“...los
sueños las más veces
son
burla de la fantasía
y
ocio del alma.”
(Quevedo,
Los sueños)
Era la luz de la mañana
como clara de huevo. El día brumoso y húmedo me incitó a penetrar
en el recinto, aparentemente acogedor, espacioso y alegremente
iluminado; al abrirse las puertas a mi paso, me envolvió un vaho
cálido -el aliento exhalado por la boca del monstruo al engullirme,
impregnado de música y perfume, ese perfume y esa música de los
centros comerciales, de todos los centros comerciales- y esa
atmósfera narcotizante, evocadora de la geisha de Blade runner
que machaconamente nos amonestaba: Enjoy, enjoy, enjoy…;
disfruta, nada temas, este es tu refugio, disfruta y gasta, no te
preocupes, gasta, gasta…, me
susurraba este moderno leviatán.
Subí
mecánicamente las escaleras, quedando en la duda de si el artificio
mecánico estaba en mí o en ellas, tal era ya el grado de alienación
que padecía, no obstante estar recién llegado; tal la meteórica
integración con el ambiente.
No
percibí al instante, abducido, como estaba, por los neones y
embelecos, que un niño, de unos cinco o seis años, me daba
pinchazos por todo el cuerpo, hasta donde alcanzaba su modesta
estatura, con una especie de alfiler, y no paraba de fastidiarme. No
obedecía mis reproches y se mostraba indiferente e insensible ante
mis quejas. Recurrí a la madre, que lo acompañaba, pero ésta se
desentendía indolente del niño y de mis súplicas.
Había
algo extraño en ella. Algo inquietante en su mirada. Me resultaba,
en cierto modo, familiar y me hacía sentir una extraña atracción
por ella. Al cabo me fue revelado (no sé cómo) que ella y yo fuimos
amantes, lejanos amantes en la lejana adolescencia. El niño pudiera
ser, tal vez, mi hijo. Claro que su tierna edad, la del niño, no
encajaría -de ser mi hijo- con el tiempo en que su madre y yo nos
amamos; y, en cuanto a un tiempo posterior, ningún recuerdo me unía
a ella.
Intentaba
encontrar una explicación racional a ese extraño dilema. Acaso,
pensé, una especie de trauma me había hecho olvidar una etapa de mi
vida, un paréntesis temporal en la memoria de hace cinco o seis
años; eso, quizás, podría hacer encajar los hechos dentro de los
parámetros espacio-temporales que rigen nuestra existencia, y, por
tanto, avalar, aunque fuera con carácter putativo, el vínculo
paterno-filial con el fastidioso niño y las extrañas sensaciones
que sentía ante su madre.
Pero,
¿qué trauma? No paraba de darle vueltas al tema, mientras que el
insidioso niño perseveraba impunemente en su tortura, aunque yo ya
casi ni me enteraba, tan ensimismado en la resolución del enigma y
tan ajeno a las cosas de este mundo como pudo estarlo Santo Tomás de
Aquino cuando, cenando con el rey Luis de Francia, golpeó la mesa de
repente, pues su cabeza andaba ocupada en desenmascarar herejes y no
en el banquete; o como podía haber estado Arquímedes, cuando salió
corriendo desnudo del baño, gritando “Eureka, lo encontré”,
según nos refiere Robert Burton en su Anatomía de la melancolía.
Un
chispazo de lucidez vino a sacarme de las profundidades de mi mente,
y recordé un extraño encuentro ocurrido, hace algún tiempo, en los
soportales de la Plaza Mayor de Salamanca: a eso de la medianoche, me
encaminaba resuelto a concluir la jornada -cumpliendo con una
tradición autoimpuesta e inexcusable- tomando un helado en Novelty.
Entraba yo en la Plaza por la calle Zamora cuando bajo la arcada del
Ayuntamiento me crucé con dos extraños sujetos, con pinta de
extraterrestres, quiero decir, esbeltos, vestidos ambos del mismo
modo -como vestían Stalin y Mao-, de cabeza un tanto aovada, de una
blancura lechosa y refulgente y sin un solo pelo.
Pude
oír los nombres con que se aludían: Noipic y Aznagreb, y lo que
hablaron, en su extraño idioma, durante el tiempo en que nos
cruzamos:
-
Noipic: Etse odaleh ed aserf y alliniav átse
etnemaredadrev oneub.
-
Aznagreb: Ay et lo ejid, ecerem al anep recah nu
otar ed aloc arap redop raturfsid satse
saiciled led Ytlevon.
¡Eureka!,
grité, como Arquímedes, al recordar este encuentro; esto lo explica
todo. Pues, ¿cómo habían llegado estos dos extraños elementos a
Salamanca? No le dí más vueltas entonces, pero ahora sabía cosas
que entonces ignoraba: los agujeros negros; y, más concretamente,
los agujeros de gusano, esa especie de puerta astral que se abre
brevemente y nos puede transportar a otro lugar y otro tiempo. Y,
sobre todo, los recientes descubrimientos científicos, que habían
venido a demostrar que ese fenómeno de la física, imaginado como
posible solamente en una región finita del espacio profundo, era
ahora factible -permítaseme la expresión- a escala familiar;
gracias todo ello a unos traviesos científicos, que estaban jugando
a una especie de billar americano con la masa y la energía;
consistía su juego en bombardear partículas subatómicas con rayos
láser y expulsarlas de la órbita del núcleo atómico -del mismo
modo en que con el taco golpeamos las bolas y las hacemos desaparecer
por las troneras de la mesa de billar-, y se encontraron de pronto
con que, después de un fuerte tacazo a un electrón, desaparecieron
súbitamente, entre un horrísono estruendo luminoso, todas las bolas
y hasta la propia mesa. ¡Eso es lo que puede pasar a los niños
traviesos que no hacen caso a papá Einstein: “Niños, con la
masa y la energía no se juega; que puede hacer pupa”.
Ahí
estaba la solución del enigma. Eso es lo que me había sucedido; lo
mismo, por cierto, que les ocurrió a Moisés en el monte Sinaí, o a
Elías en el monte Horeb; aunque, como Einstein aún no había
nacido, ellos no pudieron encontrar explicación a lo sucedido y,
mucho menos, prevenirse de que ciertos montes -y más aún, si están
cubiertos de nubes preñadas de rayos y truenos- pueden ser la puerta
que comunica con otra dimensión espacio-temporal; ya digo que
Einstein no pudo advertirlos, pero Dios sí lo hizo: “Señala un
límite alrededor del monte, y guardaos de subir o de tocar su
falda.”; o sea, que, aunque no les dio muchas explicaciones,
estaban avisados, así que las quejas al maestro armero. Pues bien,
no divaguemos, eso, me dije, es lo sucedido: en cualquier momento
pasado y en cualquier lugar, sin saber cómo, el azar me enganchó en
un agujero de gusano y me hizo retomar una vida, una historia,
inacabada e imperfecta. Curiosamente, cuando suceden estas cosas, aun
siendo tan extrañas, una especie de lógica humana parece que las
rige: siempre te llevan a un lugar y a un momento por el que la
nostalgia o la imaginación han mostrado obstinado interés. Ahí
está, como prueba de lo que afirmo, el ejemplo de los dos extraños
sujetos de Salamanca: tenían idea resuelta y cierta de lo que
buscaban en Salamanca; el avispado lector se habrá dado cuenta por
lo que hablaron.
No
sé cuanto tiempo duró esa experiencia, ni en qué remoto lugar pudo
suceder, pues parece ser que todas ellas llevan intrínsecas el
efecto de la desmemoria, algo así como eso de que “lo que pasa
en Las Vegas, se queda en Las Vegas”, pero a un
nivel menos frívolo y más inquietante. No obstante, estoy casi
seguro que no duró más de cuarenta días y cuarenta noches; pues
parece ser que el fenómeno tiene como límite temporal ese periodo
máximo de duración, conforme acreditan los diversos textos antiguos
respecto a personajes como Moisés, Elías e, incluso, el propio
Jesucristo, que también vivió tal experiencia, llegando a
encontrarse, en el transcurso de ella, con el mismísimo Lucifer, que
en el colmo de la desvergüenza se atrevió a tentarlo desde la cima
del monte -que desde entonces se conoce como Monte de la Tentación-:
“Todo esto que ves te daré si postrándote me adoras”, le
dijo; como se ve, la soberbia de los poderosos no tiene límites,
nada ha cambiado desde entonces; pero en fin, como ya sabemos,
Jesucristo no sucumbió al engaño, como tan frecuentemente, por el
contrario, nos sucede a nosotros.
Cuando
ya creía haber dejado las cosas en orden, tras arduas
disquisiciones, desperté inquieto. Y el propio despertar me desveló,
entonces, la verdadera clave del misterio, y el error en que había
incurrido por pasarme de enterao. Todo había sucedido allí
donde, sin más explicaciones enrevesadas, todo es posible: el
misterioso orbe profundo de los sueños.
Maldije
no haber hecho caso a Guillermo de Ockham y su famosa navaja: “Entia
nom sunt multiplicanda praeter necessitatem”; lo más sencillo
es lo más probable.
Ahí
estaba todo: el otro, el que usurpa mi lugar en el orbe profundo de
los sueños, sigue con ella, no ha necesitado de agujeros negros, ni
de gusanos, para ello. Sólo -y eso es fácil- usurpar mi sitio al
otro lado del espejo. Han decidido -ella y el usurpador-, a mis
espaldas, aprobar una asignatura que dejé pendiente en la remota
juventud, culminar una historia de amor que el hado caprichoso
truncó. Han tenido el hijo que nosotros no pudimos o el azar no
quiso otorgarnos.
Ante
esta traición, y el desprecio que ella me muestra, no me consuela
que ese amor usurpado y su fruto se vea confinado a la cárcel del
sueño; pues los barrotes de esa cárcel, me digo -o me ha dicho
ella, qué más da-, son los propios confines del orbe infinito...
Junio, 2023