EL NEGOCIO DE LA POBREZA

Lo dijo Balzac hace ahora casi doscientos años: “Está claro que la caridad no da buen resultado más que como negocio”. Dicen que el Tiempo es sanador de males. En eso vienen a coincidir Franco y Antonio Banderas; aunque Su Excelencia no se limitaba a decirlo: en su escritorio dedicaba una gaveta para los reposados asuntos que el Tiempo había de resolver, eso dicen. Pero el Tiempo, que es caprichoso, arbitrario y cruel, como todos los dioses, también lo corrompe todo. De manera que si Balzac, a mediados del XIX, ya se quejaba amargamente de la dureza del alma humana, hoy, sin duda, estaría escandalizado con el estado de la cuestión.
La filantropía, que nos llevó a los soberbios y estúpidos jóvenes de mi generación (tal vez otro día hable de la juventud) a idolatrar a caritativos benefactores de la humanidad como Stalin, Mao, Fidel, Hoxha y tantos otros de la misma calaña, es hoy un negocio muy bien organizado.
Los filántropos (que, naturalmente, son progresistas -disculpen la hipérbole- de izquierdas, feministas, ecologistas, animalistas y todos los demás istas -“ista”, “ista”, “ista”, Zapatero…, etc., ¿recuerdan?- que el estúpido correctismopolítico impone) han corrompido absolutamente la solidaridad y la han convertido en un pingüe negocio.
Lo primero que han corrompido ha sido –como acostumbran- el lenguaje, las palabras. No hay nada de ingenuo en ello, al contrario. Hay que empezar por ahí para que el plan triunfe. Está claro que los totalitarismos usan el lenguaje para modelar el pensamiento. Ahí vamos, objetivo: pensamiento único. Como dijo Humpty Dumpty: “Lo importante no es saber lo que significan las palabras, sino saber quién manda”
Obsérvese que ya no hablamos de Caridad y, además, tenemos asumido que es un concepto vergonzoso. Y todo porque en nuestra cultura es un concepto del credo cristiano; cuando, como todas las virtudes, tiene su origen en la filosofía grecorromana y en la recepción que de ella hizo el cristianismo. Abominamos del ejercicio de la Caridad, cuando el significado de ésta no es sino amor al prójimo, sentir con él sus penalidades, compadecerse de sus miserias, o sea, ser misericordioso. Ahí están las famosas obras de misericordia del credo cristiano. Ya quisieran estos filántropos de plasma y papel cuché que todas sus oenegés y sus concejalías y consejerías y diputadías de asuntos sociales, con todos sus millones de euros y todo su apostolado de delegados, cuñaos y asesores, tuvieran un programa social como el que ellas prescriben.
Hablemos, pues, de solidaridad, que es guay y no da vergüenza, ni suena a iglesia; lo dice un ateo, o un agnóstico, que no sé bien lo que soy ante este misterio de la vida al que la ciencia humana no ha dado aún satisfactoria respuesta.
Solidaridad, conforme al significado de la palabra en nuestro idioma, entraña una acción voluntaria y libremente realizada. No hay solidaridad posible cuando el acto solidario es el resultado no de la voluntad sino de la imposición. De lo impuesto. De los Impuestos. Este es el primer efecto de la filantropía organizada: acabar con la nobleza del sentimiento y la disposición de ánimo individual. El Estado (como en todos los totalitarismos) anula al individuo.
Por otra parte, el ejercicio voluntario de la solidaridad se encuentra con una barrera difícil de eludir: su institucionalización y burocratización. Es decir, el individuo generoso se ve obligado a participar en un sistema en el que por cada euro introducido en el “circuito de la solidaridad” se pierde un buen porcentaje – a veces todo- en las cañerías que deberían llevarlo a su destino. Eso por no hablar del turismo solidario, sobre todo practicado por nuestros solidarios políticos de izquierdas (Un clásico: ¡Enrólate y conocerás mundo! ¡Oh, el turismo, que gran invento!). Ya lo decía la castiza sentencia hispana: “Administrador que administra y enfermo que enjuaga, algo tragan”.
Y es que, a mi parecer, nada hay tan falso, lejano y opuesto a la solidaridad como estas oenegés nuestras. Pingüe negocio de quienes las controlan o, como poco, cómodo y reputado medio de vida de sus abnegados filántropos en ejercicio. Hablo generalizando. Lo que, obviamente, siempre constituye una injusticia para algunos. A esos, a los verdaderos compasivos, misericordiosos, caritativos y solidarios hermanos –a muchos de los cuales he conocido y conozco-, que dedican su tiempo, su dinero, sus desvelos y parte de su vida a ayudar desinteresadamente al prójimo, les pido disculpas y les manifiesto mi enorme admiración y gratitud. Héroes modernos y anónimos. Justo todo lo contrario de esos filántropos profesionales y mediáticos. Mercenarios a sueldo de organizaciones ( lo que, precisamente, es la única verdad de su nombre –ONG-, es decir, que están organizados; pero que, con toda la desvergüenza del mundo, se dicen No Gubernamentales, cuando la fuente primordial de sus ingresos son los impuestos de los trabajadores que, en buena medida, parasitan) que constituyen un fin en sí mismo.
Max Estrella, cesante de hombre libre
Julio, 2015