MI CAMPAÑA ELECTORAL

 

Creo que fue Robert Michels -perdóneme el lector si fue otro, pues cito de memoria y hoy me da pereza buscar la cita-, reputado sociólogo, discípulo de Max Weber, quien afirmó que con la elección elegimos nuevos amos. Nunca me ha parecido tan acertada tal declaración como en el momento político que vivimos. Considero que está de más acreditar con razones lo que los hechos, tozudos hechos -a las hemerotecas me remito-, han demostrado: que estamos bajo la férula de un gobierno autoritario, regido por un presidente cesarista y despótico, a cuyos delirios ha encomendado su suerte, sin objetar el más mínimo reproche, su partido, otrora socialdemócrata.

Qué decir de la otra pata del Gobierno, sino que, siendo como son declarados comunistas, ningún gobierno comunista, de cualquier época y de cualquier lugar, ha sido jamás partidario de la libertad y la democracia. Estos comunistas nuestros no son diferentes. Y, en lo referente a los demás actores políticos que apoyan y sostienen ese Gobierno desde el Parlamento, basta indicar que, dejando al margen sus posicionamientos políticos, que van desde la derecha clerical a la extrema izquierda marxista, lo que los caracteriza y los vincula es su odio a España -patria común e indivisible de todos los españoles, como reza la Constitución-, y, para colmo, muchos de estos, tanto en Cataluña como en el País Vasco, tienen las manos manchadas de sangre inocente.

La oposición no se libra de esta diatriba. El Partido Popular ha demostrado que -aunque con mejores maneras, quiero decir, más ladinamente- es la misma harina del mismo costal partitocrático. Jamás ha mostrado respeto a su electorado, al que parece despreciar, como todos los demás partidos. Me viene a la memoria la anécdota -creo haberla referido en alguna otra ocasión- protagonizada por don José Sánchez Guerra, político de la II República, a cuyo partido, por cierto, perteneció mi bisabuelo siendo alcalde de Cabra. Se cuenta que estando Sánchez Guerra de visita en el casino de Cabra, un grupo de adeptos congregados a la puerta requirió su presencia. Salga usted al balcón y dígales unas palabritas, le aconsejó alguien; a lo que Sánchez Guerra respondió ásperamente: ¿Usted ha visto alguna vez que un marido le eche serenatas a su mujer? Pues eso, como diría este otro Sánchez que ahora padecemos. Cosí fan tutti…, y el PP el primero.

Adolece de las mismas pulsiones autoritarias y en nada sustancial se diferencia de sus opuestos: la cuestión, como dijo Humpty Dumpty, es saber quien manda. A eso se reduce todo, y en eso están todos de acuerdo. Lo demás -la Nación, el bienestar de sus ciudadanos, sus derechos y libertades, el interés general, etc.-, mera palabrería para embaucar a los ingenuos.

En Andalucía tenemos una clara muestra de esto que afirmo; aunque la propaganda de los medios afines se deshaga en ditirambos y la de los desafectos en vituperios, lo cierto es que poco ha cambiado la política del PP de la que practicaba el régimen socialista -lo cual, por cierto, demuestra el sectarismo de los referidos medios y su desafección a la verdad-. Como he señalado en alguna otra ocasión, mis sospechas se han visto, por desgracia, cumplidas: el PP de Andalucía no aspiraba a demoler el cortijo socialista y a limpiar sus zahúrdas, sino a heredarlo. Sirva como botón de muestra la reciente ley de la Función Pública andaluza, que no es sino reedición de la del enchufismo socialista, que tan hipócritamente criticaron cuando eran oposición. De otros partidos opositores, no cabe más que la sospecha de que no serán diferentes llegado el momento de ejercer el poder.

Por supuesto no decimos nada de la corrupción, cosa que, al parecer, poco importa al noble pueblo español. No hay política más corrupta, creo, que esta nuestra; que pringa a todo el que se le arrima, sin excepción; sólo cuestión de grado y cantidad. Que deje la corte el que quiera permanecer íntegro, avisó Lucano hace muchos siglos. Para bochorno mundial, el sanchismo nos ha retrotraído a los inicios del siglo XIX, cuando robar para el partido no era robar sino otra cosa. Así lo cuenta Pío Baroja en su novela Con la pluma y con el sable:

- Usted que ha robado…

- ¿Yo robar?

- Para el partido, no para usted.

- ¡Ah!, eso es otra cosa.

En fin, siendo este, a mi modo de ver, el estado de cosas, no espero sino lo que, con gracia andaluza, dijo un antiguo bloguero opositor al régimen: ¡Que caiga el meteorito!; a lo que yo añado: ¡Y que os vote Txapote!

Junio de 2023

LA CHICA DEL METRO

Desconozco a qué eficaz precepto de la pedagogía debo el hecho de haber evolucionado en mis hábitos desde el desorden, cercano al caos, de mi irresponsable juventud hasta una casi enfermiza obsesión por el método, la armonía y el canon. Una de mis hermanas, cuando en cierta ocasión abrió mi despensa, no pudo evitar compararme con el protagonista de Durmiendo con su enemigo; ningún miembro de mi familia se atreve ya, tampoco, a colocar la vajilla tras su uso en el lavavajillas, después de haber sido enmendado, amonestado y desautorizado en la tarea; lo siento. De lo que sí estoy seguro es que tal virtud -o vicio, pues creo que alguien dijo que sólo una delgada línea es la que separa a la una del otro- no es debida a lo que don Isidro Parodi (que, en su forzada reclusión, se ve había leído provechosamente a Washington Irving) llamaba un precepto salomónico: “Escatima el palo y estropearás al niño”, pues nunca conocí la pedagogía del palo.

De modo que -sin llegar al extremo de Kant, a cuyo paso los habitantes de Königsberg ponían sus relojes en hora- considero que soy persona metódica y ordenada; lo cual, por cierto, no extrañará a quienes me conocen, sabedores, además, de mi condición funcionarial, alimentada de rutina y reglamentismo.

Me veo obligado a aburrir al lector con este exordio porque gracias a esa inclinación rutinaria conocí a la protagonista de este relato.

En los dos o tres meses que precedieron a mi jubilación, un hecho inusual y anómalo vino a profanar el mustio ritual de la ida al trabajo, esa melancólica liturgia que la legión de condenados por la maldición divina recaída sobre nuestros primeros padres oficiamos resignados y, en estos tiempos, abstraídos y ensimismados, no en nuestras cogitaciones, sino en nuestros móviles, ajenos los unos a los otros, ignorantes e ignorados. Una chica de unos treinta años, modesta y discretamente vestida, aseada, de buena planta y agraciada sin excesos -discreta, también, en su belleza; pues es sabido que las bellezas homéricas y exuberantes no frecuentan los servicios públicos de transporte colectivo; del mismo modo en que, asimismo, encontrarse con un rico en la sala de espera de la consulta médica de la seguridad social resultaría un fenómeno chocante y extravagante-, comenzó a subir a mi mismo vagón del metro, a la misma hora, en la misma estación, todas las mañanas. Nada de insólito y extraordinario hubiera habido en ello, si no hubiese sido porque esta chica siempre, todos los días, sin excepción, entraba sonriente en el vagón, dando los buenos días. Sonreía a todo el mundo, no sólo a mí, y a todo el mundo hablaba amablemente. También a mí, pese a mi apariencia distante y mi rictus adusto y desabrido. Casualmente, bajábamos en la misma parada de La Puerta de Jerez y ahí nos despedíamos, siguiendo cada cual a su paso su propio camino al trabajo. Un día, venciendo mi timidez –ya sé que es cosa impropia de un viejo, la timidez; y contraria a una natural pulsión inherente a la decrepitud, que proporciona el dulce privilegio de la desvergüenza y la impudicia-, venciendo la timidez, decía, tantas veces confundida, injustamente, por algunos, con altivez o soberbia o menosprecio, acompasé mi paso al suyo al salir de la estación del metro y osé preguntarle dónde trabajaba, qué era, y, en fin, ese tipo de preguntas banales. Me dijo que trabajaba en Correos, hasta cuya puerta la acompañé, pues era mi camino, pero de las cosas que me dijo, en el corto espacio de tiempo que duró la conversación, me impresionó y conmovió su confesión de que padecía migraña crónica.

Como ya he dicho, me jubilé pronto y dejé de coger el metro y, por tanto, de verla. Sin embargo, a veces, la recuerdo. Pienso cuánta grandeza se requiere para saber sobrellevar las desdichas, no ya con entereza sino con alegría; y no sólo saber trastocar en dicha los pesares, sino esparcir contento y amabilidad, sembrar sonrisas entre tanta mirada indiferente y mecánica o, incluso, hostil. A veces la recuerdo, y pienso cómo una sonrisa o una palabra amable -esas cosas que, generalmente, ni valoramos ni apreciamos, porque no pueden comprarse ni venderse- tienen la facultad de alegrar el día, infundir ánimo y acariciar el alma.

Su recuerdo o, mejor dicho, su ejemplo, sigue siendo, a pesar del tiempo transcurrido, un reconfortante bálsamo. ¡Loor y gloria a su memoria!

Junio de 2023

UN SUEÑO

 “...los sueños las más veces
son burla de la fantasía
y ocio del alma.
(Quevedo, Los sueños) 

Era la luz de la mañana como clara de huevo. El día brumoso y húmedo me incitó a penetrar en el recinto, aparentemente acogedor, espacioso y alegremente iluminado; al abrirse las puertas a mi paso, me envolvió un vaho cálido -el aliento exhalado por la boca del monstruo al engullirme, impregnado de música y perfume, ese perfume y esa música de los centros comerciales, de todos los centros comerciales- y esa atmósfera narcotizante, evocadora de la geisha de Blade runner que machaconamente nos amonestaba: Enjoy, enjoy, enjoy…; disfruta, nada temas, este es tu refugio, disfruta y gasta, no te preocupes, gasta, gasta…, me susurraba este moderno leviatán.

Subí mecánicamente las escaleras, quedando en la duda de si el artificio mecánico estaba en mí o en ellas, tal era ya el grado de alienación que padecía, no obstante estar recién llegado; tal la meteórica integración con el ambiente.

No percibí al instante, abducido, como estaba, por los neones y embelecos, que un niño, de unos cinco o seis años, me daba pinchazos por todo el cuerpo, hasta donde alcanzaba su modesta estatura, con una especie de alfiler, y no paraba de fastidiarme. No obedecía mis reproches y se mostraba indiferente e insensible ante mis quejas. Recurrí a la madre, que lo acompañaba, pero ésta se desentendía indolente del niño y de mis súplicas.

Había algo extraño en ella. Algo inquietante en su mirada. Me resultaba, en cierto modo, familiar y me hacía sentir una extraña atracción por ella. Al cabo me fue revelado (no sé cómo) que ella y yo fuimos amantes, lejanos amantes en la lejana adolescencia. El niño pudiera ser, tal vez, mi hijo. Claro que su tierna edad, la del niño, no encajaría -de ser mi hijo- con el tiempo en que su madre y yo nos amamos; y, en cuanto a un tiempo posterior, ningún recuerdo me unía a ella.

Intentaba encontrar una explicación racional a ese extraño dilema. Acaso, pensé, una especie de trauma me había hecho olvidar una etapa de mi vida, un paréntesis temporal en la memoria de hace cinco o seis años; eso, quizás, podría hacer encajar los hechos dentro de los parámetros espacio-temporales que rigen nuestra existencia, y, por tanto, avalar, aunque fuera con carácter putativo, el vínculo paterno-filial con el fastidioso niño y las extrañas sensaciones que sentía ante su madre.

Pero, ¿qué trauma? No paraba de darle vueltas al tema, mientras que el insidioso niño perseveraba impunemente en su tortura, aunque yo ya casi ni me enteraba, tan ensimismado en la resolución del enigma y tan ajeno a las cosas de este mundo como pudo estarlo Santo Tomás de Aquino cuando, cenando con el rey Luis de Francia, golpeó la mesa de repente, pues su cabeza andaba ocupada en desenmascarar herejes y no en el banquete; o como podía haber estado Arquímedes, cuando salió corriendo desnudo del baño, gritando “Eureka, lo encontré”, según nos refiere Robert Burton en su Anatomía de la melancolía.

Un chispazo de lucidez vino a sacarme de las profundidades de mi mente, y recordé un extraño encuentro ocurrido, hace algún tiempo, en los soportales de la Plaza Mayor de Salamanca: a eso de la medianoche, me encaminaba resuelto a concluir la jornada -cumpliendo con una tradición autoimpuesta e inexcusable- tomando un helado en Novelty. Entraba yo en la Plaza por la calle Zamora cuando bajo la arcada del Ayuntamiento me crucé con dos extraños sujetos, con pinta de extraterrestres, quiero decir, esbeltos, vestidos ambos del mismo modo -como vestían Stalin y Mao-, de cabeza un tanto aovada, de una blancura lechosa y refulgente y sin un solo pelo.

Pude oír los nombres con que se aludían: Noipic y Aznagreb, y lo que hablaron, en su extraño idioma, durante el tiempo en que nos cruzamos:

- Noipic: Etse odaleh ed aserf y alliniav átse etnemaredadrev oneub.

- Aznagreb: Ay et lo ejid, ecerem al anep recah nu otar ed aloc arap redop raturfsid satse saiciled led Ytlevon.

¡Eureka!, grité, como Arquímedes, al recordar este encuentro; esto lo explica todo. Pues, ¿cómo habían llegado estos dos extraños elementos a Salamanca? No le dí más vueltas entonces, pero ahora sabía cosas que entonces ignoraba: los agujeros negros; y, más concretamente, los agujeros de gusano, esa especie de puerta astral que se abre brevemente y nos puede transportar a otro lugar y otro tiempo. Y, sobre todo, los recientes descubrimientos científicos, que habían venido a demostrar que ese fenómeno de la física, imaginado como posible solamente en una región finita del espacio profundo, era ahora factible -permítaseme la expresión- a escala familiar; gracias todo ello a unos traviesos científicos, que estaban jugando a una especie de billar americano con la masa y la energía; consistía su juego en bombardear partículas subatómicas con rayos láser y expulsarlas de la órbita del núcleo atómico -del mismo modo en que con el taco golpeamos las bolas y las hacemos desaparecer por las troneras de la mesa de billar-, y se encontraron de pronto con que, después de un fuerte tacazo a un electrón, desaparecieron súbitamente, entre un horrísono estruendo luminoso, todas las bolas y hasta la propia mesa. ¡Eso es lo que puede pasar a los niños traviesos que no hacen caso a papá Einstein: “Niños, con la masa y la energía no se juega; que puede hacer pupa”.

Ahí estaba la solución del enigma. Eso es lo que me había sucedido; lo mismo, por cierto, que les ocurrió a Moisés en el monte Sinaí, o a Elías en el monte Horeb; aunque, como Einstein aún no había nacido, ellos no pudieron encontrar explicación a lo sucedido y, mucho menos, prevenirse de que ciertos montes -y más aún, si están cubiertos de nubes preñadas de rayos y truenos- pueden ser la puerta que comunica con otra dimensión espacio-temporal; ya digo que Einstein no pudo advertirlos, pero Dios sí lo hizo: “Señala un límite alrededor del monte, y guardaos de subir o de tocar su falda.”; o sea, que, aunque no les dio muchas explicaciones, estaban avisados, así que las quejas al maestro armero. Pues bien, no divaguemos, eso, me dije, es lo sucedido: en cualquier momento pasado y en cualquier lugar, sin saber cómo, el azar me enganchó en un agujero de gusano y me hizo retomar una vida, una historia, inacabada e imperfecta. Curiosamente, cuando suceden estas cosas, aun siendo tan extrañas, una especie de lógica humana parece que las rige: siempre te llevan a un lugar y a un momento por el que la nostalgia o la imaginación han mostrado obstinado interés. Ahí está, como prueba de lo que afirmo, el ejemplo de los dos extraños sujetos de Salamanca: tenían idea resuelta y cierta de lo que buscaban en Salamanca; el avispado lector se habrá dado cuenta por lo que hablaron.

No sé cuanto tiempo duró esa experiencia, ni en qué remoto lugar pudo suceder, pues parece ser que todas ellas llevan intrínsecas el efecto de la desmemoria, algo así como eso de que “lo que pasa en Las Vegas, se queda en Las Vegas”, pero a un nivel menos frívolo y más inquietante. No obstante, estoy casi seguro que no duró más de cuarenta días y cuarenta noches; pues parece ser que el fenómeno tiene como límite temporal ese periodo máximo de duración, conforme acreditan los diversos textos antiguos respecto a personajes como Moisés, Elías e, incluso, el propio Jesucristo, que también vivió tal experiencia, llegando a encontrarse, en el transcurso de ella, con el mismísimo Lucifer, que en el colmo de la desvergüenza se atrevió a tentarlo desde la cima del monte -que desde entonces se conoce como Monte de la Tentación-: “Todo esto que ves te daré si postrándote me adoras”, le dijo; como se ve, la soberbia de los poderosos no tiene límites, nada ha cambiado desde entonces; pero en fin, como ya sabemos, Jesucristo no sucumbió al engaño, como tan frecuentemente, por el contrario, nos sucede a nosotros.

Cuando ya creía haber dejado las cosas en orden, tras arduas disquisiciones, desperté inquieto. Y el propio despertar me desveló, entonces, la verdadera clave del misterio, y el error en que había incurrido por pasarme de enterao. Todo había sucedido allí donde, sin más explicaciones enrevesadas, todo es posible: el misterioso orbe profundo de los sueños.

Maldije no haber hecho caso a Guillermo de Ockham y su famosa navaja: “Entia nom sunt multiplicanda praeter necessitatem”; lo más sencillo es lo más probable.

Ahí estaba todo: el otro, el que usurpa mi lugar en el orbe profundo de los sueños, sigue con ella, no ha necesitado de agujeros negros, ni de gusanos, para ello. Sólo -y eso es fácil- usurpar mi sitio al otro lado del espejo. Han decidido -ella y el usurpador-, a mis espaldas, aprobar una asignatura que dejé pendiente en la remota juventud, culminar una historia de amor que el hado caprichoso truncó. Han tenido el hijo que nosotros no pudimos o el azar no quiso otorgarnos.

Ante esta traición, y el desprecio que ella me muestra, no me consuela que ese amor usurpado y su fruto se vea confinado a la cárcel del sueño; pues los barrotes de esa cárcel, me digo -o me ha dicho ella, qué más da-, son los propios confines del orbe infinito...

Junio, 2023