LA TIERRA SIN REY

Abismado en sus delirios de grandeza, el más grande entre los grandes, el Supremo, ha fantaseado, con ocasión de haberse conocido la investigación de un juzgado sobre los negocios de su esposa, con emular al rey Arturo cuando este descubrió amargamente los turbios tratos de su esposa con Lanzarote. Del mismo modo que el legendario rey, ha hundido la espada entre los ejecutores de su agravio -léase justicia y prensa libre- y echado a tierra el manto de armiño en una flébil misiva, dejando al reino huérfano y atónito. Sus corifeos y mamelucos (aguda y mordaz expresión con que Fernando Savater bautizó a sus incondicionales en un reciente artículo) gritaron espantados y desechos (omito intencionadamente la h intercalada en aras de la verdad) en lágrimas: “El rey sin espada; la tierra sin rey”, como afirma sir Thomas Malory sucediera con el rey Arturo en el referido episodio; porque el Supremo y sus mamelucos comparten la idea, implícita en las leyendas artúricas, de identificar su persona con el reino.

Jamás en la grandiosa historia de nuestro país, ni en sus gloriosas letras, hubo una epístola tan preñada de épica y lírica que arrancara por igual, tanto en esclarecidos como simples, tan copiosas como teatrales lágrimas; sólo faltó, a mi juicio, que, cuando la leyeron en el telediario, hubiesen sonado como fondo los wagnerianos acordes del funeral por la muerte de Sigfrido. Lo hubiesen bordado.

Empeñados en destruir la Nación y sembrar cizaña entre los españoles, desde que aquél bobo solemne, más bobo que solemne y más malvado que bobo, lo iniciara, la zurdería, dizque el progresismo, y particularmente el partido socialista, no han cejado en ese propósito. Ahora, como la historia se repite, al decir de Marx la primera vez como tragedia, la segunda como miserable farsa y después, diría yo, como castizo esperpento, el reino está sumido de nuevo en la desunión y en la confrontación civil, en un conflicto por causa de otra esposa, como sucediera antaño con Helena, con Dido o con Lavinia.

Casandra que, a diferencia de Tezanos, poseía el don de la certeza de sus vaticinios, pero que, como este, sufría la maldición de que nadie los creyera, ya advertía de los conflictos causados por el tálamo. Y Horacio también: “…ya antes de nacer Helena, la vulva de la hembra había sido causa de tristísimas guerras…”. Aunque, como muchos vienen señalando, el ambiente de división y enfrentamiento, buscado de propósito y generado por el ansia de poder y de revancha del autócrata, recuerda la España de los años treinta, confiemos en que esto no derive en un nuevo enfrentamiento fratricida.

Por otra parte, lamento que estos lóbregos episodios de nuestra reciente historia no tengan un Homero o un Virgilio, o al menos un Pérez Galdós o un pío Baroja, que los cante y los registre. Hasta que tal cosa suceda, hemos de conformarnos con que las gestas y desdichas del más grande personaje que nos diera la historia -su épica resistencia frente al mundo; sus férvidos amores- nos lleguen sólo a través de su vicaria autobiografía, la que -como su tesis- escribe su negra.


Mayo de 2024