No
piense el lector que el título de esta pieza da entrada a una
historia trágica, como la que anunciaba, con parecidas palabras, el
irónico poema de Ángel González:
Sí,
fue un malentendido.
Gritaron:
¡a las urnas!
Y
él entendió ¡a las armas!, dijo luego.
Este
malentendido es de otra naturaleza, menos truculento, más inocuo. Y
es que esta vida moderna 3.0 que vivimos, que facilita, es verdad,
muchos trabajos y alivia muchas fatigas de nuestra azarosa y pesarosa
existencia, y que, también, nos exonera de la pesada carga de pensar
y escrutar y constatar y decidir, es decir, de vivir, si entendemos
por vida ejercer de seres libres, no está exenta tampoco de un
indisociable componente de menoscabo y desprecio de nuestra
intimidad; pues parece que es inherente a su esencia el hecho de
hurgar indecorosamente en ella, sin que conscientemente, las más de
las veces, hayamos dado pie o hayamos invitado a otros a
congratularse o condolerse con nuestras dichas y pesares, o sea, a
inmiscuirse en nuestros sentimientos más íntimos.
Siendo
eso así, y pese a que no puedo calificarme en modo alguno de adepto
a eso que llaman ‘redes sociales’ pues, siendo fanático de la
libertad, cualquier red me resulta abominable, parece ser que, no
obstante, hoy en día el mero hecho de transitar la existencia, aun
en calidad de ermitaño, te expone o, más bien, te atrapa, de modo
inevitable, en la tela de araña de alguna de esas redes.
Y
así, regularmente, con una calculada frecuencia que, dicho
poéticamente, como lo dijo Borges emulando al nobel John
Galsworthy, se
me antoja similar a aquella con que retornan las cifras de una
fracción periódica, Google,
haciendo de moderna divinidad, trastoca el devenir del tiempo y me
devuelve a la
realidad del
presente lo
que ya era polvo, olvido y nada; y me acompaña y guía, como hiciera
la sibila cumana con Eneas en su viaje al Hades, en esta inesperada
travesía por las
recónditas profundidades de
olvidadas dichas...o cicatrizados pesares, porque, a la postre, ¿qué
sabe el algoritmo acerca
de la línea divisoria de
esas
humanas cosas, de angustias y
congojas
o de sutiles y vaporosos gozos?
Pues
en esa tarea suya, digo, Google me hizo recordar, o tal vez sería
más apropiado decir aprender, a palos, dolorosa o amargamente, como
suelen aprenderse casi todas las cosas en esta vida, pues, como dice
Eduardo Mendoza, toda experiencia resulta tardía, que el maldito
algoritmo goza de las potencias del alma humana, y es capaz de
discernimiento y raciocinio, incluso con más rigor del que nosotros
acostumbramos a usar. Digo esto porque en esta ocasión Google,
haciendo ostentación de dicha capacidad intelectual, pareciera
querer polemizar sobre ello y refutar mis elucubraciones acerca de su
incapacidad para discernir sobre sentimientos y emociones, y
pretendiera, también, burlarse sarcásticamente de mi humana
ingenuidad.
Resulta
que, tras largos años de reclusión doméstica por causa de
accidentes y enfermedades, y de que los intentos de evasión
resultaran todos ellos frustrados por la misma causa, no tuvimos más
remedio que procurar hacer efectivo, para que no caducara, el regalo
de Reyes, de tres años atrás, de uno de nuestros hijos: un bono de
estancia en Paradores. Y así, buscamos uno cercano, a no más de dos
horas de viaje, que nos permitiera un pasar relajado y apacible y la
posibilidad de disfrutar de un bello paisaje y de una amplia oferta
gastronómica que pudiera acomodarse a nuestro veleidoso y delicado
estado de salud, y, dado el caso, volvernos a casa prontamente. Y
así, decidimos irnos al Parador Málaga Golf; un hotel apartado,
pero muy bien comunicado con los turísticos pueblos de la costa
occidental malagueña, en un bello paraje a orillas del Mediterráneo,
enclavado en las verdes praderas de un campo de golf. De todas las
cosas bellas que ofrecía el lugar, como las magníficas vistas de la
playa y el inmenso mar azul, donde en ciertos momentos propicios la
luz lo hacía indistinguible del cielo, y donde en la apacible
oscuridad de la noche algún crucero con sus festivas luces
transitaba la línea del horizonte, como salido de una película de
Fellini, o los alegres y traviesos y desvergonzados pajaritos,
autoinvitados al aperitivo en la mesa de la terraza, de todas esas
cosas, digo, al maldito algoritmo no se le ocurrió otra cosa que
revivir un malentendido.
Porque
nada más entrar en la habitación nos encontramos, cuidadosamente
expuesto para llamar la atención sobre las demás cosas, un tarjetón
con el logotipo de Paradores reposante en plano inclinado sobre una
pequeña caja de cartulina blanca que bajo el sobresaliente epígrafe
en negrilla y mayúsculas TORTA CARTAMEÑA seguía con la siguiente
leyenda: “Dulce de sartén tradicional de la repostería
española, receta recuperada del recetario popular andaluz.
Bienvenidos al Parador de Málaga Golf”. Mientras yo leía la
tarjeta, Ana, incontinenti, pues no le falta destreza ni intuición
ni curiosidad, ya le había hincado el diente a la torta, tarea en la
que, dejando a un lado la tarjeta, la acompañé gustosamente. Cuando
nos disponíamos a recoger los restos del naufragio, nos dimos cuenta
que al lado de la cajita de tortas había otro tarjetón, colocado
más discretamente, del director del parador, que decía: “Estimado
Sr. Pallarés, Bienvenidos al Parador de Málaga Golf. Disfruten de
su estancia.”
¡Atiza!
,como dijo uno, nos habíamos zampado las tortas de Pallarés. Los de
Cabra del pasado siglo sabrán perfectamente lo que eso implica. A
los demás lectores, si hay algún otro, les diré que en el siglo
pasado Pallarés no sólo pasaba por ser el hombre más rico del
pueblo, sino por el mismísimo paradigma de la riqueza local. No
habrá en todo el pueblo un paisano de mi generación al que, siendo
niño, sus padres no le hayan espetado “¡¿pero tú te has
creído que yo soy Pallarés?!, no digo ya ante la petición de
una bicicleta o unos patines, sino de un helado o una bolsa de
patatas fritas. A mi me contó uno que tenía el privilegio de tener
en su pandilla a algunas chicas pallaresas, que hablando de esas
cosas de que hablaban los hijos de la emergente burguesía
franquista, esto es: mi padre se ha comprado un televisor de 25
pulgadas, el mío un biscúter, pues el mío un Seat 600, etc., dice
que dijo una de ellas: pues mamá tiene ocho mil olivos, lo
que le valió a partir de entonces ser aludida, naturalmente a sus
espaldas, como la chochomil olivos. Incluso yo mismo he
llegado a decir a mis hijos ¡que no soy Pallarés!, aunque no
comprendieran ya el significado del exabrupto.
Nuestro
primer impulso fue bajar a la recepción y explicar el malentendido,
pero, claro, ya nos habíamos comido las tortas, apenas quedaban unos
ostugos del manjar, no iban
a creer que habíamos actuado siguiendo
los principios del adagio latino: primum
vivere, deinde philosophari,
o, en todo caso, sin
malicia, precipitada y atolondradamente, pero sin malicia. Por
otra parte, pensé yo y me abstuve de trascender
el pensamiento a la palabra para que Ana no me dijera que siempre
estoy levitando, al sr. Pallarés le habrían dado otra habitación,
probablemente la que me estaba destinada, y habría tenido la ocasión
de saber y sentir lo que es no ser un
Pallarés;
enseñanza moral más rica que una torta cartameña, y más valiosa.
De
modo que decidimos borrar todo rastro de la infamia como si fuésemos
el Fiscal General del Estado, o sea, como vulgares delincuentes, y lo
tiramos todo a la papelera, las tarjetas, la cajita y los restos de
la torta.
Aunque
en honor a la verdad no todo fue a la papelera, me quedé con el
placer, el singular placer espiritual, que
gracias a la ruindad del algoritmo de Google comparto con el amable
lector, de
haberme sentido, aun por breve tiempo, un Pallarés. Aunque fuera un
Pallarés de chichinabo, un Pallarés sin
atributos, un Pallarés sin sombra, ni
del sol ni de la luna, como cuentan que le dijo un paisano al senador
don
Luís Pallarés Delsors, cuando este le espetó, para hacer efectivo
algún privilegio de los pallareses: Oiga,
buen hombre, usted no sabe con quién está hablando. Soy don Luís
Pallarés Delsors.
Y el paisano, muy sensatamente y muy egabrensemente, le respondió:
ni
del sol ni de la luna, aquí
semos tós iguales.
Agosto de 2025