La
filantropía institucionalizada y la intromisión del estado en la esfera de las
relaciones privadas entre los individuos ha extirpado de cuajo la caridad (auxilio
que se presta a los necesitados) y la solidaridad. Hoy día, éstas se practican
fundamentalmente a través de las denominadas ONGs; que, paradójicamente, contra
lo que definen sus siglas (organizaciones no gubernamentales), no dejan de ser
en esencia organizaciones gubernamentales, pues sus recursos provienen, si no
en su totalidad sí en su mayor parte, de los presupuestos públicos. Siendo eso
así, nada de solidario o caritativo hay en quien subviene obligado, ya que
nadie paga impuestos si no es mediante la coacción legal. Si a ello añadimos
que una parte muy considerable de los fondos que reciben tales organizaciones
no se destina a los fines que las justifican sino al mantenimiento de sus
propias estructuras burocráticas, el invento parece muy cuestionable.
Por otra
parte, en la inmensa mayoría de estas organizaciones, el elemento humano –desde
sus directivos (que han encontrado en el negocio de la solidaridad una fastuosa
forma de vida) hasta el último de sus empleados- son mercenarios (DRAE: Persona que desempeña por otra un empleo o
servicio por el salario que le da), no ofrecen gratuitamente su tiempo y
sus capacidades por una causa o un propósito, no son en modo alguno personas
altruistas, como sí ocurría en otros tiempos que yo he conocido. Hoy, de
existir algo así, sería algo raro y extraordinario; sólo conozco el caso del
banco de alimentos, que sobrevivió milagrosamente al intento ‘estatalizador’
del gobierno socialcomunista de Andalucía.
No
pretendo decir con esto, ni mucho menos, que el estado no deba proveer lo
necesario y conveniente a quienes padezcan la adversidad, el infortunio o la
calamidad. De hecho, lo lleva a cabo a través de las políticas de protección
social, que tienen su sustento en la fiscalidad. De modo que los
desafortunados, en tanto que ciudadanos, adquieren en tales circunstancias
adversas la condición de sujetos de derechos respecto al estado. Nada que ver,
por tanto, con la solidaridad y la caridad, que tienen su origen en la
predisposición virtuosa de las personas y no en las leyes.
La
confusión entre ambos conceptos es cosa frecuente hoy; y no es raro, por tanto,
que exijamos como derecho aquello que el otro no soporta como obligación sino
como liberalidad.
Sirva
este exordio para dar paso al relato de algo de lo que fui testigo en cierta
ocasión; o, inversamente, sirva el relato de la anécdota para ilustrar lo
expuesto anteriormente: Cerca de la catedral de Lugo un pedigüeño, entrante en la madurez
pues no tendría siquiera cuarenta años, se dirigió a un sacerdote casi anciano
pidiéndole una limosna para comer. El sacerdote le indicó que si lo que
necesitaba era comida acudiese al comedor social de Cáritas. El mendigo le
espetó alterado en tono altanero: “¡Oiga!
que el comedor social lo pagamos todos, ¡eh!,” así, tal cual, en plural:
‘lo pagamos’. No obstante, el clérigo le dio un euro, y tal gesto de humildad y
generosidad no hizo sino irritar aún más al sablista, que continuó en mitad de
la calle, enardecido y chulesco, su diatriba contra quien lo socorría y su
sermón progre sobre sus derechos y
las correlativas obligaciones de los demás, aprendido probablemente en las
tertulias de Telecinco o la Secta. Al poco rato volvimos a
encontrarlo, en una de esas bellas calles porticadas, en la puerta de un bar
tomando una birra con un colega y liando un cigarrillo, puede que un porro.
Me acordé
del gangoso y ciceroniano pirata negro de los cómics de Asterix, incapacitado
para pronunciar la erre, y dije como él, para mis adentros: ¡Oh tempo’a, oh
mo’es!
Incierto
enero de 2021