CURSO EN DOS LECCIONES PARA DÉSPOTAS (II)

CÓMO REBAJAR EL PARLAMENTO A NEGOCIADO DE HACIENDA, PARA METER MANO EN LA CARTERA AJENA
Decíamos en la primera parte, que el régimen andaluz no necesita aprender nada del régimen bolivariano; al contrario, podría dar lecciones de despotismo a todos los regímenes del planeta. Como muestra, señalábamos el decreto-ley 2/2013, que constituye en sí mismo un tratado sobre los modos neototalitarios de gobierno. Comenzábamos denunciando el uso abusivo y perverso que el régimen hace de la potestad de dictar disposiciones legislativas (por cierto, el abuso aumentó de ayer a hoy con la publicación en el BOJA del decreto-ley 3/2013; octavo en la cuenta de este gobierno, desde que tomara posesión hace menos de un año). Sosteníamos que con ello el régimen consigue un doble objetivo: escamotear sus actos al control de los tribunales -pues éstos no pueden enjuiciar disposiciones con rango de ley- y, al propio tiempo, evitar la engorrosa tramitación que un proyecto de ley conlleva. Es decir, escamotear, también, al Parlamento el ejercicio de la potestad legislativa. Naturalmente, cuando decimos “engorrosa” lo hacemos bajo la perspectiva del gobierno, que ve con fastidio tener que someter sus decisiones -resueltamente adoptadas por la oligarquía partidista- a informes técnicos y jurídicos, a la participación ciudadana, y al debate parlamentario.
Además, la mayoría de las veces el ejercicio de esta potestad legislativa del gobierno se ejerce fraudulentamente, es decir, sin cumplir los requisitos habilitantes. Eso, desde luego, es lo que ocurre en el caso del decreto-ley que estamos analizando. El Estatuto de Autonomía para Andalucía (EAA) exige como supuesto habilitante la existencia de “extraordinaria y urgente necesidad” (artículo 110); los cínicos firmantes de este decreto-ley (Carmen Martínez Aguayo y José Antonio Griñán Martínez) afirman que “...debe hacerse constar, pese a su obviedad, que las exigencias del artículo 110 concurren en la presente norma...”, sin embargo, no es cierto; se trata de otra de esas mentiras que tienen la desvergüenza de perpetrar hasta en los sitios más respetables, como son los textos legales -mendacium lege, que añadiremos al catálogo de las mentiras del régimen, que, a este paso, va camino de ser enciclopédico-; mas, por otra parte, raza de víboras, ¿cómo podríais hablar otra cosa? Si de la abundancia del corazón habla la boca, como puede leerse en San Mateo.
¿Cómo puede darse la extraordinaria y urgente necesidad si la sentencia del Tribunal Supremo es de 31 de mayo de 2012, y la del TSJA del 25 de febrero de 2011? La obviedad de la que hablan los dos mentirosos consiste precisamente en lo contrario de lo que afirman. No es admisible para el sentido común alegar urgencia cuando han transcurrido diez meses desde la sentencia del TS y dos años desde la del TSJA sin haber hecho absolutamente nada; nada de lo que se debió haber hecho. Lo cual significa que, por no cumplirse el presupuesto circunstancial habilitante, el decreto-ley es inconstitucional y nulo, porque el gobierno usurpa la potestad legislativa que corresponde al parlamento, conforme a la Constitución y al EAA.
Y eso nos lleva a la segunda de las cuestiones, que -aunque aparentemente pueda resultar paradójica- consiste precisamente en lo contrario. Esto es, el legislativo usurpa la función ejecutiva. Este decreto-ley subvierte el orden constitucional y trastoca los fundamentos de un estado democrático de derecho. Eso es lo que está ocurriendo, porque con esta disposición el régimen, incurriendo en un lapsus freudiano, pone de manifiesto, revela, lo que anida en su interior, su verdadera naturaleza; esto es, que desprecia la separación de poderes, y certifica el fallecimiento y sepelio de Montesquieu, como afirmó su todavía dirigente Alfonso Guerra. Porque con esta norma, el régimen lo embrolla y lo pervierte todo, intentando, por un lado, usurpar la función legislativa, pues no se dan los presupuestos para su ejercicio, al mismo tiempo que, por otra parte, endosa al parlamento (que tendrá que convalidar el decreto-ley) lo que es propio de la función ejecutiva, como es el presente asunto, en el que el objeto es la convalidación de determinados actos administrativos (“…todos los actos administrativos dictados… quedan confirmados, en cuanto adolezcan de cualquier vicio administrativo…”, artículo único del repetido decreto-ley). Es decir, se pretende endilgar al parlamento la producción de un acto administrativo; lo que a todas luces resulta absolutamente ajeno a la función legislativa.
Obsérvese con qué estudiado disimulo, con qué elegante sutileza, con qué magnífico cinismo, se elude el empleo del vocablo clave: convalidación.
El artículo único del decreto-ley intitulado “confirmación de actos administrativos”, usa la expresión “quedan confirmados”, en ningún momento se habla de convalidación. Pocas veces un silencio ha sido tan clamoroso, ni una ausencia tan delatora. Es evidente que no se usa la palabra convalidación porque dichos actos no pueden ser convalidados; o, aun admitiendo tal posibilidad, la convalidación habría de hacerse conforme al procedimiento establecido en la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas, y por el órgano que tenga atribuida la competencia para ello. En ningún caso mediante una disposición de rango legal; es decir, por el parlamento en última instancia.
Conscientes de ello, han procurado no delatarse. Pero claro, no han caído en la cuenta que tan delatora resulta la expresión ocultada como la usada. Pues, y esto lo sabe cualquiera, ¿cuándo ha sido necesario que un acto administrativo requiera confirmación para producir efectos? Es más, ¿cuándo ha sido necesario que el parlamento, la ley, tenga que confirmar los actos dictados por los órganos administrativos para que sean válidos y eficaces? ¿Cuáles son los fundamentos jurídicos de esa disposición? Es decir, ¿en qué ley pone eso, que el parlamento tenga que confirmar los actos de los órganos administrativos?
Obviamente, tales preguntas no requieren respuesta.
Porque, si los actos administrativos adolecían de algún vicio dimanante de la nulidad del reglamento de la ATA, no había más que un camino para su subsanación: el establecido en la ley vigente y preexistente.
La incompetencia de una administración de amiguetes, unida a la prepotencia de un gobierno que desprecia la Ley, les ha llevado a esta situación: una solución aberrante desde el punto de vista jurídico y despótica desde el punto de vista político.
Desde la pura perspectiva jurídica causa bochorno como quiera que se mire. No hay por dónde cogerlo. Y encima está plagado de referencias mendaces. Y, para colmo, se hace de manera escandalosamente indiscriminada. Se confirman “todos los actos”, no se sabe cuáles; en “cuanto adolezcan de cualquier vicio”, no se sabe cuál; o sea, no se sabe si adolecen o no de algún vicio, y, por si acaso, se confirman “en cuanto adolezcan”. ¡¡¡Insólito y portentoso!!! ¿Hay juristas en la Junta? ¿De verdad? ¡¡¡Venga ya…!!!
Y desde el enfoque político, a lo ya dicho habría que añadir lo repudiable que resulta en un sistema democrático el recurso a la ley “ad hoc”, a la ley a la medida, para el caso concreto. No significa eso que en un estado de derecho no existan leyes “ad hoc”, por supuesto. Lo que quiero decir es que en un estado democrático de derecho, como supuestamente es éste, no es admisible la elaboración de una ley para abordar un caso concreto como éste (subsanación o confirmación de actos), cuya regulación ya está establecida en una ley ordinaria, abstracta y vigente. Del mismo modo en que no es aceptable la derogación singular de los reglamentos, es decir, adaptar la norma para que un determinado supuesto singular tenga encaje en ella, tampoco es admisible la ley elaborada para escamotear la aplicación de la ley general vigente a un caso concreto. Porque sería contrario a la seguridad jurídica y a la objetividad que la Constitución garantizan.
Cuando el gobernante actúa de espaldas a la Ley, cuando la Ley se le antoja un corsé  y convierte al parlamento en sastrería que confecciona trajes a medida, designarlo déspota es honrar la verdad. Cuando el gobernante ceba la hacienda pública (y ¡ojalá sólo fuera la hacienda pública!) metiendo la mano directamente en el bolsillo del contribuyente, prescindiendo de las formas y garantías de la Ley, so pretexto de "no someter a la ciudadanía a un peregrinaje administrativo" (sic), entonces, nada le diferencia de un saqueador o un bandolero.
¿Alguien piensa ahora que exagerábamos?
Max Estrella, cesante de hombre libre
Marzo, 2013