GALLARDÓN IN LOVE

Todavía recuerdo –y me parto de risa- el día que Gallardón entró en la historia.
Fue en abril del 2006, con ocasión de la presentación pública del retrato que le hizo Hernán Cortés (no podía ser menos; a tal señor, tal honor); y fue Esperanza Aguirre, que tomaba el relevo al frente de la Comunidad de Madrid, la que -dirigiéndose a los hijos del retratado: “vuestro padre entra en la historia”- lo decretó. La prensa, afortunadamente, estaba allí; y así, al día siguiente pudimos leer este titular en ABC: “Gallardón entra en la historia”. Ahí estaba: las piernas tan separadas como los pilares del puente del Quinto Centenario, las manos metidas en los bolsillos del pantalón, y el rictus desafiante, reflejando seguridad, dominio y, sobre todo, superioridad; disimulando, al mismo tiempo, el fastidio que le producía -a él, cuya esencia es el dinamismo- verse fijado en la inmovilidad del retrato.
Habría sustituido al pavo real como imagen simbólica de la vanidad, si no fuese porque el retrato era la mismísima alegoría del narcisismo; o, más exactamente, del onanismo; de ahí las manos en los bolsillos. Gabriel Albiac lo caló: “Gallardón autoerótico”. Es lo que suele ocurrir, desde los tiempos de Esopo, con los enamorados de sí mismos: quedan para la chanza y el sarcasmo.
A estas alturas, pues, ninguna decisión del Ministro de Justicia nos sorprenderá (ni siquiera aunque se adopte en contra de la opinión de jueces, fiscales, abogados, procuradores y justiciables, que es la denominación que nos dan a los ciudadanos cuando tenemos la desdicha de caer en sus garras), siendo como es, soberbiamente soberbio y pagado de sí mismo. Menos aun tratándose de un asunto -el de la brutal subida de las tasas judiciales- que se desenvuelve absolutamente, sin desviarse un ápice, conforme a la estrategia política del PP: acabar con la clase media. Zapatero la inició y su hermano menor, Mariano, la concluirá. Nadie en la historia de España habrá hecho tanto por el socialismo como ellos dos. En doce años, la eliminación de la clase media. Todos pobres.
No obstante, que el hecho no constituya sorpresa, no nos impedirá hacer un par de comentarios.
El principal efecto de esta siniestra ley será el incremento de la arbitrariedad por parte de los poderes públicos. Sobre todo en los “pequeños asuntos”; es decir aquélla arbitrariedad que se comete contra el ciudadano en asuntos en los que el fuero es más costoso que el valor del huevo (como Abundio, habría que vender el coche para comprar la gasolina). Por ejemplo, las multas de tráfico; paradigma de la arbitrariedad suprema. Quienes servimos en la Administración Pública estamos hartos –dolorosamente hartos- de oír a los mandamases que toman las decisiones esa frase-mantra: “¡que recurra!, cuando se les señala que la resolución de un determinado asunto en perjuicio del interesado no se acomoda a la ley. Verdaderamente es un modo de actuar que da resultados. La mayoría de la gente no recurre; en primer lugar, porque han de valerse para ello de abogado y procurador, lo que por si mismo ya es bastante disuasorio, por muchos motivos (como decía un personaje en la película Tierra de audaces: “si han de prevalecer la Ley y el Orden en el Oeste, la primera medida es echar de las ciudades a los abogados…”). En segundo lugar, por la inexistencia de seguridad alguna respecto al resultado del pleito. Porque, ya se sabe, en este país lo que diga una ley, por claro que esté dicho, no vale para nada si hay que preguntárselo a un juez. Por eso decía Quevedo que no hay juez que no afirme que el entendimiento de la ley es el suyo; por eso hablaba de leyes torcidas que pudieran arder en un candil. Y, por si esos dos elementos no fuesen suficientes, añadimos ahora el factor Gallardón; que pretende que los ciudadanos nos traguemos sin rechistar, incluso agradecidos, los sapos de la arbitrariedad (o como dice un buen amigo mio, los gazapos; es decir, las crías de los sapos).
Y, ¡cómo no!, si hablamos de arbitrariedad no podía faltar la mano de Montoro, el inútil. Los funcionarios seremos los más perjudicados por esta medida; porque lo seremos en calidad de ciudadanos –perdón, quise decir súbditos justiciables-, como cualquier otro, y, también, por nuestra condición –que ya empieza a convertirse en fatalidad- de servidores públicos.
Esta ley de tasas –bajo argumentos que no merecen tal nombre; y que, por no resultar pesado, no voy a comentar- deroga el artículo de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa que permitía a los funcionarios comparecer por sí mismos en los asuntos concernientes a su relación laboral que no implicasen separación del servicio. Montoro, el mentiroso, no para de desprestigiar a los funcionarios públicos, siempre bajo el mismo argumento: el de supuestos privilegios. Vuelve aquí a repetirlo. Ahora bien, es fácil poner en evidencia a un mentiroso.
Estos son los hechos: 1º. ¿Porqué, si el régimen jurídico de funcionarios y trabajadores ha de ser el mismo según Montoro (que no según la Constitución), no residencia las discrepancias laborales de cualquier clase en la Jurisdicción Social? ¿Por qué son distintas las jurisdicciones que conocen de los pleitos laborales de trabajadores y funcionarios?
2º ¿Porqué, si el régimen ha de ser el mismo, los funcionarios han de valerse ahora de abogado y procurador, en tanto que un trabajador puede comparecer en la jurisdicción social por sí mismo, o representado por su suegra, si le pete?
3º ¿Porqué las tasas de la segunda instancia (las de la primera están exentas para ambos colectivos) son prácticamente el doble para funcionarios que para trabajadores?
4º ¿Porqué, a pesar de lo anterior, a los funcionarios no se les aplica la exención de un 60% de las tasas en apelación y casación, como al resto de los trabajadores?
Señor mentiroso, ¿a qué igualdad se refiere cada vez que habla de igualdad?
El victimismo me resulta odioso, pero amo más la verdad que la opinión ajena. Por eso es necesario decir lo que otros no dicen y vilipendiar la mentira y al mentiroso. Esta ley -en un país donde la seguridad jurídica no existe, donde la arbitrariedad sólo es superada por la impunidad, y donde la justicia vale menos que el orín de los perros- es oprobiosa para los derechos y garantías propios de una sociedad democrática. Vaya por delante que lo digo más como desahogo que como lamento. Pues a estas alturas de lo leído, lo visto, lo oído y lo padecido mi descreimiento de la justicia es tal que no está en mis cálculos amargarme con ningún pleito; y aunque sé valorar las palabras de don Juan Manuel, personaje de unas novelas de Valle-Inclán, al decir “…cuando la razón está en su abono, sabe que no debe pedírsela a un juez. Pudiera acontecer que me la negase, y tener entonces que cortarle la diestra, para que no firmase más sentencias injustas”, no aspiro, sin embargo, a eso; aunque reconozco que sería un acto de justicia. Como soy de natural pacífico, me limito a rebelarme por medio de lo que, por ahora, no hemos sido despojados: la palabra.
Así las cosas, la imagen de esta justicia esquilmadora cada vez se me antoja más cercana al mono juez de la fábula francesa de la que Rubén Darío hizo una bella paráfrasis en “Un pleito” (que para “disfrutación” del lector curioso reproducimos íntegra en la sección poesía):
Diz que dos gatos de Angora
en un mesón se metieron
del cual sustraer pudieron
un rico queso de bola.

Como equitativamente
no lo pudieron partir,
acordaron recurrir
a un mono muy competente;
………………..
Y cuando del queso aquél
quedan tan pocos pedazos
que apenas mueven los brazos
de la balanza en el fiel,
el mono se guarda el queso
y a los gatos les responde:
—Esto, a mí me corresponde
por los gastos del proceso.

Que el lector, según su criterio y preferencias, le ponga cara al mono. Por mi parte, ahora que viene la época propicia, cuando me tome una copa de anís el mono, no será Darwin sino Montoro quien alivie mis pesares. Así servirá para algo.
Max Estrella, cesante de hombre libre.
Noviembre, 2012