¿Quién
es tan burdo que
no
ve este palpable engaño?
Pero
¿quién se arriesga
a
decir que lo ve?
(Shakespeare,
Ricardo III)
De las mil facetas que
el tema ofrece a la curiosidad intelectual, me interesa abordarlo
desde la perspectiva de lo que podríamos llamar la dimensión
institucional, es decir, la Justicia
como poder del Estado,
y, en particular, el modo en que en nuestro país
se articula el sistema de relaciones entre los poderes del Estado, o,
más concretamente, qué papel juega el poder
judicial
en nuestro sistema político.
No obstante, dirigiremos
también nuestra mirada a lo que podríamos llamar la dimensión
ética; sólo para poner de manifiesto la influencia que ésta ejerce
en la conformación del sistema político.
1. La Justicia bajo
el prisma de la ética.
Sólo nos detendremos en
el análisis de este primer aspecto lo imprescindible para poner de
manifiesto los elementos que nos llevan a formular la siguiente
obviedad, a saber:
En primer lugar, que
todo régimen político se sostiene en la medida en que la sociedad
en que se encuentra instaurado armoniza con él y no lo percibe como
opuesto a sus intereses y valores; en la medida en que existe un
necesario mínimo grado de cohesión entre ambos sistemas, que, por
supuesto, es contingente.
En segundo lugar, que
–como dijo Max Stirner- el carácter de una sociedad es el de sus
individuos.
Lo que quiero decir es
que las causas del problema de la Justicia
en nuestro país no se encuentran sólo en el sistema político. Lo
que florece en nuestro sistema político –el ámbito público y
visible, lo expuesto- hunde sus raíces en ese otro ámbito
subyacente y privado, la sociedad.
De ahí nuestra
hipótesis surgirá como corolario: En nuestro sistema político la
Justicia carece de valor. Es indigna de tal nombre, helada
y laboriosa nadería,
letra muerta en ese folleto al que nos excedemos llamando
Constitución,
que la proclama vanamente, valga la redundancia, como valor superior
de nuestro ordenamiento
jurídico.
Y que este estado de cosas se sostiene en buena parte porque el valor
semántico de la justicia para la sociedad actual está muy lejos de
lo que significó para aquéllos griegos que ‘inventaron’ la
ética.
Dijo Aristóteles que
“la Justicia es una cualidad moral que obliga a los hombres a
practicar cosas justas, y que es causa de que se hagan y se quieran
hacer”. Yo percibo que hoy estamos muy lejos de eso; la
ciudadanía de hoy no posee esa disposición moral. Es indiferente y
acomodaticia ante la injusticia y sumisa ante el poder que la
perpetra. Para mí, esta es la causa principal de la situación. La
adulteración, la corrupción del significado de aquéllos viejos
conceptos éticos, empercudidos hoy de vana retórica a la vez que
despojados de todo aquello que pueda sugerir, aun sea remotamente,
una obligación moral. Vayamos, pues, a ello.
Podríamos comenzar por
preguntarnos ¿por qué parece ser tan importante la justicia para el
ser humano?
Desde los tiempos en que
el mito regía las cosmogonías -antes del nacimiento de la ciencia
política, incluso de toda ciencia, en el sentido moderno del
término-, en los albores de la literatura occidental, ya encontramos
en los bellísimos poemas de Hesíodo y de Homero, o en las
inmortales tragedias griegas, la impronta de una profunda
preocupación humana –y divina- por la justicia.
Que este afán persiste
y no es fruto de caprichosas modas de la inconstante voluntad humana
lo evidencia que, desde entonces, las ciencias sociales y las artes
lo han tenido como objeto omnipresente. Escritores, juristas –como
es obvio-, sociólogos, filósofos, psicólogos, historiadores, etc.,
de todas las épocas, escuelas, tendencias y lugares no han dejado de
considerar el tema bajo la perspectiva de sus respectivas ciencias.
Hoy, cuando las redes de telecomunicaciones apenas han comenzado a
tejer su tela de araña, si nos molestamos en teclear la palabra
justicia en alguno de los buscadores de internet, obtendremos
resultados de decenas de millones de ocurrencias.
Lo cual, ya a primera
vista, nos sugiere que la justicia es para el hombre un ideal
cósmico. Un ideal porque es irrealizable; persiste el anhelo humano
en pos de la justicia precisamente por ello, porque aún no hemos
encontrado la plasmación empírica del arquetipo, ni –fuera de las
utopías- el modelo social en que pueda realizarse.
La violencia sigue
rigiendo, en buena medida, las relaciones humanas. Tras miles de años
de habitar el planeta, el modo concluyente de dirimir los conflictos
sociales continúa siendo el mismo en esencia (aunque
tecnológicamente avanzado y, por tanto, más eficaz, es decir, más
mortífero): el rito imprescriptible de la guerra. Ya en el siglo I
de nuestra era decía Cicerón que había “dos maneras de
contender, una por la disputa y otra por la violencia, la primera de
las cuales es propia de los hombres y la segunda de las fieras”.
Mas, siguiendo las
pautas de la moderna biosociología (para la cual, la perspectiva
para la apreciación del progreso humano como nueva especie animal
requiere más distanciamiento del momento fundacional; dicho
vulgarmente, todavía somos medio animales porque estamos empezando
nuestra andadura como especie, pero lo importante es que marcamos, en
nuestro distanciamiento de la animalidad, una clara tendencia hacia
el progreso) contagiados de ese optimismo esencial, decíamos, hemos
de concederle un cierto margen a la esperanza, pues de otro modo aquí
mismo se acabaría nuestra reflexión sobre el tema.
Hemos dicho que además
de ideal éste es cósmico. Lo decimos en el sentido de universalidad
e intemporalidad. Es evidente que la idea de justicia no es privativa
de ninguna particular civilización, sociedad o cultura; al
contrario, es algo universal. Lo mismo podemos decir de su ubicación
en el tiempo. Decía San Agustín que el término justicia fue
acuñado en tiempo inmemorial.
Bien es cierto que la
afirmación precedente requeriría una aclaración previa: ¿Qué
entendemos por justicia?
Con independencia de que reconozcamos la diversidad cultural y la
historicidad de los valores éticos (no en vano el sentido original
de la ética es costumbre, ‘ethos’), y que, consecuentemente, la
probabilidad a priori de que el concepto de justicia no sea el mismo
en las diferentes sociedades humanas, ni lo haya sido, incluso en una
misma sociedad en
su devenir histórico; no obstante, decimos, existe a nuestro juicio
una idea de justicia de la que son predicables tales atributos, según
veremos luego.
Así pues, podemos
afirmar que la justicia, o su contrario, la injusticia, es algo
omnipresente para el hombre; en toda época y lugar el sentido de lo
justo o de lo injusto ha acompañado al ser humano. Podríamos decir
que la idea de justicia está, por naturaleza, inserta en la razón
humana. Que es inherente al hombre.
En segundo lugar, pues,
que es
algo inherente a lo humano, naturalmente inherente, pero en tanto que
“zóon
politikón”,
animal social y, también, en tanto que animal ‘con logos’,
animal racional.
Es decir, el concepto de
justicia es un concepto esencialmente social, por definición. Salvo
desde el más radical y paradójico solipsismo, no concibo que pueda
afirmarse que uno es justo o injusto consigo mismo. Se es con
relación a otro. La idea de justicia entraña necesariamente
–permítaseme la expresión, que aún incorrecta me parece más
rotunda- la “otridad”,
es decir, la alteridad. No puede concebirse la idea de justicia si no
es mediante la conciencia del otro, el reconocimiento de la
alteridad. Es necesaria, digámoslo así, esa externalización de la
conciencia. Pero la idea de justicia no se agota en el simple
reconocimiento de otras realidades individuales, sino en el
reconocimiento del otro como igual.
Así podríamos afirmar
que, en efecto, la justicia es un concepto social (la expresión
‘justicia social’ que, según Aurelio Fernández, es un concepto
acuñado a partir del siglo XIX, no como una nueva justicia sino como
un modo genérico de hablar de justicia en un mundo social, es para
mí pleonástica), no se concibe sino en el ámbito de las relaciones
sociales entre individuos libres e iguales.
Parece, por tanto, que
el concepto de justicia es algo consustancial al “zôon
politikón”;
algo que, como señalaba Hesíodo, es natural en lo humano, regula
las relaciones sociales y le es inherente, y, en suma, aleja al
hombre de su primitiva animalidad. Pero, como hemos señalado, nos da
idea del ‘otro’ como igual, se concibe en una sociedad de
iguales; es indisociable del concepto de igualdad o equidad; o, mejor
dicho, está en su esencia (por eso, en su imagen alegórica, se
representa sosteniendo una balanza en su mano izquierda y una espada
en su mano derecha, para cortar y dar a cada uno lo que le
corresponde).
Está claro, pues, que
la justicia es una ‘virtud cívica’; como dijo Agustín de
Hipona, “allí donde no hay
justicia, no existe sociedad”.
Podemos insistir en el
argumento siguiendo a Aristóteles –para mí, máxima autoridad en
el tema- en su Ética
a Nicómaco:
la justicia no
es una virtud absoluta y puramente individual; es relativa a un
tercero, y esto es lo que hace que las más de las veces se la tenga
por la más importante de las virtudes…La justicia no puede
considerársela como una simple parte de la virtud es la virtud
entera, del mismo modo que la injusticia es el vicio todo.
Idéntica opinión comparte Cicerón en Los
oficios:
...la virtud
de más extensión es aquella que tiene por objeto la sociedad o, por
decirlo así, la comunidad de los hombres y de la vida…, la
justicia (…)
en que
brilla el mayor esplendor de la virtud.
Puesto que hemos dicho
más arriba que la justicia es propia del hombre no sólo en tanto
que ‘animal social’ sino también en tanto que ‘animal
racional’,
no estaría de más traer a colación la opinión de Tomás de
Aquino, pues en su valoración de la justicia tenía en consideración
ambos aspectos, así, en la Summa
Teológica
afirma: “la
justicia es la (virtud)
más
importante por estar más próxima a la razón y porque se relaciona
a los demás”
Cuenta Aristóteles que
decía Bías (aunque también se le atribuye la frase a Solón) que
“el
poder es la prueba del hombre”,
porque, en efecto, el magistrado revestido de poder no es algo sino
con relación a los demás… Por la misma razón, la justicia parece
ser, entre todas las virtudes, la única que constituye un bien
extraño. A lo que nosotros, aplicando el mismo razonamiento,
haciendo nuestros sus argumentos, podríamos añadir que del mismo
modo la justicia es la medida del hombre.
He ahí un primer atisbo
de la importancia de la justicia, pues qué si no humaniza al hombre
sino el recto ejercicio de la razón y el obrar siempre conforme a
sus dictámenes. Como dijo Aristóteles, citando a Teognis de Mégara:
“todas las
virtudes se encuentran en el seno de la Justicia”,
y añadió, sin citar al autor, que, al parecer, fue Píndaro, aunque
también se suele atribuir la frase a Bías,
“La salida y
la puesta del sol no son tan dignas de admiración”.
2. La Justicia como
poder del Estado
En rigor, no podríamos
hablar de la Justicia como poder del Estado sino hasta que se produce
el colapso del Antiguo Régimen y el nacimiento de las democracias
liberales. Las nuevas ideas políticas sobre el Estado moderno -cuyos
fines esenciales se orientan a la protección de la vida, la libertad
y la propiedad individuales, así como a la garantía de la seguridad
jurídica y de la participación ciudadana en la formación de la
voluntad del Estado mediante el sufragio- ilustran y conciencian a la
ciudadanía de que, para garantizar los derechos y libertades
individuales, se hace necesario poner límites al poder absoluto de
los monarcas, y refrenar la natural pulsión humana hacia el
despotismo; porque, como afirmó Aristóteles en su Ética:
el individuo revestido de poder obra bien pronto en su provecho y
no tarda en hacerse tirano…
Comienzan a surgir
instituciones en el ámbito de la Justicia y el Derecho que tienen
como propósito la protección de los derechos individuales frente a
los abusos del poder; como, por ejemplo, los tribunales
administrativos (aunque Tocqueville sostiene en su obra El Antiguo
Régimen y la Revolución que estas instituciones están enraizadas
en el Antiguo Régimen) que someten, aunque sólo sea de forma débil
y sesgada, la acción del ejecutivo -de su administración- al
escrutinio de los tribunales. Por otra parte, la recepción y la gran
aceptación de las nuevas ideas políticas (sobre todo de Locke y
Montesquieu) acerca del equilibrio de poderes terminan trasladando a
los sistemas políticos de las nuevas democracias liberales la
necesidad de instituir el sistema judicial como otro poder del
Estado, el poder judicial, independiente del ejecutivo y del
legislativo; configurando así el conocido esquema de los tres
poderes propios de las democracias liberales: legislativo, ejecutivo
y judicial, y la necesidad de que entre estos opere un mecanismo de
equilibrio y contrapesos, que la ciencia política ha dado en llamar
‘separación de poderes’, pues -en palabras de Montesquieu- “todo
estaría perdido si el mismo hombre, el mismo cuerpo de personas
principales, de los nobles o del pueblo, ejerciera los tres poderes:
el de hacer las leyes, el de ejecutarlas y el de juzgar los delitos y
las diferencias entre particulares…”
Hasta entonces, desde
tiempo inmemorial, la Justicia sólo se ocupaba de dirimir las
diferencias entre los ciudadanos y de corregir determinadas conductas
antisociales, pero en absoluto de las decisiones de los poderosos y,
desde luego, menos aún, podría considerársela integrada en el
sistema político, como uno de los poderes del Estado. Y, por otra
parte, con la excepción de la antigua Democracia griega y de algunos
períodos del Imperio romano, lo cierto es que, hasta la desaparición
del Antiguo Régimen y el surgimiento de las democracias liberales,
la administración de justicia remitía en última instancia,
inexorablemente, a la persona del todopoderoso monarca.
Centrémonos en el
análisis del caso español. El primer intento de liquidación del
Absolutismo, con la Constitución de 1812, no logra transformar el
régimen político de la recién nacida Nación española en una
democracia liberal. Pese a los intentos de la fracción liberal, el
rey felón no abdica de su proyecto absolutista -pese a la
rimbombante (y mendaz) famosa declaración “marchemos
francamente, y Yo el primero, por la
senda constitucional...”-, que mantendrá vivo hasta su muerte.
La Regencia de María Cristina y el subsiguiente reinado de Isabel II
no supusieron esencialmente cambio alguno en el aspecto que estamos
analizando. Pese a que la constitución de 1837 fue la primera que
acogió y plasmó en su texto el concepto de ‘Poder Judicial’,
aunque sin ninguna trascendencia práctica. Ya que la Constitución
de 1812 no llegó a reconocer ni institucionalizar la Justicia como
el tercer poder del Estado, ni a crear órgano alguno para su
dirección y gobierno -su mayor avance en este campo fue la creación
del Tribunal Supremo, cuyas competencias no excedían, sin embargo,
el ámbito jurisdiccional-. Pero, por otra parte, lo que sí revela y
pone de manifiesto es que el legislador constituyente tenía
conocimiento de las nuevas ideas políticas surgidas tras la
liquidación del Antiguo Régimen.
Nada nos aporta al
respecto la Constitución de 1845. Es la Constitución de 1869, tras
la gloriosa Revolución, que liquidó la dinastía borbónica y a la
postre la propia monarquía, la más avanzada en el aspecto que
estamos analizando. Mantiene en su texto la expresión de ‘Poder
Judicial’ que introdujo la de 1837, pero, sin embargo, no llega a
plasmarlo en la creación de órgano alguno de representación,
gestión y gobierno de los asuntos de la Justicia como poder
diferenciado del ejecutivo y legislativo. Podríamos afirmar que más
que a una separación de poderes esta Constitución atiende a una
división o, más bien, a una distinción de funciones. Ya que las
altas magistraturas de la Justicia son designadas por el Consejo de
Estado, y una nada despreciable cuarta parte de ellas por el propio
monarca. No obstante, algunos de sus artículos introducen avances en
la materia, por ejemplo, la creación de la sala de recursos
administrativos o la potestad otorgada a los jueces y tribunales de
inaplicar los reglamentos nacionales, provinciales y locales
contrarios a las leyes.
Tras
la extravagante y esperpéntica experiencia cantonalista y
federalista, monárquica y republicana, que supuso el denominado
Sexenio Revolucionario, ni siquiera volvieron las aguas a su cauce
anterior -desde la perspectiva que nos ocupa- con la Restauración
borbónica; pues la constitución de 1876 rebajaba el reconocimiento
del Poder Judicial a mera ‘Administración de Justicia’.
Degradación que Solé Tura y Eliseo Aja confirman en su obra
Constituciones y periodos constituyentes
al afirmar al respecto “las demás cuestiones contenidas
en la Constitución -administración de justicia, ayuntamientos,
etc.- son en su mayoría establecidas de una forma ambigua y
reenviadas a una ley ordinaria…”
En suma, predominio absoluto del poder real, como en la época de
Isabel II, tal como reconoció, asimismo, Sánchez Agesta en su
Historia del constitucionalismo español:
“...en esas condiciones el gobierno parlamentario era
claramente una ficción.”
La Constitución de
1931 siguió, paradójicamente, el mismo camino que la de 1876, solo
que cambiando de ‘monarca’. No es que no se reconociera un Poder
Judicial como tal, es que ni siquiera se hablaba de Administración
de Justicia, como en su predecesora, sino, simplemente, “Justicia”
daba título al epígrafe correspondiente. El presidente de la
República designaba al presidente del Tribunal Supremo y, además,
éste y el Fiscal General de la República pasaban a formar parte,
con voz y voto, de la Comisión de Justicia de las Cortes; y el
ejecutivo intervenía en la designación de las altas magistraturas
de la Justicia. O sea, todo seguía igual, más o menos, más de un
siglo después de que en los países de nuestro entorno colapsara el
antiguo Régimen y las instituciones y prácticas propias del
Absolutismo. Y, por supuesto, nada cambió en este aspecto durante el
período del franquismo; nos plantamos, pues, con la Constitución de
1978, en la España actual. Veamos.
La vigente Constitución
de 1978 hubiese supuesto la entrada de España en la modernidad
política, si no fuese porque desde el artículo primero hasta el
último es papel mojado, vana retórica. En efecto, la CE de 1978
establece las bases de una moderna monarquía parlamentaria en el
marco de una democracia liberal al uso (con el correspondiente cariz
o tinte social -’Estado social y democrático de Derecho’,
dice-); con un definido y equilibrado reparto de poderes entre los
supremos órganos del Estado. La corona asume un papel arbitral,
moderador y representativo. El legislativo bicameral -representado en
las Cortes Generales- es elegido por sufragio universal, libre,
igual, directo y secreto; y sus miembros no estarán sometidos a
mandato imperativo alguno. El ejecutivo -que ha de gozar de la
confianza de las Cortes- sometido a la Constitución y las leyes en
su acción de gobierno. Y el poder judicial -expresamente reconocido
como tal- independiente de los otros poderes del Estado.
Todo estaría muy bien,
decimos, si no fuera porque toda la letra de la CE está desvirtuada
y corrompida por la leyes partitocráticas, hechas para salvaguardar
el interés de los partidos, su dominio sobre los órganos e
instituciones del Estado; es decir, su poder omnímodo. Y de ese
modo, constatamos como -contra lo dispuesto expresamente en la
Constitución- los parlamentarios están sujetos al mandato
imperativo de su partido, que les indica lo que han de votar y decir
y les sanciona en caso de desobediencia a sus mandatos, esto es
notorio y nadie se atreverá a negarlo. La elección libre, directa e
igual de los parlamentarios, que proclama la Constitución, queda
rebajada con la ley electoral a burdo espejismo. El pueblo soberano
no elige libre y directamente a sus representantes, sino a aquellos
determinados e impuestos por el partido; o eso, o nada. Por otra
parte, la igualdad del voto quiebra estrepitosamente ante el
provincialismo y los intereses de los partidos nacionalistas
vascos y catalanes. El principio de igualdad de voto que proclama el
artículo 68, un hombre un voto, se evidencia como falacia.
El ejecutivo, más que
ningún otro, obviamente, queda supeditado a la oligarquía
partidista, que designa directamente a sus miembros o, en todo caso,
otorga un plácet sobre su designación por el presidente del
Gobierno. Y no solo eso, sino que esa intromisión partidista se
extiende a las más altas magistraturas de la Administración
Pública.
En
cuanto al poder
judicial,
la Constitución
garantiza su condición de poder
independiente y no sometido al ejecutivo al dotarse de un órgano de
gobierno independiente: El Consejo General del Poder Judicial. Para
garantizar su independencia, la CE establece
lo siguiente: “El
Consejo General del Poder Judicial estará integrado por el
Presidente del Tribunal Supremo, que lo presidirá, y por veinte
miembros nombrados por el Rey por un período de cinco años. De
éstos, doce entre Jueces y Magistrados de todas las categorías
judiciales, en los términos que establezca la ley orgánica; cuatro
a propuesta del Congreso de los Diputados, y cuatro a propuesta del
Senado…”
Como
se evidencia por la simple lectura, la determinación constitucional
era que la elección de los 12 miembros jueces y magistrados se
realizara por y entre ellos; y así, obviamente, quedó plasmado en
la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1980. Si la
Constitución hubiese
pretendido
que todos los
miembros del Consejo fuesen
elegidos por las Cortes es evidente que no lo hubiese expresado así,
la Constitución tiene una cuidada gramática. Ya sabemos lo que
sucedió, lo anunció el que en tal momento, 1985, era el
vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra, en una sonada frase que
hizo fortuna -y mella en la reciente democracia-: “Montesquieu
está muerto y ‘enterrao’.”
El Partido Socialista no deseaba ningún poder político en el Estado
fuera de su control. Valen aquí las palabras de Tocqueville respecto
al rey para explicar lo sucedido en nuestro país con el Psoe: “Como
apenas tenía poder alguno sobre la suerte de los jueces, a quienes
ni podía destituir, ni trasladar, ni tan siquiera ascender; como, en
una palabra, no les sujetaba ni con la ambición ni con el miedo, no
tardó en acusar la molestia de dicha independencia.”
Y liquidarla de modo fulminante, añadimos nosotros.
Ante
este estado de cosas en el que, parafraseando a don Benito Pérez
Galdós, nunca
olió tan mal el
libro de la Constitución,
alguien podría preguntarse ¿Y el Tribunal Constitucional? ¿No es
el garante, acaso, de la Constitución? Y esto nos conduce al
análisis de uno de los elementos clave de nuestro asunto: El
Tribunal Constitucional.
Es
conocido el debate jurídico surgido entre el profesor alemán Carl
Schmitt y el austriaco Hans Kelsen acerca de cuál debiera ser el
órgano del Estado encargado de la defensa de la Constitución. No
vamos a traer aquí el debate, que no viene a cuento, pero sí a
extraer del mismo algunas reflexiones que nos resultan de utilidad.
Hay que tener muy presente que la idea de la separación de poderes
no obedece a un reparto o distinción de funciones entre los órganos
del Estado con un propósito meramente funcional, más allá de esa
significación práctica lo que trasciende e importa es su
significación política, y esta no es otra que, exactamente, dividir
el poder, para equilibrarlo, contrapesarlo y debilitarlo con el único
fin y propósito de garantizar las libertades y derechos
individuales. Por tanto, para que la idea funcione es preciso, como
apuntó Montesquieu, la independencia entre los diferentes poderes,
de modo que el poder de uno no pueda estar condicionado por la
voluntad del otro. Y en el aspecto al que ahora nos referimos, esto
es, a cuál de estos poderes debe atribuirse la defensa de la
Constitución, el principio aplicable es el mismo: el control de la
constitucionalidad de los actos de los poderes del Estado no puede
encomendarse al órgano cuyos actos deben ser controlados. Nuestra
Constitución optó por privar al poder judicial de esa facultad
-degradándolo, en cierto modo-, y encomendar dicha función al
Tribunal Constitucional, que, recordemos, no forma parte del poder
judicial.
En
absoluto hubiese supuesto ello un problema, pues el modelo no deja de
ser una opción válida entre las posibles, adoptada en países de
honda cultura democrática. El problema de nuestro modelo es que
-igual que sucede con el legislativo,
ejecutivo
y judicial-
el poder del guardián de la Constitución remite en última
instancia a la oligarquía partidista, a la partitocracia. En efecto,
la Constitución establece que “el
Tribunal Constitucional se compone de 12 miembros nombrados por el
Rey; de ellos, cuatro a propuesta del Congreso por mayoría de tres
quintos de sus miembros; cuatro a propuesta del Senado, con idéntica
mayoría; dos a propuesta del Gobierno, y dos a propuesta del Consejo
General del Poder Judicial.”
Dicho
de otro modo, los diputados y senadores elegirán a aquellos que el
partido haya designado, el Gobierno los que diga el partido y el
poder
judicial
los que diga el partido que ostente la mayoría en dicho órgano. O
sea, los partidos designan, en última instancia, a los miembros del
Tribunal Constitucional. Se
me podría tachar de fantasioso o ridículo, si los hechos no fuesen
tan evidentes y se pudiera negar el chalaneo de los partidos en torno
a los nombramientos de dichos miembros, del que tantas veces hemos
sido testigos -impotentes y atónitos; también
mansos y resignados-;
sin
olvidar algo peor: el envilecido sometimiento de sus miembros a los
designios del que propició su nombramiento. No nos olvidamos de lo
sucedido con su primer presidente, don Manuel García-Pelayo, muerto
de vergüenza, literalmente, tras lo de Rumasa; o de la bufa imagen
de la vicepresidenta Fernández de la Vega abroncando en público a
la presidenta Maria Emilia Casas; o al actual presidente, Cándido Conde-Pumpido, el de la
toga manchada, que ya ha perpetrado más cacicadas partidistas que
días lleva en el cargo.
El
resultado es, en definitiva, la inexistencia de un poder
del Estado –ora
el poder
Judicial, ora
el
Tribunal Constitucional- que pueda suponer un freno y contrapeso a
los demás poderes, y participe y
forme parte del mecanismo
de
equilibrios,
contrapesos
y separación de poderes, esencia de las democracias liberales.
Siendo
ello así, la conclusión es obligada: aquí no hay democracia,
siendo tan deficiente en algo tan esencial, sino partitocracia, o
poder absoluto de los partidos. Los partidos políticos se han
convertido en el único sujeto soberano, no el pueblo, los partidos,
suplantadores de la verdadera voluntad popular. Por
otra parte, la colonización de los poderes del Estado por parte de
los partidos políticos va difuminando los límites entre la sociedad
y el Estado, aproximándose al totalitarismo. No extraña, pues, que
las leyes emanadas de los actuales partidos en el Gobierno regulen
hasta los aspectos más íntimos de la vida de los individuos y se
inmiscuyan, incluso, hasta en sus sentimientos.
El
totalitarismo puede adoptar la forma de democracia, en la que el
proceso de la voluntad política estatal se desplaza
y transfiere del titular de la soberanía nacional -el pueblo- hacia
los partidos políticos, y se
instrumenta solamente a través de éstos.
Decíamos
más arriba que todo
régimen político se sostiene en la medida en que la sociedad en que
se encuentra instaurado armoniza con él y no lo percibe como opuesto
a sus intereses y valores; y la sociedad es, a su vez, el reflejo de
sus miembros. Dicho de otro modo, los ciudadanos somos, en última
instancia, los responsables de este estado de cosas. Como dijo
Eduardo Mendoza -tal vez citando a alguien-, una
de las grandes desgracias de las personas honradas es que son
cobardes. Gimen, se callan, cenan y se olvidan…
En suma, Falta
pueblo,
como sentenció lúcido y apesadumbrado, Eugenio de Aviraneta, según
lo cuenta Pío Baroja.
También
nos
preguntábamos al inicio de este breve ensayo qué papel juega la
Justicia en nuestro sistema político. Después de nuestro análisis,
aventuramos una respuesta: Dejando a
un lado
la función jurisdiccional, el estricto ámbito jurídico, como
elemento o sujeto del sistema político, como poder del Estado, la
principal y fundamental función que cumple la Justicia es la de
legitimar políticamente y dar apariencia de corrección jurídica a
los actos y decisiones (obviamente,
las de gran trascendencia e importancia para los intereses del
sistema) de
quien realmente ostenta el poder, esto es, los partidos políticos.
Desde luego, en todo caso, su función política, como poder del
Estado, está muy lejos de la que debiera ser: contrapeso y límite
de los otros poderes del Estado, con el fin de garantizar el efectivo
ejercicio de los derechos y libertades de la ciudadanía.
Repugnante
espectáculo. Augusto Roa Bastos parecía
hablar de nosotros cuando lamentó:
Nada
más terrible que el espectáculo de un pueblo sacrificado por la
ambición de sus gobernantes…
¿Queda,
acaso, alguna esperanza?