punto en común. Nuestra vejez se dibuja con los mismos claroscuros de la vida que la precede. Ineludiblemente, somos sufragáneos de nuestros precedentes: de nuestros hábitos y, en el orden moral, de nuestros principios, quien los tuviera; pues como bien dijo Baroja “a los sesenta años ya uno no se vende: o se ha vendido ya, o ha tomado la honradez por costumbre”. Porque, en cierto modo, somos lo que fuimos y lo que seremos -nihil novum sub sole-; o, dicho de otro modo, con palabras de Borges: noto que estoy envejeciendo, un síntoma inequívoco es el hecho de que no me interesan las novedades, acaso porque advierto que nada especialmente nuevo hay en ellas...

Alimentándose de tiempo y de sombra, como el vino, el carácter del viejo se ha ido conformando a lo largo de su existencia y, como la vida no es para el común de los mortales sino una terca sucesión de desdichas, en la que la felicidad es sólo un episodio ocasional, como dijo Thomas Hardy, el anhelo de un viejo, privado ya de toda esperanza, y sabedor de aquello que Borges afirmaba: que al cabo de los años un hombre puede simular muchas cosas pero no la felicidad, se encauza y orienta no ya a la promesa de un día feliz entre los que le quedan, sino meramente apacible, libre de congojas y pesares. Lamentablemente, no todos podemos ser como Catón.

A pesar de ello -y de encontrarme, para mi desgracia, de entre los dos partidos en que suele militar la decrepitud, no en el de los viejos pancistas y vegetativos, sino en el bando circunspecto y melancólico, propio de las personas inteligentes, al decir de Aristóteles, y disculpe el lector la grosera inmodestia-, de todas esas virtudes que Aristóteles atribuye a la vejez, me quedo con la inverecundia y con ese desinterés, cargado de cinismo, que hace del viejo lo que ahora llamamos un pasota; creo entender que algo así pretendía transmitir Montaigne cuando decía que “mucho beneficia a la decrepitud el proporcionarnos ese dulce privilegio del despiste, de la ignorancia y de la facilidad para dejarnos engañar”; pese a la gravedad y decoro del personaje, me parece percibir su perspicacia y desenfado, y una mueca de sonrisa al escribirlo.

Así pues, retomando a Thomas Hardy, resulta inevitable que con el arribo del invierno, la naturaleza, imponga su toque de queda, menguando las vidas hasta llegar a convertirlas en una nadería carente de interés; los días se convierten en una vana sucesión, si no de angustia y alifafes, de vacío y desencanto. Sin esperar ya nada, ni siquiera la muerte. Así transcurre el tiempo, vanamente, regalándole días a la parca.

Negro noviembre de 2023