CINISMO PARLAMENTARIO

Empiezo a preguntarme cuántos
necios hacen falta para componer
esta palabra: mis conciudadanos.
(H. de Balzac, Las ilusiones perdidas)

Leo esta mañana en los papeles -no diré que con estupor, pues ya nada sorprende en este estercolero pútrido en que se ha convertido la res pública, tras cinco años de un Gobierno avezado en infamias y docto en tropelías-, que el Psoe y Sumar ‘prestarán’ diputados a los independentistas catalanes para que puedan constituir grupo parlamentario propio, ya que por sus resultados en las urnas estos no alcanzan a cumplir los requisitos legales para su constitución. Según informan los medios, la operación consistiría en que un número determinado de diputados del Psoe y Sumar -los precisos para aparentar que, sumados a los de ERC o JxC, cumplen las exigencias legales- manifestarían su voluntad de que, a pesar de haber concurrido a las elecciones en las listas socialistas o comunistas, y haber sido elegidos por un electorado que creía votar a tales partidos, desean pertenecer, respectivamente, según el caso, a los grupos parlamentarios de ERC o JxC, porque, como le ocurrió a Saulo de Tarso cuando iba camino de Damasco, han padecido una epifanía que les ha hecho ver que su verdadero sitio está, no entre los de su partido, sino entre los independentistas catalanes. Fenómenos de esta naturaleza, y aún más extraños y extraordinarios, son cosa común en la política patria; ni siquiera son cosa exclusiva de la política sino de nuestra liviana idiosincrasia o, tal vez, de la condición humana. ¿A qué extrañarse, pues?

Una vez conseguido dicho objetivo, es decir, constituir sus respectivos grupos parlamentarios, los diputados ‘prestados’ abjurarían solemnemente de su ataque de heterodoxia, y volverían mansa y humildemente compungidos al redil de sus originarios partidos, de los que nunca debieron apartarse. Sin consecuencias para ellos o, incluso, con una anotación meritoria en su expediente partidario y, tal vez, ¿quién sabe?, con un reparador óbolo, que compense privadamente el descrédito público de su falsía, aunque esta haya sido tan breve y corregida de tan buen grado.

Es decir, todo se trata de fingimiento y apariencia para burlar los preceptos legales, que, con criterios objetivos y aritméticos, impedirían a esos partidos independentistas catalanes formar grupos parlamentarios propios, y, de rebote, la continuidad del déspota en la Moncloa.

Esto tiene un nombre en derecho: Fraude de ley. Es decir, mediante conductas o actos aparentemente lícitos, obtener un resultado contrario a lo previsto y dispuesto en las leyes. O sea, burlar lo establecido en la ley mediante una triquiñuela de apariencia legal.

Tanto en el derecho civil como en el derecho administrativo, que regula todos los procedimientos públicos, cualquier acto o cualquier negocio jurídico realizado en fraude de ley es nulo de pleno derecho. Eso significa que se tiene por no realizado y, consecuentemente, incapacitado o impedido para producir efectos jurídicos de cualquier clase y naturaleza. Como si jamás se hubiese producido tal acto o negocio. Cualquiera que tenga una elemental idea de derecho, sabe que eso es un dogma sagrado.

Pues bien, eso es lo que tratan de perpetrar Psoe, Sumar, ERC, y JxC; partidos que ya han acreditado sobradamente con actos de peor índole su desprecio a la Constitución, al derecho y a la democracia.

Sin embargo, a mi modo de ver, siendo el asunto, desde la perspectiva política, muy grave, no queda sólo en eso la abyección y vileza de los hechos. Existe un cariz en el tema del que no han hablado los medios, ni los políticos, creo. Y es este: la operación, amén de civil y políticamente antijurídica, es también delictiva. Y lo es porque, desde el momento en que la constitución de un grupo parlamentario lleva aneja la asignación de cuantiosos fondos públicos que, de otro modo, el partido o partidos políticos que lo integran no recibirían, estamos ante un delito de malversación y de fraude. Del mismo modo en que, verbi gratia, el fraccionamiento de contratos públicos (esto es, por ejemplo, que un contrato cuyo importe de adjudicación sería medio millón de euros, se fracciona en contratos de menor importe para poder adjudicarlo arbitrariamente sin licitación pública; como hacía Laura Borrás, lider de JxC, condenada por fraccionar contratos para adjudicarlos a sus amigos), ese fraccionamiento, digo, para eludir la competencia está considerado delito; pues así, de igual manera, este baile indecente de diputados constituye un fraude a las arcas públicas. Mediante la apariencia, ya descrita, los partidos beneficiarios del grupo parlamentario obtienen para sí y sus diputados unos ingresos económicos que no obtendrían de respetarse escrupulosamente lo dispuesto en las disposiciones legales. Sobra decir que esos dineros salen de nuestros bolsillos, digo, de los que sostenemos y pagamos este tinglado con el fruto de nuestro trabajo. Los responsables penales de tales delitos son, obviamente, todos aquellos que, de una u otra forma, participan en los hechos delictivos y hacen posible que el delito se consume. Es decir, autores, inductores, colaboradores necesarios, cómplices, o sea, aquellos que pudiendo y estando en sus manos impedir la comisión del delito lo consienten sin embargo, y silentes encubridores.

Nada pasará, no obstante. Lo sé. Sé dónde vivo, estamos en España. Aquí, ya sabemos, la corrupción y la vileza se coronan y recompensan. La Unión Europea, metomentodo, que si te tiras un pedo dirá que te estás cargando el planeta, no dirá ni mú en todo esto, por supuesto.

El botín, como ya he dicho, saldrá de nuestros bolsillos; trabajadores y pensionistas, mayormente. Sólo se impone a la indignación e impotencia que me produce que me roben con tanta impunidad y descaro un hecho, que me arranca una mueca cercana a la carcajada: muchos de esos que pagarán la fiesta son los que han votado a los ladrones. Sarna con gusto no pica, dice el refranero; que disfruten, pues, lo votado.


Infernal agosto de 2023

LOS PAJARITOS

Por aquellas cercanías
ningún pájaro quedó…
(El milagro de san Antonio,
canción popular)

Al principio de mudarnos no le dimos importancia. Es más, disfrutábamos, nos agradaba. Todo formaba parte de un paisaje armónico, como de postal: los floreados jardines multicolores, la cristalina quietud del agua de las piscinas, el delicado equilibrio geométrico de los elementos arquitectónicos de la urbanización, el diverso verdor, a lo lejos, de los campos y las arboledas a orillas del río, salpicados con la resplandeciente albura de las casitas del pueblo vecino, todo bajo el excelso manto azul celeste y la mágica luz primaveral del aljarafe sevillano… y los pajaritos, muchos pajaritos, traviesos y juguetones, descarados y desinhibidos, trajinando frenéticamente briznas y yerbajos para sus primaverales nidos.

Yo les ponía miguitas de pan en el pretil de la terraza, y observaba cómo las devoraban en un santiamén, civilizadamente y sin discordia entre ellos, no como sucede en otras especies animales, incluidos los bípedos implumes, marcados por la avaricia. Así pasábamos plácidamente las mañanas, ellos y yo, en cordial armonía; llegaban, confianzudos y descarados, a penetrar incluso en la cocina. Hasta que un día Ana, emulando a Martim de Bulhôes, caballero honrado y prudente, padre de san Antonio de Padua, según refiere fray Marcos de Lisboa en su Crónica, me amonestó cariñosamente, con palabras que más bien parecían sacadas de la bella canción popular El milagro de san Antonio:

Mira Joselito,

mira, pae amado,

escucha que tengo

que darte un recado.

Eso de darles comida…

buen cuidado has de tener;

mira que los pajaritos

todo lo echan a perder.

Todo lo llenan de cacas:

el pretil de la terraza,

los cojines, las butacas;

la tierra de las macetas

con los picos me la sacan

y me dejan todo el suelo

más negro que alas de urraca.


Comprendí que llevaba razón, máxime considerando que la limpieza de la terraza y todos sus enseres estaba a su cuidado; pues nosotros, al igual que en la canción de Javier Krahe, tenemos repartida la tarea:

Todas las cosas tratamos

cada uno, según es nuestro talante.

Yo lo que tiene importancia,

ella todo lo importante.

Es cansado,

por eso, al llegar la noche,

ella descansa a mi lado

y mi voz en su costado...


Fue así como tuve que dar fin a esa especie de idílico himeneo, el de los pájaros, digo, por supuesto; no llego a ser como mi profesor de derecho natural que, ante la hipotética disyuntiva de tener que elegir entre su perro y su mujer, se inclinaba con inequívoca determinación por aquél.

Ana tenía razón. Pero no bastó con dejar de alimentarlos; los pajaritos seguían visitándonos, no sólo ya a la hora de la comida, sino que también se quedaban a dormir en nuestra terraza, tomando como aseladero los brazos del toldo y anidando en los abrigados recovecos, que tan hábilmente sabían encontrar.

El asunto seguía, pues, igual o peor. Los pájaros se habían hecho familiares y no había forma de echarlos de casa; como, al parecer, sucede hoy con los hijos en muchas familias, si hacemos caso de lo que nos cuentan los medios. De modo que hubo que tomar una decisión drástica -y un tanto cruel-: meterles miedo.

Así fue como -digámoslo así- contratamos en Leroy Merlín los servicios de un par de búhos, que colocamos, como dos robustos porteros de discoteca, en cada uno de los extremos del pretil de la terraza.

Los búhos cumplían escrupulosamente su cometido, atentos a todo, vigilando infatigables a diestro y siniestro, y, sobre todo, amedrentando despiadadamente a los pajarillos; que, poco a poco, dejaron de visitar nuestra terraza.

Aunque, de vez en cuando, aparecía algún despistado o algún inexperto polluelo, inocente y confiado, que incluso se posaba al lado del búho, la mayoría parecían seguir la pauta acordada de consuno por la comunidad pajaril: creemos que esos búhos, siempre inmóviles en el mismo punto, son cosa artificiosa más que real, pero, como dice José Mota, “...y si sí”, intuimos que no, pero y si sí…; más vale, entonces, ir a otras terrazas, que hay muchas donde elegir; eso, me figuro, debieron decir, y así lo hicieron.

Ahora me conformo con contemplar su vertiginoso y agitado laboreo por las zonas comunes y las terrazas de otros vecinos; en todo caso, me agrada verlos, tan hacendosos, tan ligeros, tan gráciles.

En cuanto a los búhos, ahí siguen. Lo cierto es que imponen mucho respeto, no solo a los pájaros, también a mí; sobre todo el que está situado a la derecha, que parece animado por un espíritu cotilla y burlón, pues, a menudo, cuando estamos desayunando, basta que me refiera a él para que, como dándose por aludido, gire la cabeza y fije en mí sus inquietantes y enormes ojos flavos y su amenazante pico negro. Será casualidad, pero no falla; y me da cierto repelús, no exento de curiosidad, porque ¿acaso no creó Judá León, gran rabino de Praga, al Golem, y, aunque no consiguió otorgarle el don de la palabra, le infundió la vida? ¿Por qué no, entonces, siendo tarea menos ardua, otra entrañable travesura pajarera de san Antonio?

Pues eso, me digo, y lo miro con ternura, como cuenta Borges que el rabí miraba a su criatura.

Tórrido agosto de 2023.

BEN-HUR

El alma suspira por lo que ha perdido
y se vuelve por completo hacia el pasado.
(Petronio, Satiricón)

Cuando se estrenó Ben-Hur en Cabra yo debía tener siete u ocho años, allá por los años sesenta del pasado siglo. Recuerdo que el impacto sobre nuestros infantiles hábitos fue tremendo. A partir de Ben-Hur lo primero que cambió fue la disposición de los caballos que tiraban de los carruajes, cuando jugábamos a los indios; que pasaron a ordenarse como si tiraran de una cuadriga en lugar de hacerlo de una diligencia o de una galera, emparejados en columna de a dos, en una o varias filas. La llegada al fuerte (una almenada caja de mantecados, si tocaba jugar en el patio de mi casa, o un fuerte de pequeños troncos verticales de plástico de color marrón oscuro, simulando madera sin desbastar, afilados en su punta como los lápices, y flanqueados en sus esquinas y a cada lado del portón de entrada por hermosas torres de vigilancia, si tocaba jugar en el jardín de los Finzi-Contini, que era la casa de Pepito Benitez-Cubero, el niño más rico de la calle y, tal vez, del pueblo), la llegada, decía, de las diligencias o de las caravanas de galeras de los colonos, escoltadas por el séptimo de caballería y perseguidas por los sioux o los comanches, se parecía entonces más a la entrada triunfal de las legiones victoriosas en Roma que a cualquier otra cosa. También los brindis con la gaseosa La Pitusa, que tomábamos de aperitivo los domingos o cuando íbamos al cine de verano, se vieron trastocados; en lugar de hacerlos chocando las pequeñas botellas de cristal, se realizarían desde entonces cruzando los brazos entrelazados a la altura del codo y gritando ¡Salve!

Ni siquiera el asunto onomástico se libró de la marca de Ben-Hur, nuestro compañero de colegio y de juegos, apellidado Mesa, pasó automáticamente a ser aludido como Mesala; aunque a él no le desagradó, pese a ser el malo de la película, aún carga con el estigma.

Pero lo más relevante, por no decir revolucionario, fue el drástico cambio en la forma del saludo. Pasamos a saludarnos, no ya del modo habitual, con un recíproco apretón de manos, sino asiéndonos mutuamente por los antebrazos, tal como se saludaron Mesala y Ben-Hur al reencontrarse. Como eramos niños no sabíamos entonces que, mucho antes que nosotros, ese fue también el saludo que habían adoptado los carbonarios -sociedad secreta de origen italiano, que en nuestro país lucharon contra el absolutismo borbónico y por la restauración de la constitución liberal-, saludo extravagante, muy en consonancia con la velada liturgia simbólica de dicha secta, según cuenta Pío Baroja en las Memorias de un hombre de acción. Afortunadamente para nosotros, ni las monjas del colegio ni los municipales -entre cuyas principales competencias se encontraba por entonces procurar que la probidad infantil, en sus comportamientos, juegos y costumbres, no sufriera quebranto- habían leído las novelas de Baroja, lo que nos libró de una segura reprimenda o un castigo o, incluso, hasta de una multa de por lo menos 10 reales, en caso de haber sido sorprendidos in fraganti en plena salutación; pues eso hubiese sido tan transgresor como saludar con el puño en alto, y no estaban los tiempos para tales frivolidades políticas, ni siquiera consentidas a los niños. No recuerdo que ninguna otra película influyera tanto en nuestros hábitos como lo hizo aquella. Claro que eso era cine de Hollywood, hay que decirlo; como, también, que el impacto que provocó en nuestras costumbres no pudo ser más ingenuo y candoroso; no como lo que suele suceder ahora.

No diré, como dijo Jorge Manrique, que cualquier tiempo pasado fue mejor; pero sí creo que, en cuanto a juegos, estos de los niños de hoy son una deplorable desnaturalización de la infancia. Leí el otro día en un periódico que una encuesta a 700 padres de familia revelaba que cerca del 70 % de los niños, menores de doce años, jugaban a ser youtubers, reproducían en el juego lo que veían en los vídeos de YouTube. Aprendices de influencers, como esa que explicaba en YouTube, con todo detalle, cómo cogían los japoneses los melones de los árboles. Futuros pastores del rebaño, creadores de opinión y hábitos, futuros líderes mundiales. Lamento contradecir a ese compendio de sabiduría que es ‘Amanece que no es poco’, y a Gabino Diego, esclarecido y conspicuo líder etoniano, pero los futuros líderes mundiales no saldrán de Eton en las próximas generaciones, sino de la escuela del maestro Ciruela.

No es de extrañar, pues, que así nos vaya: vivimos inmersos de lleno en lo que Jean D’ormesson llamó la ineptocracia: un sistema en el que los menos preparados para gobernar son elegidos por los menos preparados para producir; claro que, aunque no la bautizó así, la idea ya la aventuró antes Juan Benet en su novela Saúl ante Samuel: “Te lo predigo, el próximo tonto de la familia se dedicará a la política”, y, mucho antes que Benet, la alumbró Willian Faulkner cuando se refería al senador Snopes y a los de su casta, como incapaces de ganar un dólar por sí mismos. Parece que la cosa viene, pues, de lejos, tanto en el tiempo como en el espacio; pero yo percibo que nos ha tocado vivir la época dorada de la ineptocracia, perfeccionada, además, hasta la náusea, con el elemento vernáculo, que ningún otro país de nuestro ámbito cultural toleraría: el robo y la malversación. Ante tal panorama, consuela echar la vista atrás.


Desalentado agosto de 2023