LA DECADENCIA

En estos días en que, ya sin remedio y sin paliativos, la propaganda y el interés comercial han impuesto al país la celebración del Halloween al modo anglosajón, como si se tratara de una de nuestras fiestas tradicionales, algunos viejos nostálgicos, lastrados todavía por el peso de la tradición católica que mamamos desde niños, añoramos aquellos días remotos de nuestra infancia, en que, en lugar de celebrar la víspera, festejábamos los propios días conmemorativos, es decir, a Todos los Santos y a los Fieles Difuntos -¡Qué bella expresión, esta!; tan cargada, en su simpleza, de sutilezas metafísicas-, y nos divertíamos con las calabazas talladas con expresiones monstruosas, que acrecentaba el titileo de la vela prendida en su interior, y con el juego de lanzar una moneda vieja y desgastada a un trozo de cañaduz apoyado en la pared, con objeto de clavar en ella su afilado canto y, después, mordisquear la caña hasta extraerle su dulzón y chorreante jugo. Porque, entonces, en esos años 50 del pasado siglo, espantando ya el fantasma del hambre, casi todo deleite remitía a la boca. Y es así como estas festividades están asociadas en nuestro recuerdo a las gachas y los huesos de santo, a los dulces de calabaza, a las castañas, etc., y no a los disfraces.

También, estos días del Halloween, me llevan a una reflexión sobre la decadencia -que así lo percibo yo, frente a la eufórica propaganda gubernamental del Ministerio de Asuntos Exteriores y del Instituto Cervantes- de nuestro idioma. Creo recordar que hace ya unos diez años que la Real Academia Española (RAE) denunció que el creciente uso de anglicismos empobrecen la lengua castellana e inducen al olvido de algunos de sus términos; bellísimos términos muchos de ellos, añadiría yo, que acabarán perdiéndose, para desgracia de las futuras generaciones de españoles. Como ya sabemos que las instituciones españolas toman conciencia de los problemas cuando ya es demasiado tarde para hacerles frente, la RAE, dentro de veinte o treinta años, advertirá con preocupación sobre el daño que el denominado lenguaje inclusivo -esperpento creado por una comuna de individuos ágrafos y huérfanos de lecturas- produce en nuestro idioma.
Claro que, antes de que la RAE diera la voz de alarma, fue la esclarecida Carmen Calvo la que dio -¡cómo no!- el aldabonazo: “El español está lleno de anglicanismos”, dijo, y Zapatero la hizo ministra de Cultura; porque, es sabido, que el socialismo del siglo XXI -es decir, el del visionario supervisor de nubes, Zapatero, y el del autócrata Sánchez- se ha caracterizado por tener en sus gobiernos a lo más granado de la intelectualidad. Siguiendo ese criterio, la referida fue desplazada de su alto pódium de número dos de la banda por otra que promete dar a los anales más sentencias y pensamientos memorables; siendo aún más meritorio, a mi modo de ver, que ésta -la Yoli-, pese a que se declara marxista, no es, sin embargo, de la misma escuela marxista que aquélla, es decir, Grouchomarxista, sino Cantinflera; escuela esta que, como es sabido, es de menor categoría intelectual, pues, ajena a las profundas sutilezas de la doctrina grouchomarxista, se agota en las evidencias formales y sus inagotables variaciones. Constituyendo esto un evidente hándicap, es por lo que afirmo que si al final la Yoli se impone a la Calvo en el Guinness de frases célebres, resultará aún más meritorio. Pero, dejemos las divagaciones, volvamos al tema de la decadencia de nuestro idioma.

Lo que me resulta deprimente es, digámoslo así, el aspecto socio-político y psicológico de la cuestión: la decadencia del idioma no es sino síndrome o manifestación de algo más profundo: la decadencia de la nación. No hay hoy día ni un solo país, cuyo idioma oficial sea el español, en el que, para quien ame la libertad y la justicia y el progreso, merezca la pena llamar hogar o patria. Qué interés, por otra parte, puede inducir a aprender nuestro idioma, no siendo nativo de uno de esos países, si vemos cómo es preterido, si no despreciado, incluso por los propios españoles; o qué interés constatando que es el idioma propio de los narcoestados, dictaduras y satrapías más aborrecibles del orbe. A esto estamos llegando. Tal la ruina y degradación, hasta en eso, de lo que otrora fuese la grandeza de España. Y todo ello, principalmente, gracias al propio afán. Una ruina labrada afanosamente contra nosotros mismos, a través de los siglos. No hace mucho tiempo nos reíamos de los llanitos, que proclamaban orgullosos: “nozotroh zemoh ziudadanoh británicoh…” Hoy los envidio, y me digo ¡quién fuese británico!, como ellos, eso dejando a un lado que el inglés, de la pequeña Inglaterra, ya nos ha echado la pata, hablando vulgarmente. Un país está sentenciado cuando sus naturales sienten tan amargamente vergüenza de serlo.

Noviembre de 2023