LA SANGRIENTA LUNA

Hubo ayer un eclipse de luna, dicen que el más largo del siglo actual. Pudimos ver en el firmamento la sangrienta luna que cantaron Quevedo y Borges. Un espectáculo, más allá de lo bello, sublime.
Contemplándolo emocionado rememoro el poema del Homero porteño:

Caminas por el campo de Castilla
y casi no lo ves. Un intrincado
versículo de Juan es tu cuidado
y apenas reparaste en la amarilla
puesta del sol. La vaga luz delira
y en el confín del Este se dilata
esa luna de escarnio y de escarlata
que es acaso el espejo de la Ira.
Alzas los ojos y la miras. Una
memoria de algo que fue tuyo empieza
y se apaga. La pálida cabeza
bajas y sigues caminando triste,
sin recordar el verso que escribiste:
Y su epitafio la sangrienta luna.


Tanta belleza en el fenómeno como en los versos que lo cantan; esa luna de escarnio y de escarlata que es acaso el espejo de la Ira…, hay que ser ciego para ver la luna con los ojos del alma.
Y pienso, también, en otra fatalidad del poeta: siendo un clásico moderno, nunca llegó a gozar del ‘reconocimiento oficial’ que otorga el Nobel; por sus ideas, dijeron. Ideas que, por el contrario, debieron pesar más que la pluma en el caso de Bob Dylan. Resulta obvio que para la academia sueca lo importante es el correctismo político, más que la buena literatura.
Afortunadamente, la luna, a la que abducido sigo en su periplo durante horas, me saca de esas amargas reflexiones y me hace sentir que he tenido la dicha de vivir un momento singular.


Julio, 2018