No
se alarme el desocupado lector (sigo a Cervantes –creo- al llamar así, con
todos mis respetos, al lector que me honra leyendo lo que escribo, pues siendo
esto tan poco digno de atención, por sus escasos méritos, no cabe sino convenir
que, si así le llamo, es porque considero que no halló nada mejor en que
ocuparse), no se alarme, digo, por el título con que comienzo este escrito, pues
la interrogante es puramente retórica. Yo tengo en el Defensor del Pueblo, me
refiero a la Institución y a la persona que la representa, la misma confianza
que tengo en la Justicia (quien me conoce lo sabe); es decir, ninguna.
Es
el caso que la Institución a la que nos referimos ha dado en las últimas
semanas muestras –nuevas muestras, quiero decir- de su inequívoco
posicionamiento respecto a la defensa de la Ley, frente a los abusos y desmanes
del Poder.
Una
de ellas: que el DPA considera la mal llamada reordenación del sector público
andaluz, operada mediante la Ley 1/2011 –vulgo, ley del enchufismo-, legítima y
libre de toda tacha de inconstitucionalidad; y, en consecuencia, no instará a
la Institución homónima estatal –siendo ésta la única competente para ello- la
interposición de recurso de inconstitucionalidad.
La
otra se refiere a la trama corrupta de los ERE. El asunto estriba en que, al
parecer, los mineros denunciaron ante el DPA la existencia de intrusos en los
ERE…¡¡en el año 2003!!. Denuncias que no aparecen en los informes de la
Institución. Lo leemos en este mismo medio –que tan generosa y pacientemente da
cobijo a nuestras opiniones- dice así: “A pesar de que La Razón publicó ayer
los escritos de 2003 y 2004 dirigidos al Defensor del Pueblo, en los informes
anuales de 2003, 2004 y 2005, no aparece siquiera la recepción de estos
documentos, circunstancia que debe ser aclarada por la Institución…”
Si
en algún momento albergué dudas (esas estratagemas urdidas por la razón para
embridar a la voluntad) sobre en qué lado de la trinchera estaba el Defensor
del Pueblo Andaluz, quedaron absolutamente desvanecidas al leer estas noticias
en los papeles.
Va
para tres siglos que Montesquieu –inspirado en Locke, a quien admiraba-
formulara en su obra “Del Espíritu de las Leyes” una de sus mejores y más
afortunadas ideas políticas: la de la separación de poderes. Es una experiencia
eterna, decía, que todo hombre que tiene poder siente la inclinación de abusar
de él, yendo hasta donde encuentra límites. Para que no se pueda abusar del
poder es preciso, que por la disposición de las cosas, el poder frene al poder.
No
hay libertad política en una sociedad si los poderes del Estado no están
separados y sujetos a un sistema armonioso de frenos y contrapesos mutuos. Todo
estaría perdido, decía Montesquieu, si el ejercicio de los tres poderes: el de
hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los
delitos o las diferencias entre los particulares, recayera sobre la misma
persona o grupo de personas [partido].
Esta
formulación doctrinal es el fundamento de la libertad política en las constituciones
de nuestros días, en los países que compartimos los principios culturales de la
civilización occidental. Pero no sólo eso, nuestro sistema político, en su
natural desarrollo y perfeccionamiento, creó instituciones garantistas, para
proteger los derechos y libertades frente a los abusos del poder y que, además,
no quedasen en un puro reconocimiento formal.
En
nuestro sistema político, destaca entre las instituciones de esta naturaleza la
del Defensor del Pueblo, que tiene reconocimiento constitucional y está
instituida, precisamente, bajo una rúbrica inequívoca: “De las garantías de las
libertades y de los derechos fundamentales” (de modo similar, en nuestro
Estatuto de Autonomía).
Ya
va para tres siglos, digo, y aquí parece que no nos hemos enterado. No
queremos. O, lo que es peor, no nos importa, que se haya instaurado un sistema
en el que la oligarquía de un partido domina y fagocita todos los poderes; y tira
por tierra a Montesquieu y estercola las pomposas declaraciones
constitucionales, a las que rebaja, precisamente, a eso: a hueras declaraciones
programáticas. Lo dijo Alfonso Guerra (Arfonzo): “Montesquieu está muerto…y
enterrao”. Y todavía retumban los ecos de la carcajada y el aplauso –no sólo de
los suyos- que siguió a la gracieta. Sin embargo, hablaba en serio. Y tanto.
Mas,
ya se sabe, donde no hay separación de poderes no hay libertad; y donde no
reina la libertad, reina la tiranía.
Aquí
está el quid de la corrupción y la ruina de nuestro sistema político.
Esta
oligarquía, por supuesto, pone y quita, como peleles, a los miembros del
ejecutivo, sobre los que, de ordinario –aunque no necesariamente-, ejerce su
control desde posiciones destacadas de la propia institución (Presidencia,
vicepresidencias, superconsejerías…).
Tiene
a la Justicia inclinada a sus pies, del mismo modo en que se inclina,
encorvándose, el tallo del nardo cuando un negro cuervo se posa sobre la
blancura de su flor (Justicia genuflexa, la llamó en acertada expresión uno de
sus miembros, íntegro y lúcido, ya fallecido).
Y,
también se sabe, porque lo dijo Agustín de Hipona muchísimos siglos antes que
Montesquieu, que donde no hay Justicia, no hay sociedad (“nom esse
republicam”). Porque una sociedad que no es libre no es sociedad, es rebaño.
Así como en su seno, no hay ciudadanos sino súbditos.
Y
qué decir de un legislativo cuyos miembros –y miembras- deben su escaño –y su
lealtad, por tanto-, no al pueblo soberano –al que ilusoriamente se le hace
creer que los elige-, sino a la oligarquía sectaria. Un legislativo al que –degenerando,
degenerando; hasta el punto de estar comandado por un quídam que evoca a
Cantinflas, pero con mala leche, y al que un loro podría dar clases de
retórica- no ha quedado otra función que (parafraseando a Alfred Groser)
enmendar en escasas ocasiones, nunca controlar ni investigar y siempre
ratificar las decisiones del ejecutivo.
Y
siendo ello así, ¿acaso podríamos esperar algo diferente de un Comisionado –por
muy Alto que se proclame- de tales sujetos, sujetos? ¿Cómo podría actuar con
libertad, independencia y objetividad alguien que es Comisionado de un corpus
(porcus, como decía un personaje de Dickens; y que considero más acertado) que
–con violación flagrante de la Constitución- se somete al mandato imperativo de
la oligarquía a la que se debe?
¿Qué
puede esperarse de una Institución que se reclama necesariamente ajena a partes
y partidos y que, por el contrario, es repartida entre éstos, como si de un
botín se tratara? Consulten los descreídos la propia Web de la Institución, comprobarán
que, con magnífica impudicia, no sólo no se oculta o disimula la militancia
partidista, sino que, por contra, se hace ostentación de ella.
Así
pues, ¿quedaba alguien tan ingenuo que esperara que, en unos asuntos tan
trascendentales para la supervivencia del Régimen, el Defensor del Pueblo actuase
de forma diferente a como lo ha hecho? Yo, no.
En
la película “La jungla de asfalto”, dice un gánster, en una reunión de la
banda: “…la experiencia demuestra que no se puede confiar en la policía; cuando
menos te lo esperas se ponen de parte de la ley.”
Aquí,
donde el Régimen corrompe todo lo que toca, es obligado mostrarse receloso
respecto a todas las instituciones donde alcanza su poder: cuando menos te lo
esperes, se pondrán de parte de la ley.
Mas
tranquilos, ese momento aún no ha llegado.
Max Estrella, cesante de hombre libre
Junio, 2011