Con este título es inevitable que
nuestro cerebro —que funciona mediante el mecanismo de la asociación— no nos
remita a una de esas películas españolas o italianas de la época del destape llenas
de fontaneros faunescos, clérigos rijosos y gachís de sinuosos contornos.
Y es que, más o menos, si uno
conoce a los personajes, el asunto del relevo del Defensor del Pueblo no
desmerece en nada si se compara con el guión de una de esas películas.
Escribir sobre las Instituciones
andaluzas es una de esas cosas en las que la tinta empleada vale más que las
palabras, y éstas harto más que lo que significan. Tal es el grado de
descomposición, deterioro y podredumbre alcanzado tras tres décadas de ejercicio
omnímodo del poder por parte de un partido de pulsiones totalitarias. No habría
de librarse de ello la institución del Defensor del Pueblo.
Hace casi dos años que en estas
mismas páginas (http://hemeroteca2.porandalucialibre.es/actualidad/actualidad-general/2711-defensoridel-pueblo.html)
manifesté mi desconfianza sobre el sujeto. Probablemente pecando de soberbia
—aunque di mis razones, y a ellas me remito—, ni siquiera otorgué el beneficio
de la duda a la Institución. O, como dirían los más viejos de mi pueblo, ni
siquiera respeté el casco y el capote; y es que, según oí contar a mi padre en
diversas ocasiones, cierto año en la celebración del carnaval, antes de que el
franquismo lo prohibiera, la mordacidad popular dio en arremeter contra la
autoridad —como no podía ser de otra manera— representada en su cuerpo ejecutivo
por antonomasia, esto es, en los municipales. Decía la letrilla: “Silencio,
callad, ahí viene la noble figura de un municipal; al casco y al capote vamos a
cantarle la Marcha Real…”. Mis paisanos de la época fueron, indudablemente, más
tolerantes e indulgentes que yo.
Las Instituciones enaltecen a
quienes las representan; o, parafraseando a Jebediah Springfield —el pirata
fundador de la mítica ciudad a la que da nombre— ensanchecen al hombre más pequeño, y viceversa. Claro que lo mismo
ocurre cuando lo que está sobre el tablero no es prestigio, sino descrédito.
Sin duda, el Defensor saliente ha
estado a la altura de la Institución. Una Institución pomposa, tan inútil como
costosa; que no sirve sino para la apariencia. A los hechos me remito. Sin
duda, Institución e inquilino se retroalimentan; quiero decir, retroalimentan
su desprestigio. El Parlamento ningunea a la Institución; pero, claro, el
Defensor del Pueblo, desde el inicio de su mandato, ha sido el primero que no
la ha respetado. Porque, díganme si no es ofender los principios sacrosantos de
la Institución —que se proclama ajena a banderías y partidos, y en cuya esencia
ha de estar, necesariamente, su independencia respecto a estos— repartir las
adjuntías conforme a criterios partidistas, como si se tratase de un botín. Un
adjunto para cada uno de los partidos políticos con representación
parlamentaria. Habría que preguntarse: ¿No dice la ley que los adjuntos los
nombra el Defensor? Pues si es así, aquí ocurre una de estas dos cosas: o el
Defensor viene ya corrompido de fábrica, y, despreciando el espíritu de la ley,
reparte entre los partidos el botín institucional; o, renunciando a la potestad
que le otorga la ley, se pliega sumisamente a los partidos, corrompiendo y
pervirtiendo la esencia de su función fiscalizadora del ejecutivo, y poniendo
en entredicho su capacidad para ejercer de contrapeso ante los excesos del
poder.
Luego están otro tipo de cosas,
que, como tantas otras de esta tierra de paradojas, no se sabe si mueven a la
risa o a la lágrima. Me refiero a que, sin duda alguna, el saliente es un
ejemplar típico de la izquierda del siglo XXI, la izquierda de Alicia. Y como
tal, acérrimo defensor de “lo público”. Tengo entendido que ha militado
empresarialmente en el sector de los delincuentes menores de edad. Sector en el
que necesariamente, por la naturaleza de las cosas, ha de ejercerse la
autoridad y otras funciones públicas, que la ley reserva a los funcionarios
públicos; por lo que, técnicamente, afirmar que ha usurpado –a través de su
asociación- el ejercicio de funciones públicas no es ningún disparate. Es más,
uno llega a sospechar que tal vez eso explique la exquisita comprensión que ha
mostrado siempre en el asunto de la administración paralela del régimen.
Lamentable ejemplo, pero hay que comprender que no se juega con las cosas de
comer.
Y es que la defensa de “lo
público” consiste, para esta izquierda sectaria e interesada, precisamente en
lo contrario de lo que cacarean; es decir, en privatizar los servicios públicos,
siempre que sean ellos los beneficiarios —o, por lo menos, los beneficiarios de
los fondos públicos, aunque no correspondan a la prestación de servicio alguno.
Así, cada vez es más frecuente
encontrar servicios públicos prestados por entidades privadas —bajo diferentes formas
jurídicas: ONGs, asociaciones, sindicatos (imprescindible llamarse UGT o CCOO),
fundaciones y otros chiringuitos, por supuesto todos de izquierda-; por
supuesto, todas estas entidades, además de ser de izquierdas, son solidarias y
altruistas, sin ánimo de lucro, aunque ellas mismas y sus miembros trabajen
bajo salario, dádiva, botín, precio o recompensa. La solidaridad de esta
izquierda mezquina viene a ser algo así como lo que esa otra chica socialista –Talegón,
la jefa de la internacional de las Juventudes Socialistas- dice del régimen
cubano: que es una democracia, que tiene sus elecciones, solo que no pueden
presentarse a ellas los partidos de la oposición.
Y, por último, una cuestión
estética: no saber irse. ¡Qué espectáculo más zafio! Es lo que pasa en este
país con las magistraturas; como no hay limitación de mandatos, se acostumbran
al cargo y luego no hay forma de echarlos y que se vayan de un modo elegante.
La querencia, ¡animalito!
Max Estrella, cesante de
hombre libre
Mayo, 2013