Ha transcurrido casi un mes desde que el Presidente del Tribunal
Supremo, el del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía, el de la Junta de
Andalucía y el Consejero de Justicia se reunieran para comer en el Palacio de San
Telmo, sede de la Presidencia del Gobierno. He dejado pasar el tiempo para que
las vísceras no usurparan el lugar de la razón, obsesionado como estoy con la
idea de la Justicia y de la Libertad.
Precaución inútil; pues mientras escribo esto la sectaria asociación
judicial “Jueces para la Democracia” —a
la que no escandalizan lo más mínimo hechos como el referido, ni cualquier otro
cuyo autor sea un “gobierno progresista”— se deja caer, de nuevo, con otro
capcioso comunicado (video-panfleto, para ser exactos) atacando las políticas
del Gobierno; de similar cariz al que divulgó con ocasión de la aprobación de
la reforma laboral (no la de Zapatero del 2010, ¡qué va, qué creían ustedes!.
No, la de Rajoy del 2012, por supuesto). Lo mismo que dijimos entonces,
sostenemos ahora: No corresponde a los jueces la potestad legislativa; ni
tampoco, desde luego, emitir juicios sobre la idoneidad y oportunidad de las
leyes y, mucho menos, sobre las supuestas intenciones del legislador. Lo que
constitucionalmente compete a los jueces es aplicar la ley legítimamente
promulgada. Es inadmisible en un juez la crítica de las leyes, del mismo modo
que lo sería que el Parlamento pusiera en cuestión las decisiones de los
jueces. Si eso se admitiera, estaría en cuestión la democracia. Si el juez
considera una ley contraria a la Constitución, lo procedente es plantear
cuestión de inconstitucionalidad ante el órgano al que la Constitución atribuye
en exclusiva la potestad de declarar la inconstitucionalidad de las leyes. Si
no, cualquier otra cosa será una antidemocrática extralimitación, inadmisible
en un estado de derecho.
El juez, como cualquiera, puede tener opinión sobre lo que percibe.
Pero lo que no es en él admisible es la exteriorización estructurada y
concertada de sus prejuicios o impresiones. El juez que no es capaz de embridar
el prejuicio y anularlo, sometiéndolo a la racionalidad jurídica, pierde la
equidad, la objetividad y la imparcialidad en el juicio. Se supone que el video-panfleto
de JpD expresa el sentir y parecer de todos sus adheridos y, por tanto, a todos
los inhabilita, por su falta de imparcialidad, para conocer cualquier asunto
que dependa de la aplicación de las leyes y disposiciones que critican. La
ciudadanía tiene derecho a conocer los nombres de esos jueces que ya han
anticipado su veredicto, precisamente para poder hacer valer y proteger su
derecho constitucional a un juez imparcial.
En cuanto a los sibaritas próceres, habría que advertirles, por si no
lo saben, que esas veladas gastronómicas rebajan y envilecen las Instituciones
a las que representan y, más grave aún, constituyen una burda falta de respeto,
un insulto despreciable, a la ciudadanía a la que deberían servir y respetar.
Porque es inaceptable en democracia una reunión como esa. Máxime cuando
a la salida el Presidente del Tribunal Supremo soltó un eructo contra la Juez
Alaya (lo que, por otra parte, induce a pensar que formó parte del menú). Menú
que probablemente tuvo aperitivos variados sobre la reordenación del sector
público y, de plato principal, ERE y mucho ERE sobre lecho de INVERCARIA; plato
de difícil digestión, lo que explicaría las flatulencias de los comensales. No
estaría de más que nos dijeran de qué hablaron, qué comieron y cuanto nos
costó, además, la infamia.
Si esto fuera una democracia; si en este país pudiera encontrarse un
poco de vergüenza más allá de un jefe de negociado, el Consejo General del
Poder Judicial abriría una investigación sobre hechos como estos.
Pero ¡quia!, ambos hechos comparten un mismo origen y fundamento: la
liquidación de la separación de poderes por la mano de un sistema político
partitocrático. PP y PSOE —con la colaboración necesaria de CIU, PNV e IU— se
han adueñado del Estado. Han establecido un régimen en el que las oligarquías
partidarias usurpan la soberanía popular, instrumentalizan los poderes del
Estado y los someten a sus intereses sectarios. Felipe González guillotinó a
Montesquieu, Guerra lo enterró y Gallardón le ha costeado un faraónico
mausoleo.
La degradación de nuestras Instituciones —empezando por la Justicia— es
tanta que los sujetos que las representan, para no desentonar, se adaptan al
contexto. De otro modo no se explicaría la impudicia con que han actuado los
referidos comensales y los cofrades de la nefasta asociación, a los que reitero
que a la democracia le sobran defensores como ellos y le faltan jueces
independientes e imparciales. El único elemento que ha de estar presente en la
función jurisdiccional es el Derecho. Sólo en los regímenes totalitarios la
ideología impregna y contamina el raciocinio jurídico.
¡Malaventurados los que aman la Libertad y la Justicia, porque aquí no
les faltarán motivos de aflicción!
Max Estrella, cesante de
hombre libre
Junio, 2013