...la
vejez, todos desean alcanzarlay,
una vez que lo han hecho,se
quejan de ella.(Ciceron,
De senectute)
Hay ocasiones en que las lecturas agravian más de lo que complacen o reconfortan. No se le ocurra jamás a un viejo leer la Retórica de Aristóteles; el sesudo retrato psicológico que el estagirita hace de la vejez es hasta tal punto deprimente que termina uno aceptando como obligado corolario la afirmación vertida un centenar de páginas antes: nunca hay que portarse bien con un viejo, aunque lo hiciera citando a Diogeniano. Viene a decir que los viejos (no rechazo la palabra, ahora tan infamada y denostada, en este tiempo en que la necedad pretende imponerse también en el lenguaje; he llegado a leer cómo a Catón el Viejo le llamaban Catón el Mayor. ¡Qué diría Borges, si viviera!) los viejos, decía Aristóteles, son inseguros, ignorantes, malhumorados, suspicaces, desconfiados, contradictorios, pobres de espíritu, mezquinos, cobardes, egoístas, desvergonzados, desesperanzados, charlatanes, calculadores, desganados, débiles, quejicosos, perversos…
Y, si logra uno sobreponerse a la depresión o al noble impulso de quitar de en medio, en beneficio de la humanidad, tal escoria, lo más lamentable es que, pensándolo bien, la diatriba aristotélica, cargada de razones, puede que lo esté asimismo de razón, lo cual no extrañaría tratándose de Aristóteles, uno de los hombres más sabios de la humanidad. Porque algo habrá de verdad en ello cuando la sociedad propicia el desprecio y alienta el rechazo de la vejez; decía un personaje de la genial película de Garci ‘Sangre de mayo’, hablando de la obra de Moratín ‘El sí de las niñas’, “…no lo vas a creer, el protagonista es un viejo, ¡qué horror!…”; y, aunque eso era hace un par de siglos, hoy sigo percibiendo el mismo desprecio a las canas, pese a la persistente propaganda de los que mandan, o, tal vez, precisamente por eso, pues ya sabemos sobradamente que este Gobierno de mentirosos predica justo lo contrario de lo que hace.
Frente al descarnado derrotismo aristotélico, existe esa otra visión apologética que nos presenta Cicerón sobre la vejez, asentada sobre la estoica idea de que una buena vejez ha de derivarse necesariamente de una buena vida. Claro que eso es fácil sostenerlo si, como hace Cicerón, tomamos como fundamento del discurso a Catón, a quien la vejez no resultaba, como a los demás, odiosa ni pesada como el Etna, tal como refiere metafóricamente Escipión en el comienzo del De senectute. Hasta tal punto debía resultarle grato el postrer estado de la vida, a ojos de sus contemporáneos, que quedó para la Historia como Catón el Viejo; y, como refiere M. Esperanza Torrego en la introducción al tratado ciceroniano -Alianza Editorial, 2009-, leyendo la Vejez de Cicerón dan ganas de ser viejo; eso sí, viejo como lo es Catón: sano, rico, inteligente, sensato, prestigioso y respetado.
De todas formas, considero que, pese a la encontrada posición de uno y de otro, hay en el fondo un punto en común. Nuestra vejez se dibuja con los mismos claroscuros de la vida que la precede. Ineludiblemente, somos sufragáneos de nuestros precedentes: de nuestros hábitos y, en el orden moral, de nuestros principios, quien los tuviera; pues como bien dijo Baroja “a los sesenta años ya uno no se vende: o se ha vendido ya, o ha tomado la honradez por costumbre”. Porque, en cierto modo, somos lo que fuimos y lo que seremos -nihil novum sub sole-; o, dicho de otro modo, con palabras de Borges: “noto que estoy envejeciendo, un síntoma inequívoco es el hecho de que no me interesan las novedades, acaso porque advierto que nada especialmente nuevo hay en ellas...”
Alimentándose de tiempo y de sombra, como el vino, el carácter del viejo se ha ido conformando a lo largo de su existencia y, como la vida no es para el común de los mortales sino una terca sucesión de desdichas, en la que la felicidad es sólo un episodio ocasional, como dijo Thomas Hardy, el anhelo de un viejo, privado ya de toda esperanza, y sabedor de aquello que Borges afirmaba: que al cabo de los años un hombre puede simular muchas cosas pero no la felicidad, se encauza y orienta no ya a la promesa de un día feliz entre los que le quedan, sino meramente apacible, libre de congojas y pesares. Lamentablemente, no todos podemos ser como Catón.
A pesar de ello -y de encontrarme, para mi desgracia, de entre los dos partidos en que suele militar la decrepitud, no en el de los viejos pancistas y vegetativos, sino en el bando circunspecto y melancólico, propio de las personas inteligentes, al decir de Aristóteles, y disculpe el lector la grosera inmodestia-, de todas esas virtudes que Aristóteles atribuye a la vejez, me quedo con la inverecundia y con ese desinterés, cargado de cinismo, que hace del viejo lo que ahora llamamos un pasota; creo entender que algo así pretendía transmitir Montaigne cuando decía que “mucho beneficia a la decrepitud el proporcionarnos ese dulce privilegio del despiste, de la ignorancia y de la facilidad para dejarnos engañar”; pese a la gravedad y decoro del personaje, me parece percibir su perspicacia y desenfado, y una mueca de sonrisa al escribirlo.
Así pues, retomando a Thomas Hardy, resulta inevitable que con el arribo del invierno, la naturaleza, imponga su toque de queda, menguando las vidas hasta llegar a convertirlas en una nadería carente de interés; los días se convierten en una vana sucesión, si no de angustia y alifafes, de vacío y desencanto. Sin esperar ya nada, ni siquiera la muerte. Así transcurre el tiempo, vanamente, regalándole días a la parca.
Negro noviembre de 2023