Desde que Mr. Chance, con su estúpido engendro de la ‘alianza de civilizaciones’, comenzó su cruzada contra la civilización occidental, en favor de lo que la progresía dio en llamar ‘multiculturalismo’, una de sus primeras víctimas fue la música clásica, entendida como manifestación de la tradición musical -sacra y profana- de la cultura occidental, fundamentalmente europea.
Como forma parte de la esencia del socialismo del siglo XXI, zapateril y sanchista, la patrimonialización y colonización de todos los poderes del Estado, de sus instituciones y empresas y organismos públicos, de toda índole, Radio Nacional de España no fue una excepción; y, menos aún, su cadena Radio Clásica, apóstol de la cultura occidental. La primera víctima fue, pues, su buque insignia: Clásicos Populares; el programa fue cancelado y, obviamente, fueron cancelados -odiosa expresión, con que el buenismo progre rebaja a la condición de cosa u objeto a las personas- sus principales sostenedores, admirados y queridos por todos, Araceli y Fernando. Y, a partir de ahí, en Radio Clásica se puede escuchar música étnica, flamenco, cuentos infantiles, coplas, jazz, música country, música oriental, etc., y largas conversaciones con los amiguetes de la casa; de todo… menos música clásica. Yo, que tenía la costumbre de hacer casi todas mis actividades domésticas, leer, escribir, incluso caminar o conducir, con el trasfondo musical de Radio Clásica, me he visto obligado a modificar un hábito tan consolidado en mi ermitaña y rutinaria vida y tirar de YouTube y de mi surtida discoteca, pues no hay vez que no termine apagando la radio o cambiando de canal, ante tanta música de chinos o de moros, o ante tanta cháchara vana.
De modo que fue por pura casualidad que, estando absorto en un divertidísimo pasaje de Dickens, no apagara la radio, como ya había decidido, y diera ocasión a que, minutos más tarde, se ofreciera, extrañamente, al oyente los Recuerdos de la Alhambra, de Tárrega, y con ello, además del disfrute de tan bella pieza, la remembranza de una tarde grata y entrañable.
No recuerdo con exactitud la fecha, pero, si la memoria no me traiciona, cosa probable, pues es tan embustera como los ojos, creo que fue en los primeros años de la década de los noventa del pasado siglo. Tenía por aquel tiempo mi destino profesional en la Dirección General de Universidades e Investigación, y, en virtud de ello, fui designado por mi condición funcionarial para formar parte -con voz y sin voto, como suele usarse en este tipo de órganos- del jurado que había de otorgar ciertos premios de investigación. Entre otras eminencias, formaba parte del jurado el insigne filólogo don Manuel Alvar, que, entre otros méritos de su dilatado y extraordinario currículum, acreditaba entonces el de académico de número de la Real Academia Española (RAE), ocupando el sillón T, hoy en las posaderas del magnífico escritor Arturo Pérez-Reverte.
La sesión de trabajo se celebró en el Hospital Real, sede del rectorado de la Universidad de Granada. Trabajar en un lugar como ese resulta impresionante. Sobrecoge no sólo la refinada belleza arquitectónica de sus patios y salones, sino la ineludible memoria del dolor y el sufrimiento que sus muros acogieron y contemplaron.
Como suele ser habitual en este tipo de actos, sobre todo si los presiden autoridades políticas, como era el caso, el fin de los trabajos fue coronado con un excelente almuerzo en la terraza, al pie de la Alhambra y con vistas a Sierra Nevada, del hotel Alhambra Palace. Pues es sabido, y aceptado mansamente sin protesta, por quienes pagan los fastos, es decir, los contribuyentes, que a nuestros políticos, ya sean de jurisdicción grave o vaporosa, ya extensa o breve o populosa o despejada, ya de este o aquél color político, da igual, les agrada disparar con pólvora del rey, y regalarse con los más exquisitos manjares y elixires, siempre que la cuenta corra a cargo de otros. Aquí el lector crítico podrá censurar mi participación en el banquete, y llevará razón. He de alegar, sin embargo, como atenuante en mi descargo que en toda mi vida profesional han sido más los casos en que he rehusado que aquellos en que me he visto obligado a aceptar. Pues no soy amigo de dispendios, menos aún si se realizan a costa del contribuyente. Y, cuando he tenido la autoridad y la ocasión y la potestad para realizarlos, jamás lo he hecho; porque considero, además, que las instituciones no se prestigian y dignifican con suntuosidades y opulencia y banquetes y privilegios, sino con la rectitud y eficacia en el cumplimiento de sus fines y con el ejemplo de quienes las sirven, sobre todo de quienes las dirigen y gobiernan.
Pues bien, concluido el banquete, cada mochuelo se dirigió a su olivo, como dice el refrán, y la comitiva de coches oficiales abandonó el recinto del hotel. Siendo las circunstancias concurrentes que yo acudí solo, que iba en mi propio coche y que era, entre los asistentes, la persona de menor rango y categoría, me cupo la obligación (para mí, el honor) de transportar, llegado el momento, a don Manuel Alvar al aeropuerto, y de acompañarlo y entretenerlo hasta la hora de salida del vuelo.
Yo conocía a don Manuel de oídas, como suele decirse; y, también, porque en mi casa abundaban los libros de filología, dado que mi esposa era licenciada en filología y profesora de lengua y literatura. Quiero decir que no me resultaba un absoluto desconocido, y que sabía de él mucho más de lo que él sabía de mí, como es natural. Como estábamos muy cerca, decidimos echar la tarde, hasta la hora del regreso, paseando por el Carmen de los Mártires y sus alrededores.
En el transcurso de una breve relación de este tipo es lo natural sostener una conversación insustancial sobre aspectos comunes y ordinarios de la existencia: qué eres, de dónde eres, dónde vives, estás casado, tienes hijos, etc.; fue así como supimos que habíamos nacido el mismo día, el 8 de julio, con treinta años, exactamente, de diferencia. Yo, por mi parte, además de llenar de humanidad lo que hasta entonces para mí era sólo un nombre en los papeles, descubrí, o, mejor dicho, constaté de nuevo, que con frecuencia las buenas personas, mientras más grandeza alberga su existencia, y más motivos fundados tienen para ensoberbecerse, más humildes, modestas y agradables en el trato resultan. Aunque, por desgracia, sea más frecuente encontrar lo contrario: tontos envanecidos y malvados.
Cuando ya cogí un poco de confianza, viendo su natural afable, y sabiendo que era, tal vez, el mayor dialectólogo de España, me atreví a preguntarle lo siguiente:
Don Manuel, ¿no cree usted que los sevillanos son los que peor hablan, entre todas las hablas de Andalucía? A lo que me respondió, partido de risa: Mientras se cumpla la principal función del lenguaje, que es la comunicación, no puede afirmarse que nadie hable mal.
Me agradó su respuesta, y me convenció. Aunque más tarde pensé que las risas que la precedieron era una forma elegante y discreta de darme la razón. Que me perdonen la familia y amigos sevillanos, y aquellos otros que sin serlo estén leyendo esto, pues no es mi intención ofender a nadie.
Fue una tarde estupenda que, transcurridos 30 años aproximadamente, todavía recuerdo grata y vivamente; ahora, después de tanto tiempo, ya no puedo escuchar a Tárrega o mentar la Alhambra sin que acuda a mi memoria tan apacible recuerdo.
Octubre de 2023