Necesariamente
he de comenzar pidiendo disculpas al lector. Es una fea cosa, y de mal gusto,
la autocita; tanto como el recordatorio de advertencias y augurios que el
tiempo –y la perfidia humana- han trocado en hechos. Manifestaciones, en todo
caso, de envanecimiento. Pido disculpas al lector porque en beneficio de la
claridad expositiva me veré obligado a incurrir en lo primero; y, sucumbiendo a
la petulancia, no podré sustraerme, tampoco, a lo segundo. Discúlpenme, y
prometo que no servirá de precedente.
El asunto es
el siguiente: el TS ha emitido la primera sentencia concerniente a la reordenación
del sector público andaluz, en ella se da la razón a la Junta de Andalucía, lo
que supone, desde el punto de vista práctico, la legitimación de la “ley del
enchufismo” (que así bautizó la prensa a la reordenación) y –aunque parezca
increíble- la de un modelo de administración clientelar contrario a la
Constitución y a los tiempos que corren.
Esta sentencia
es susceptible de un doble análisis: uno de naturaleza cívica, o si se quiere,
política; otro de carácter jurídico. El primero de ellos es muy simple y se
realiza en dos palabras.
Hechos: el
gobierno de la Junta de Andalucía (desde hace más de 30 años en manos del PSOE)
pretende integrar en varias agencias públicas, otorgándoles la condición de
Empleados Públicos, a unos 30.000 empleados (la Junta se niega a dar cifras
exactas) de empresas públicas, fundaciones, asociaciones, consorcios y otros
organismos. Estos empleados ingresaron en dichas entidades de diversas maneras,
pero, en todos los casos, ninguna de ellas fue mediante convocatoria publicada
en el boletín oficial, abierta a todo ciudadano que reuniera los requisitos,
conforme a unas pruebas o unos baremos objetivos y previamente establecidos,
con unos tribunales públicos, imparciales y profesionales, y mediando un
procedimiento preestablecido y transparente, que incluyera la garantía de
someter su actuación a control externo.
Esos son los
hechos, y yo pregunto: ¿Alguien concibe que en Alemania, o en Francia, o en
Bélgica, o en Holanda, o en Austria, o en Suiza, o en Portugal, o en Gran
Bretaña, o en Suecia, o en Dinamarca, o, incluso en Italia, un gobierno
pretendiera meter en la administración pública (es decir, en los entes u
organismos –se llamen como se llamen- que gestionan los asuntos públicos), así
-por la puerta de atrás, sin publicidad, ni pruebas, ni igualdad de oportunidades-
a 30 mil sujetos?
Obviamente,
ustedes dirán que no, por supuesto.
Y yo insisto,
pero si hubiese un gobierno que lo intentara ¿alguien concibe que la justicia
de Alemania, o de Francia, o de Bélgica, o de Holanda, o de Austria, o de
Suiza, o de Portugal, o de Gran Bretaña, o de Suecia, o de Dinamarca, o,
incluso de Italia, bendijera el intento?
Obviamente,
ustedes responderán que no conciben tal cosa.
Pero, ¿y si el
gobierno y la justicia de los que hablamos fueran los de Argentina, o Venezuela,
o Cuba, o Corea del Norte, o Vietnam, o Bolivia, o Ecuador, o Nicaragua?
Entonces, sin
duda, a ustedes no les extrañaría.
La cuestión, a
mi juicio, queda explicada. Lo que ocurre, pues, es que aquí –como en todas
esas “repúblicas bananeras”- el gobierno impone su voluntad a la ley; la
seguridad jurídica es casi inexistente y la Constitución no se respeta. Y
siendo eso una gran calamidad, hay algo aún peor: los jueces se pliegan
sumisamente a los deseos del poder y se prestan obsequiosamente a legitimar sus
desmanes.
Es la quiebra
del estado de derecho. Esa es la singularidad que nos separa de nuestros
vecinos europeos y nos homologa con los regímenes despóticos y populistas.
Lo peor, en
efecto, no es la propensión de los que nos gobiernan a abusar del poder que se
les ha otorgado; con eso ya contábamos, pues está en la naturaleza de las cosas
-como advirtieron sabiamente Locke y Montesquieu-; lo peor, lo inaceptable, la
máxima corrupción de la democracia, es que aquellos que tienen la obligación de
controlar, evitar y corregir los excesos del poder hagan dejación de su función
y, no sólo eso, sino que además acepten someterse mansamente. Justicia
genuflexa. Así la llamó uno de sus miembros -Joaquín Navarro, q.e.d.- que, sin
embargo, tenía vergüenza.
Más aún, los
jueces en este país no es que hayan aceptado un sistema que los somete al poder
político, a los partidos políticos, es que -y este es un plus del que son
exclusivamente responsables- dan la espalda a la Justicia; actúan como si no
amasen la Justicia, como si no creyesen en ella, como si no les importara. Así,
por ejemplo, en la sentencia que comentamos llega a afirmarse que poco importa
que la ley del enchufismo vulnere el derecho de los ciudadanos a acceder a las
funciones públicas en condiciones de igualdad, “respecto de los cuales ninguna cuestión cabe suscitar aquí” (página
25; ya hablaremos de ello en el análisis que hagamos en el próximo artículo),
es decir, que al TS se la pela si la Junta ha violado o no un derecho
constitucional que ellos tienen la obligación de proteger.
En el libro de
Job, puede leerse esta bella frase: “la Justicia era la ropa que vestía, el
Derecho mi manto y mi turbante”. Al ponente de esta sentencia -D. Pablo María
Lucas- le ha ocurrido lo que decía Quevedo de los jueces, que se le ha vuelto
la toga pellejo de culebra; que, huyendo de la Justicia, ha dejado manto y
turbante abandonados de cualquier manera, como sucede a las bichas con la piel
que mudan.
Ya he dicho en
otra ocasión, discúlpenme por repetirlo, que la democracia son formas; y que si
para la política, para su ejercicio, la forma es relevante, lo es harto más
para la Justicia. Tanto que su falta de observancia constituye a veces un
impedimento para la realización material de la Justicia.
La
imparcialidad del juez es una de esas cosas. La imparcialidad es esencial, tanto
que sin juez imparcial no hay Justicia posible. Nuestra Constitución la
garantiza. La imparcialidad consiste no tanto en la actuación del juez –que es
irrelevante a estos efectos- como en la existencia de determinadas
circunstancias –subjetivas u objetivas- que induzcan a pensar que pueda no
serlo. Es decir, en la apariencia de imparcialidad. El Tribunal Europeo de Derechos
Humanos (TEDH), en sus decisiones sobre los casos “De Cubber” y “Piersack” dejó
bien sentado la importancia de las apariencias en esta materia; afirmando que
debe abstenerse todo juez del que pueda temerse legítimamente una falta de
imparcialidad, pues va en ello la confianza que los tribunales de una sociedad
democrática han de inspirar a los justiciables.
Y mucho antes
que el TEDH, lo supo la sabiduría romana. César repudió a su esposa sabiéndola
inocente de las acusaciones de que era objeto; y preguntado por qué lo hacía
entonces, respondió: “Porque estimé que
mi mujer ni siquiera debe estar bajo sospecha”, así lo cuenta Plutarco en
las “Vidas paralelas”.
No es
admisible que para enjuiciar un asunto de la naturaleza de este, al que nadie
niega su esencia política, se designe como ponente a un juez que debe su
condición de juez al partido político autor del objeto del pleito. Es
inaceptable que un juez promovido a juez por el partido político que, con
anterioridad, lo nombró letrado del Consejo General del Poder Judicial,
enjuicie un asunto en el que dicho partido y sus aliados sindicales –UGT y
CCOO- tienen un directísimo interés. Es inaceptable que un juez que fue
designado para un alto puesto en la Administración del Estado por el PSOE,
enjuicie si la integración de los dirigentes del PSOE, y de los sindicatos
afines, de sus familiares y correligionarios, en los entes y organismos de la
“administración paralela” –objeto del pleito- es o no ajustada a Derecho.
Da vergüenza
sólo escribirlo.
Esta sentencia
está bajo sospecha, porque el ponente está bajo la sombra de la sospecha.
Es indignante,
aunque tengo que confesar que no me sorprende. ¡Tantas cosas hemos visto!,
¡tantos ultrajes de manos de la justicia!, que podríamos decir parafraseando a
Tácito aquello de “igual que antaño al déspota, ahora sufrimos a los jueces”.
Lamento repetir que ya lo advertí: abandonad toda esperanza. Pues como decía mi
paisano Don Luis:
Decidme, ¿qué buena guía
Podéis de un ciego sacar?
De un pájaro ¿qué firmeza?
¿Qué esperanza de un rapaz?
¿Qué galardón de un desnudo?
De un tirano, ¿qué piedad?
Y yo añado, ¿y qué justicia de juez?
Max Estrella, cesante de
hombre libre
Febrero, 2013