El
sábado a las puertas del palacio presidencial presencié la batalla de las
“Telmópilas”. Versión andaluza –y metafórica- de aquella otra que libró
Leónidas contra el poderoso imperio persa. Fue un bello espectáculo, y no me
refiero con el adjetivo a la estética sino a la ética. Aunque, también, los
centenares de paraguas en el aguacero ponían una pincelada multicolor, alegre y
esperanzada; como salida de una película de Theo Angelopoulos, donde la lluvia
siempre está presente, como recordándonos que hay cosas que escapan a los
designios humanos; como recordándonos nuestra pequeñez y nuestra contingencia.
Pero la belleza estaba, sobre todo, en lo intangible. En la actitud ética; en
el civismo, en la tenacidad, en la insumisión, en la defensa de una causa
justa. En la dignidad.
Estos
trescientos no son, como aquéllos, feroces guerreros, pero están demostrando
estar dispuestos a dar la batalla valientemente. No digo sin miedo, porque no
es cierto. Hay miedo, porque saben a quién se enfrentan. A esos gigantes
soberbios e implacables. Hay miedo, pero se imponen a él, no se doblegan.
Ese
era el verdadero espectáculo. David contra Goliat, de nuevo. Los
insignificantes y mansos –hasta ahora- empleados de la Administración Pública
gritando basta al poderoso partido gobernante que –como en todo régimen
totalitario- ha fagocitado al gobierno y a las instituciones y los ha puesto al
servicio de sus intereses de secta.
Una
lucha muy desigual. Ya para llegar a las puertas del palacio hubieron de vencer
otro tipo de dificultades que, aunque no procedían del cielo, venían también de
muy alto, del despacho del Supremo, o desde el de aquél que a sus órdenes hace
el trabajo sucio. Y es que, durante un buen rato, la Policía impidió a quienes
pretendían acceder a la explanada delantera del palacio (sólo a aquellos a los
que algún signo externo delataba como discrepantes del sátrapa) el libre
ejercicio de sus derechos constitucionales. El más elemental, el de la libertad
deambulatoria. En román paladino, el derecho de un ciudadano a ir donde le
plazca en un espacio público.
Así
empezaba la desigual lid. Proseguía mientras duró: chuzos de punta para unos;
que, a pesar de la adversidad de los elementos, no cejaron. En tanto que para
los otros, sillones y lámparas -que valen infinitamente más que ellos- y una
buena despensa para proveer una magnífica cocina regida por cuatro cocineros de
RPT (¿o se los ha llevado Chaves a Madrid?) por si había que resistir
encerrados. Y la desigual culminación, los medios de comunicación convocados a
rueda de prensa (¡Ay del que no vaya!) para escuchar las mentiras del Supremo.
Max estrella, cesante de hombre libre.
Noviembre de 2010.