El gobierno socialista
ha convertido la administración andaluza en una deformación impúdica y grotesca
del modelo constitucional, incluido el de su función pública. Los legítimos
empleados públicos de la administración andaluza han quedado reducidos a una
minoría en el “tótum revolútum” en que se ha convertido la función pública. En
efecto, entre las decenas de miles de empleados de empresas, fundaciones y
consorcios, recientemente transmutados en empleados públicos de las agencias
creadas en la ley del enchufismo; los miles de externos, empleados de empresas
testaferro de la propia administración; los cientos de contratados como
autónomos, bajo contratos administrativos fraudulentos de servicios,
consultoría o asistencia técnica; y los miles de correligionarios que el
régimen ha conseguido incrustar en la administración en diversos procedimientos
de selección a los que ha conseguido dar cobertura de legitimidad, en ese
contexto, en ese revoltijo, decimos, los auténticos empleados públicos han
quedado reducidos a una minoría.
Ese era y es el proyecto
socialista de Administración y Función Pública: la voladura y liquidación del
modelo consagrado en los artículos 23 y 103 de la Constitución.
Frente a ese modelo
partidista y antidemocrático, algunos –tal vez muchos- reivindicamos otra
Administración y otro modo de servirla; que no son otros, entendemos, que los
de nuestra Constitución:
I.
UNA
ADMINISTRACIÓN SOMETIDA PLENAMENTE A LA LEY Y AL DERECHO.
Lo que entraña la
fijación de unos límites a la actuación administrativa. La Administración del
Estado de Derecho no es un ente omnipotente y libérrimo, que no conoce otros
límites que los de su voluntad. La Ley, como expresión solemne de la voluntad
popular, es el soberano en un Estado de Derecho. La soberanía popular se
manifiesta formalmente en la Ley. Nada hay por encima de ella, nada ni nadie
que no quede sometido a su imperio.
El principio de
legalidad en el ámbito administrativo supone no sólo que la Administración ha
de abstenerse de hacer lo que la Ley proscribe, sino que, al propio tiempo,
constituye una especie de marco habilitante para la actividad administrativa,
dentro de cuyos límites ha de desenvolverse necesariamente ésta; dicho de otro modo,
la Administración sólo puede hacer aquello para lo que esté habilitada por la
Ley. A diferencia de los ciudadanos, que lícitamente todo lo pueden, excepto
aquello que esté expresamente prohibido por la Ley.
No armoniza con nuestro
sistema constitucional la existencia de limbos normativos, que,
desgraciadamente, en los últimos años, con tanta frecuencia han servido de
caldo de cultivo y coartada a actuaciones de la Administración al margen del
Derecho.
II.
UNA
ADMINISTRACIÓN AL SERVICIO DE LOS INTERESES GENERALES.
El poder, casi omnímodo, y dilatado en el tiempo, del
partido gobernante –y su propia idiosincrasia- han generado una concepción
patrimonialista de la Administración Pública, como instrumento de la acción
política. Durante estas tres décadas la oligarquía partidaria gobernante ha ido
de forma progresiva y sutil –y, a veces, no tan sutilmente- corrompiendo la
naturaleza de las instituciones hasta ponerlas al servicio de sus propios
intereses, los del partido e, incluso, en ocasiones, ni siquiera eso sino los
muy particularísimos del líder o del propio grupo dominante (por ejemplo, caso
MATSA) Esta confusión perversa de intereses tiene una importante manifestación
en la apropiación que el partido hace de los órganos directivos de la
Administración; considerándolos botín electoral, disponen de ellos como cosa
propia, al margen de criterios de competencia y mérito en lo personal, y de
beneficio e interés social, en lo objetivo. Y es de gran importancia esta
cuestión, porque quienes acceden a tales responsabilidades, no por legítimas
motivaciones, sino por militancia, o simpatía partidista, o afinidad
ideológica, ponen el foco de su lealtad y de su actividad no en el bien común,
como debieran, sino en el servicio de sus señores y de sus intereses. La satisfacción
de los intereses generales queda así postergada; y se atenderá a ella en tanto
en cuanto no se halle en conflicto con los intereses partidistas.
Así pues, es
absolutamente necesario que el factor partidista esté totalmente excluido en la
toma de decisiones administrativas; y que los funcionarios que participan en
ellas estén libres de toda servidumbre sectaria.
III.
UNA
ADMINISTRACIÓN QUE ACTÚE CON OBJETIVIDAD.
Que la
administración actúe con objetividad lleva implícito el rechazo de la
arbitrariedad, y guarda estrecha relación con lo dicho sobre el principio de
legalidad, del que son necesario corolario. Demandar objetividad en la
actuación de la Administración puede parecer una perogrullada, sin embargo,
lamentablemente, las actuaciones arbitrarias son demasiado frecuentes en
nuestra experiencia diaria, tanto en nuestra condición de ciudadanos como de
empleados públicos. Y lo que es aún más lamentable, las arbitrariedades de la
Administración están institucionalizadas en nuestro sistema y son aceptadas resignadamente,
o son escasamente contestadas por sus víctimas, e, incluso –y esto es peor-,
por los jueces y tribunales. Y ello, porque están revestidas –más bien,
disfrazadas- con el manto de la discrecionalidad. El ejercicio de potestades
discrecionales se convierte con demasiada frecuencia en nuestra Administración
en monumento a la arbitrariedad. La delgada línea que separa la
discrecionalidad de la arbitrariedad se llama motivación; es decir, la
acreditación a los ojos de todos de que la actuación administrativa es acorde
con los fines que la justifican, proporcionada en cuanto al uso de los medios e
instrumentos empleados para su consecución, objetiva en lo material y lo
formal, y acomodada a la ley. Esta línea es transgredida diariamente por
resoluciones huérfanas de toda explicación, en lo que constituye un ejercicio
prepotente de las potestades públicas. Estas prácticas son un cáncer en nuestra
Administración.
IV.
UNA
ADMINISTRACIÓN EFICAZ Y AUSTERA.
Hablar de eficacia,
también parece obviedad. Pero cuando nos referimos a una Administración eficaz
no sólo estamos señalando la capacidad para hacer realidad un propósito o
lograr un efecto determinado, sino que, y sobre todo, nos referimos al uso
apropiado de los recursos públicos, de modo que el fin perseguido por la
actuación administrativa se consiga con los menores costes. No es aceptable lo
que la Cámara de Cuentas puso de manifiesto en su informe de fiscalización
sobre el Programa de Transición al Empleo de la Junta de Andalucía (Proteja),
esto es, que el coste por alumno en los cursos de dicho programa superó los
12.000 euros; muchísimo más caro que un máster universitario de alta
cualificación; hubiese salido más barato al contribuyente mandar los alumnos a
Oxford. Eso no es eficacia, es derroche, o algo peor.
El dinero del
contribuyente es sagrado; máxime en un sistema fiscal donde la carga tributaria
recae especialmente sobre los asalariados. Por tanto, el despilfarro y el gasto
innecesario, sobre todo el suntuoso y suntuario, son inaceptables en una Administración
verdaderamente democrática, y deviene en necesidad perentoria –harto más en
estos tiempos de penuria económica (y ética)- la reducción drástica y ejemplar,
y, en su caso, la eliminación de todos aquéllos gastos que tienen por finalidad
el sostenimiento de privilegios, o la compra de lealtades clientelares, o la
promoción de actividades privadas de escasa o nula utilidad y beneficio social.
La eficacia y la
austeridad han de imponerse como principios de actuación de la Administración
pública, al tiempo que conviene advertir a quienes se valen de tales conceptos
como excusa para huir del derecho administrativo o buscar atajos en la
aplicación de la ley, que tales prácticas sólo conducen –según ha quedado
demostrado- a la corrupción y al despilfarro, al expolio de lo público y al
enriquecimiento de parásitos sociales sin escrúpulos, llámense, incluso,
sindicatos.
Buena prueba de ello la
tenemos en la mal llamada “reordenación del sector público andaluz”, que
venimos combatiendo desde su gestación, donde una costosísima –e inútil, desde
la perspectiva de su utilidad social- operación partidista es disfrazada
cínicamente por el gobierno como una medida orientada a mejorar la eficacia y
promover el ahorro; así podía leerse en la norma fundacional de tal engendro:
“...utilizar la reestructuración el sector público de forma que pudieran
obtenerse ganancias de eficiencia, contención del gasto y ahorro orientados a
la mejora de los servicios públicos...la reordenación del sector público
no sólo persigue una mayor racionalización del gasto, sino que además se dirige
a incrementar la eficiencia en la prestación de servicios a los ciudadanos...”
Frente a eso, hay que
insistir en que la observancia escrupulosa de la ley y de los principios
constitucionales que inspiran el funcionamiento de la Administración nunca ha
supuesto un obstáculo para que la actividad administrativa resulte eficaz y
racional en el empleo de los recursos públicos, más bien, por el contrario, ha
sido el presupuesto necesario para ello.
V.
UNA
ADMINISTRACIÓN RESPONSABLE.
La Constitución
garantiza el principio de responsabilidad de los poderes públicos. Esta es una
cuestión importante, porque, en buena medida, la irresponsabilidad es la
causante de la podredumbre que aqueja a esta Administración. El deterioro y
degradación del modelo constitucional de Administración hasta su conversión en
un instrumento partidista, han sido posibles, precisamente, porque los
responsables de ello no han tenido nunca que responder de sus acciones. Valga
como ejemplo reciente una sentencia del Tribunal Superior de Justicia de
Andalucía, que todos tenemos en mente, en la que se afirma que la
administración ha actuado con absoluto desprecio del estado de derecho;
y podríamos preguntarnos ¿y qué consecuencias ha tenido para los responsables
de tal actuación el hecho de haber sido desenmascarados por un alto Tribunal de
tal manera? Obviamente, ninguna. Ninguna consecuencia. Ni en este ni en los
miles de casos en que se ha actuado de manera similar. En este régimen rige el principio
de irresponsabilidad, y es preciso acabar con ello.
Y este modelo de
Administración, se conforma y complementa con un modelo de Función Pública:
1. UNA FUNCIÓN PÚBLICA
PROFESIONAL.
La Constitución ha
optado para los servidores públicos, con carácter general, por un régimen de
naturaleza estatutaria diferenciado del que rige las relaciones jurídicas
laborales del resto de los trabajadores. Este régimen debe ser establecido por
la Ley, y también corresponderá a ésta –no al gobierno- la determinación de en
qué casos y condiciones pueden reconocerse otras vías para el acceso al
servicio público, bien entendido que el ejercicio de las potestades públicas
inherentes a la competencia de los órganos administrativos ha de adscribirse en
exclusividad a quienes ostentan la condición de funcionarios.
2. UNA FUNCIÓN PÚBLICA REGIDA POR EL MÉRITO Y LA IGUALDAD DE
OPORTUNIDADES.
Lo dispuesto en los
artículos 23 Y 103 de la Constitución no da lugar a equívocos: Todos los
ciudadanos tienen idéntico derecho a acceder al ejercicio de las funciones
públicas. Sin distinción. Conforme, exclusivamente, a criterios basados en la
capacidad y el mérito.
Lo que expusimos al
comienzo de estas páginas desmiente ese mandato constitucional, y lo convierte
en papel –discúlpeseme- meado. En el acceso a la función pública andaluza, como
en la granja de la obra de G. Orwell, unos han sido más iguales que otros. Y en
cuanto a la competencia y al mérito, este régimen, en tanto que totalitario, no
ha promovido ni valorado el esfuerzo personal y la excelencia, sino la
mediocridad y el sometimiento. Ya lo dijo uno de sus muy ilustres dirigentes,
multiconsejero incombustible: “no hace
falta que sepan, basta que sean dóciles y sumisos…”, y lo ha validado una
ingenua. diputada socialista, con 25 matrículas en su carrera: “en el psoe no se valora el mérito”.
3. UNA FUNCIÓN PÚBLICA
QUE VALORE LA IMPORTANCIA DE LA PROMOCIÓN PROFESIONAL.
Esta es una
característica que no puede desvincularse de las anteriores. El derecho a la
promoción profesional es uno de los aspectos más importantes de la relación
laboral, tanto o más que el aspecto retributivo. El derecho a la promoción
mediante el trabajo está reconocido en la Declaración de los Derechos del
Hombre y, por supuesto, la Constitución Española lo consagra en su artículo
35.1; pero, como tantos otros, queda en agua de borrajas a efectos prácticos.
El derecho a la
promoción profesional es otra de las clamorosas deficiencias de la
administración socialista. Valga como ejemplo lo que ocurre en los cuerpos superiores
de la administración –grupo A- donde la carrera administrativa es
incontestablemente inexistente. En la mayoría de los casos, a los dos o tres
años de ingresar en la Administración, los funcionarios de este grupo han
conseguido alcanzar el máximo nivel administrativo que –dependiendo
exclusivamente de sus méritos- podrán alcanzar en la Administración (nivel 25)
A partir de ahí (y hasta su jubilación pueden pasar más de 35 años) sólo les
queda, para poder promocionar profesionalmente, que el poder político les
beneficie con su condescendencia.
4. UNA FUNCIÓN PÚBLICA
IMPARCIAL.
El artículo 103.3 de la
Constitución establece que “La ley regulará el estatuto de los funcionarios…y
las garantías para la imparcialidad en el ejercicio de sus funciones”. Para que
la actuación administrativa sea objetiva y pueda atenderse al fin supremo de la
satisfacción de los intereses generales, es necesario que existan garantías
para que el desempeño de las funciones públicas pueda hacerse con
imparcialidad.
La garantía de la
imparcialidad tiene una doble vertiente: Por un lado, impedir que en el
desempeño de la función el empleado público actúe interesadamente, conforme a
intereses espurios, ya sean inmateriales, ideológicos o de naturaleza más
prosaica. Una garantía de naturaleza negativa que actúa como límite en el
desempeño.
Por otro lado, la
garantía positiva o activa de la imparcialidad; aquélla que tiende a la procura
de que el funcionario no se vea perturbado por presiones ilegítimas en el
desempeño de su función.
En ninguno de los dos
aspectos, en contra de lo proclamado por la Constitución, se ha visto amparado
el ejercicio imparcial de la función. No existen en nuestro ordenamiento
jurídico instituciones o procedimientos de amparo de la imparcialidad
funcionarial ante las presiones internas o externas; y si existen, no
funcionan. El gobierno no sólo no ha propiciado su establecimiento, sino que al
amparo de la inexistencia de tales garantías ha encontrado el terreno abonado
para la satisfacción de sus intereses partidistas sin encontrar oposición.
El gobierno socialista ha degradado el
modelo constitucional para acomodarlo a sus propósitos de dominación política
hegemónica. Por fortuna, ese proyecto aún no está perfeccionado, aunque poco le
falta. Y no lo está porque, entre otras causas, inesperadamente, el régimen se
ha encontrado con la firme y resuelta oposición de un sector importante de los
afectados. Podemos evitar la consumación de ese despropósito antidemocrático.
Aún es tiempo, pero hace falta disposición. El día 25 tenemos una oportunidad –quizá
la última- para poner freno a este estado de cosas, y poder gritar a este
gobierno desleal, que ha humillado la Constitución, lo que el Pueblo cantó al
Rey felón en 1820:
“Tú que no quieres lo
que queremos,
la Ley hermosa hecha en
bien nuestro:
Trágala, trágala,
trágala perro…”
Max Estrella, cesante de hombre libre.
Marzo, 2012