MI FUNERAL

 

I

Ilusoriamente deseaba que el día de mi funeral no hubiese nadie triste. A menudo me había representado mis exequias como un acto festivo y grato –no para mí, obviamente, apartado ya definitivamente de sentimientos y pasiones-.

Me imaginaba el acto en un bello lugar, cerrado, indefinido, onírico. Lo más parecido, tal vez, a la sala capitular de cualquiera de nuestros bellísimos conventos o monasterios medievales que, por fortuna, aún perviven.

Era un recinto de rancia piedra granítica, apenas arañada por la voracidad cruel de Cronos. Un espacio recogido y cálido, carente de majestuosidad y esplendor, humilde y desnudo, propicio, en suma, para el trato con la muerte y la serenidad del espíritu. En el centro de la sala había un hermoso facistol de caoba, con forma de pirámide trunca, finamente labrado en cada una de sus cuatro cartelas con representaciones de escenas bíblicas alusivas al amor en sus diversas manifestaciones. La primera de ellas, como alegoría del amor fraterno, mostraba a Caín con la enrojecida y chorreante quijada de asno aún en la mano y, a sus pies, a Abel descompuesto y exánime. En otra cartela, como elevada manifestación del amor paternal, se representaba el sacrificio de Isaac, en el que se ve a Abrahán con la enhiesta daga suspendida y amenazante sobre el estremecido cuerpecito del niño. En la contigua se hacía referencia al inquebrantable amor conyugal, mostrando al rey David en éxtasis al contemplar el lascivo cuerpo de Betsabé en el baño. La cuarta era un enaltecimiento de la amistad, el rostro más puro y rudimentario del amor, que quedaba representado con la imagen de Judas besando a Jesús en el huerto de Getsemaní. Y sobre todas estas escenas, una cita del evangelio de San Juan, inscrita en letras de oro: DEUS CARITAS EST, o sea, Dios es amor.

En una de las caras del atril, reposaba un antifonario heterodoxo –como el difunto- que en lugar de preces y plegarias contenía poemas de Virgilio, de Borges, de Quevedo, de Ángel González, de Miguel Hernández  y de otros poetas que me fueron gratos y, tal vez –deseaba que a alguien se le hubiese ocurrido-, algunos versos míos. Ocho, como el día en que nací, y cada poema estaba hermanado a un determinado fragmento musical, que sonaría tenuemente mientras aquél era recitado: el andante del trío para piano número 2 de Schubert, In a Village de Ippolitov-Ivánov, el romance del Gadfly de Shostakovich, el Ruhevoll de la cuarta de Mahler, la Balada número 1 de Chopin, la marcha árabe del Cascanueces de Tchaikovsky, Strike the viol de Purcell y, para concluir la liturgia funeral, la excelsa cantata 147 de Bach: Jesús alegría de los hombres.

Entre la lectura de una y otra pieza había dispuesto que la concurrencia -aquellos que amé y me correspondieron y me sobrevivieron- intervinieran evocando las vivencias que tuvimos la suerte de compartir: Os acordáis cuando estuvimos en…, fue genial, qué bien lo pasamos…; o cuando fuimos una vez al pueblo y una, no me acuerdo bien quien fue, se meó encima de la risa, y fuimos ya todo el paseo acompañados del chapoteo cadencioso de los zapatos inundados de pis, que resonaba majestuoso en el silencio profundo de la madrugada: chop, chop, chop… Algo así, entreverado con otros testimonios al más puro estilo elegíaco, o sea, hipócritas, exagerados, fatuos y –lo que en verdad resultaba más molesto a mi imaginación- tan pretéritos: “era…, pensaba…, tenía…, decía…”.

Todo resultaba muy emotivo y afectuoso y casi melancólico, en la línea fronteriza de la tristeza. Y, aunque las recatadas lágrimas no llegaron nunca a abandonar su cálido refugio ocular, hacían brillar, sin embargo, los ojos de algunos -más los de ellas- del mismo modo en que al amanecer brillan las gotas de rocío sobre las briznas de hierba.

 

II

Es proverbial el egoísmo de los viejos, dicen; sin embargo, creo que lo supera el de los difuntos. Los muertos, hasta que todos se olvidan de nosotros, que es cuando verdaderamente morimos, nos volvemos exacerbadamente egoístas. No pensamos absolutamente en nadie, mas que en nosotros mismos. Y si, no obstante, a veces, lo hacemos, no es sino como instrumento o medio para satisfacer nuestros deseos o hacer realidad nuestras vanas e imposibles ilusiones.

Y digo esto porque, entre unas cosas y otras, la liturgia fúnebre duraba ya más que una misa arzobispal cantada con toda solemnidad y boato. Eso sin contar las molestias –y el gasto- en que hacía incurrir a los asistentes. Personas que si, a pesar de todo, estaban allí era porque indudablemente me apreciaban. Y todo eso para satisfacer la vanidad de un muerto. Que, aunque las honras fúnebres las había pergeñado de vivo, lo habían sido, sin embargo, para disfrutarlas difunto, como es obvio. Y es que esa es la naturaleza humana, tanto de los vivos como de los muertos: vanitas vanitatis, et omnia vanitas.

Pero, ¿quién no sucumbe a la vanidad? Debí haber hecho caso a Montaigne, a quien había leído con tan poco provecho, como se puede ver. Montaigne en uno de sus Essais, precisamente titulado ‘De la vanidad’, ya advertía sabiamente que este negociado, el de la muerte, es acto de un solo personaje y que, en el mundo de las relaciones afectivas, lo propio era hacer extensiva la alegría y restringir la tristeza. Mas yo, como todo necio, pensaba que podía torcer la ley inexorable que rige afectos y emociones. ¡Qué equivocado estaba! Qué hueca nadería es la ilusión humana, y que lejos anda siempre de la realidad.

III

Contemplaba mi funeral, como Don Juan, y qué diferente empezaba a resultar de lo que había imaginado y establecido. Me explico, el rito fúnebre comprendía –como no podía ser de otro modo- la ‘comunión’ bajo las dos especies, de manera que en el fondo de la sala estaba primorosamente dispuesto un bufet bien surtido de manjares diversos y una selecta muestra de los vinos patrios de los que fui devoto en vida -también heterodoxos, nada de riojas y riberas-: Alicante, Bullas, Terra Alta, Priorat, Somontano, Toro… Y, ya se sabe, estando el vino por medio, siendo además tan irresistiblemente delicioso, no es de extrañar, pues, que se confirmara lo que el gran maestro Borges intuía y predicaba sobre el vino en aquél hermoso verso: vino del mutuo amor o la roja pelea…, pues entre los morreos de unos y otras y las agrias discusiones políticas entre los paleoprogres  y los neofachas, la cosa empezaba a desmadrarse.

 IV

Cuando llegaron los municipales –tan despistados, por lo común, como cantó Brassens-, alertados por los vecinos hartos del escándalo, ya no quedaba en pie nada ni nadie. Los más perjudicados, incapaces de darse el piro al oír las sirenas, yacían indecorosos entre los restos del naufragio. Como pudieron, torpemente, intentaron hacer ver a la autoridad que no hacían nada malo ni prohibido, que se encontraban celebrando el funeral de un amigo; que como era, fue, un poco raro, de ahí lo de la comida y el vino y la música y los parlamentos y todas esas extravagancias que se habían ido un poco de madre. Sí caballero, dijeron los guardias, pero ¿y el difunto?, ¿dónde está el muerto?, o, por lo menos, las cenizas ¿dónde están las cenizas?; a eso nadie supo responder. Nadie pudo dar señas del muerto, nos habíamos olvidado del muerto. Por su parte, los denunciantes, arremolinados en la puerta, debatiéndose entre la curiosidad, la inquina y el cabreo, echaban leña al fuego y alentaban otra versión muy diferente: De funeral nada, habrase visto, ¡qué desvergüenza! Ahí lo que se ha estado celebrando es el cónclave de una secta. Versión que, por ser más del agrado del público, más novelesca y más acorde con la idiosincrasia patria, terminó imponiéndose en los medios locales.

Así, en el siguiente número de la revista quincenal El Egabrense, correspondiente a la segunda quincena de marzo, pudo leerse, en lugar destacado de la portada, la siguiente noticia: “Localizada en Cabra una importante secta político-satánica, que celebraba sus asambleas en un conocido convento de la localidad, cuyo nombre omitimos deliberadamente para no dañar la buena reputación de la Congregación, ajena a las indecorosas actividades que se desarrollaban en sus dependencias. Ya hubiese querido Stanley Kubrick disponer para su película Eyes Wide Shut del atrezo, la coreografía y el selecto ambigú que esta secta, aun pueblerina, gastaba en sus sesiones demoníaco-orgiástico-políticas.”

En el mismo número de El Egabrense, en un faldón en la penúltima página, en la sección Curiosidades maCABRAs, podía leerse lo siguiente: “Muere un hombre en Salamanca, aplastado por un nido de cigüeña que se desprendió de la espadaña del convento de San Esteban. El desafortunado, que aún no ha podido ser identificado, solo llevaba encima una fotografía, en la que se le ve sentado en un banco de la Plaza Vieja, lugar que identificamos sin lugar a dudas porque a sus espaldas puede leerse nítidamente el siguiente cartel: Bar El Tobalo. Ello nos induce a pensar que puede tratarse de uno de nuestros paisanos y, por tanto, a reflejar el caso en nuestra sección Curiosidades maCABRAs;”.

Así que era eso, me dije. Un nido de cigüeñas. Ya es mala suerte. Hastiado del régimen socialista andaluz, que amenazaba durar más que el de Franco, decidí autoexiliarme en Salamanca, buscando un aire más limpio, algo de libertad y tranquilidad, y una palanca –gracias, don Miguel- que impulsara mi carrera literaria hacia la gloria. Aunque, si bien lo pienso, siendo optimista, no me fue tan mal, terminé consiguiendo lo que anhelaba –salvo la libertad-: paz y gloria eterna.

 V

Abrumado por las adversas circunstancias que se me iban revelando, me pareció percibir algo importante: ¿Cómo era posible que, siendo yo difunto, tuviese conciencia del ser y captase los sucesos como un espectador omnisciente? Aunque ese estado de conciencia fuese en cierto modo impreciso y nebuloso, algo así como el que debió padecer Manuel Cruz, aquel personaje del relato El día del Juicio Final. Creo que Manuel Cruz en virtud de la sentencia recaída sobre él el Día del Juicio Final, no sabría afirmar si había sido castigado o, por el contrario, recompensado. En ese momento pensé que me hallaba en un estado semejante, ayuno de certezas, en el incierto ámbito que discurre entre la realidad y la quimera, perdido en la oscura inmensidad del cosmos, flotando a la deriva.

Para que se hagan una idea más precisa, quienes no conozcan el relato, esto cuenta el autor, Gabriel Tristán, de Manuel Cruz:

“Dios juzga a todos y a cada uno de los hombres.

Cuando llama a Manuel Cruz, le dice:

-Hombre de poca fe. No creíste en mí. Por eso no entrarás en el Paraíso.

-Oh Señor –contesta Cruz-, es verdad que mi fe no ha sido mucha. Nunca he creído en Vos, pero siempre te he imaginado.

Tras escucharlo, Dios responde:

-Bien, hijo mío, entrarás en el Cielo; mas no tendrás nunca la certeza de hallarte en él.”

Así empezaba yo a sentirme, como Manuel Cruz.

 

Entonces oí los gritos: ¡Levántate ya, vamos! Que vas a llegar tarde al trabajo.


Adverso enero de 2022

UN DÍA TRISTE Y FRÍO

 De nuevo el inclemente invierno lanza un cruel zarpazo que me deja una muesca de aflicción en un corazón tan lleno ya de cicatrices y de ausencias que parece de momia. Nos dejó Rafael. Lo conocí hace 39 años, y recuerdo con detalle las circunstancias; esto sucede solamente cuando una persona deja huella. Rafael era de esas personas, de las que dejan huella. Confluían en él un conjunto de virtudes, cuya coincidencia no suele darse sino en las grandes personas, pues suele ser lo habitual que la naturaleza, o el azar, reparta desigualmente sus dones. Rafael era inteligentísimo, integérrimo, amabilísimo, modestísimo y buenísimo; sí, todo ello en grado superlativo. Quienes tuvieron la fortuna de conocerlo y tratarlo se dividían en dos bandos: los que lo apreciábamos y los que lo respetaban; pues tal era su benevolencia y rectitud que nunca consiguió hacer enemigos, cosa extrañísima y rara siendo, como fue él, una persona poderosa e influyente. Cosa, por cierto, esta última que he dicho, de la que él era consciente y así, en confidencias propias de la amistad, decía: “Yo no sirvo para esto, para esto hay que ser muy sinvergüenza…”; pero se equivocaba, sí que servía y dio un ejemplo de cómo se puede ejercer el poder con honradez e integridad, respetando la ley y sirviendo a la ciudadanía, que no para otra cosa se dota de poder a las personas que ejercen las altas magistraturas. Como esto constituía un mal ejemplo –considerando los estándares políticos patrios- pues dejaba en evidencia a casi todos, los que mandaban en su partido no lo querían. Muchos de aquellos altos cargos con los que se veía obligado a relacionarse, no pudiendo cuestionar su autoridad moral e intelectual, lo compadecían con altanería y lástima. Cuando fue apartado de sus altas responsabilidades en la Administración de la Junta de Andalucía, el Partido –no hace falta siquiera nombrarlo-, siguiendo la doctrina aquella de Zarrías o Guerra ‘de cuidar muy bien de los heridos y enterrar mejor a los muertos’, le ofreció una prominente canonjía en el Canal Sur, que rechazó sin pensárselo dos veces. Obviamente, no era como los otros.

Se une a la pena la indignación. En este país, donde entre las élites de la política impera la mediocridad, el oportunismo, la envidia, la mentira y la desvergüenza, Rafael jamás tendrá el reconocimiento y la gratitud que merece. Ninguna calle llevará su nombre, ningún galardón pondrá punto final a su currículum; en este país las medallas cuelgan del pecho de los canallas que dan nombre a sus calles y plazas.

Sí quedará su ejemplo y su recuerdo, sin embargo, en el corazón de los que lo conocimos y quisimos. Mi hija, siendo niña, en un simpático ejercicio de paranomasia, en lugar de referirse a él como Rafael Benavente, le llamaba Rafael Buenagente. Ese será tu galardón en nuestros corazones; adiós para siempre, Buenagente.

Enero de 2022