CERDOS ILUSTRES

No digo que el fenómeno ocurriera desde el mismo momento en que el hombre domesticara al cerdo, pues eso sucedió, según determina la ciencia, hace miles de años, pero desde luego sí que han transcurrido ya muchos siglos desde que algunos de ellos, los cerdos, alcanzaran fama, reconocimiento e, incluso, la inmortalidad. Obviamente, tal cosa se produjo en el imaginario orbe de las fábulas, los cuentos populares y, más recientemente, en el de las modernas artes, como el cine o la televisión. Cualquiera que lea esto, sea de la generación que sea, habrá sido, sin lugar a dudas, entretenido en uno u otro momento de su infancia con las andanzas y aventuras de alguno de los distinguidos cochinos del momento: con los tres cerditos, con los sketch del tartamudo Porky Pig, o de la sensual Peggy de los Teleñecos, desplazada en estos tiempos por la asexuada Peppa Pig, o con Babe, el cerdito que se sentía perro, un precursor en eso de la identidad de especie, al que, no me cabe la menor duda, el ministerio de la cosa reconocerá su derecho a ser tratado como tal, bajo pena de multa, o incluso de cárcel, para aquellos negacionistas que osen cuestionar su condición canina.
Claro que, como digo, todo esto ocurría exclusivamente en el terreno de la ficción... hasta que llegó George Clooney, que erigió el segundo gran mojón, con perdón, en la historia porcina. El primero fue, obviamente, la domesticación de la especie, después George Clooney, con su cerdito Max, supo exaltar la condición porcuna y convertir al cerdo en animal de compañía. Luego otros famosos de la beautiful people siguieron su ejemplo y cambiaron los perros o los gatos por los gorrinos. La duquesita, Paris Hilton, Miley Cyrus, y hasta la mismísima Elsa Pataki, ¡qué contrariedad!, porque a la Pataki, tan dulce, lo que le pega es un bichón maltés o un gato de Angora y no un guarrillo.
Cabra, mi pueblo, que no se queda atrás en nada, no se sabe por qué misteriosa razón -dicen algunos que por el agua de la Fuente del Río- producía, desde mucho antes de Carmen Calvo, gente ilustre como churros. Ahí está, por ejemplo, el célebre conde de Cabra que aparte de sus gestas galantes, de las que dan cuenta el excelso romancero español y las canciones infantiles de Lorca, protagonizó la memorable hazaña de hacer prisionero al rey Boabdil, el Chico, el Llorón; eso sucedió en la batalla de Lucena, cuando el conde de Cabra tuvo que acudir al rescate de los lucentinos y librarlos del asedio de las tropas nazaríes, del mismo modo en que, muchos años después y en dos ocasiones, hicieron los norteamericanos por los franceses, es decir, sacarles las castañas del fuego, si el lector me permite el símil retórico. Y muchos siglos antes de eso, en la remota España visigoda del siglo VII, ya teníamos un obispo -Bacauda- que participó en el Concilio de Toledo; o, un par de siglos más tarde, una secta herética -los acéfalos o casianos- que llegó a constituir una iglesia cismática, supra arenam constructam, como dijo el concilio, porque el hecho, siendo de tal importancia y gravedad, llegó a provocar la convocatoria de un concilio -"no inserto en nuestras antiguas colecciones y del todo desconocido”, según afirma don Marcelino en su Historia de los heterodoxos- para la erradicación de sus herejías. O sea, que el pueblo ha dado incluso herejes de categoría premium. Y hasta los íberos llegaron a asentar sus reales en el pueblo, llamado entonces Licabrum, en tiempo inmemorial, según acreditan los recientes descubrimientos del yacimiento arqueológico del Cerro de la Merced. Eso sin contar que, ya en época moderna, tuvimos hasta Banco de España, con sus dos guardiaciviles armados en la puerta, a la manera de los dos leones del Congreso; que, para redondear, sólo nos hubiese faltado un premio Nobel, da igual de qué, de lo que fuera, entre los paisanos.
Lo que quiero decir es que, con tales propicios hados y tan distinguidos antecedentes, no íbamos a ser menos en eso de los cochinos.
Y es que si el hombre primitivo consiguió meter en los corrales a los cerdos salvajes, haciéndoles ver que les convenía renunciar a su libertad a cambio de tener satisfechas todas sus necesidades vitales, sin precisar someterse para obtenerlo a las desagradables vicisitudes de la vida salvaje -lo que, por cierto, sirvió de inspiración a los modernos déspotas, que descubrieron la forma de rendir nuestra libertad a sus caprichos, a cambio de proveernos de lo necesario para ahorrarnos el trabajo y las fatigas de pensar, decidir y ganárnoslo, es decir, la molestia de vivir, como lúcidamente advirtiera Alexis de Tocqueville-, y todo ello, por supuesto, una vez aceptada por éstos, los cerdos, la ineludible ley natural del más fuerte, conforme a la cual, salvajes o domesticados, su destino final era servir de alimento a otros; pues bien, prosigo, si ese fue el logro del hombre primitivo respecto a los cerdos, George Clooney consiguió dar una vuelta de tuerca al asunto y meterlos en nuestras alcobas y salones.
Pero, más allá de ambos logros, mi pueblo se alzó con el mérito de haber sabido cubrir el espacio social que había vacante entre la intimidad familiar del hogar y la deshumanizada zahúrda. Digamos que socializó al cerdo, ennobleciéndolo en sus relaciones sociales, poniéndolo en la calle, como un vecino más, y elevándolo a la categoría de animal social, zoon politikón, como dijo Aristóteles. No se alarme el lector, seguidamente expondré los hechos en que fundo tal inferencia.
No sabría indicar con exactitud el momento fundacional de la costumbre -el cerdo domesticado tenía ya miles de años, el edificio del asilo se construyó en el siglo XVII, la lotería se inició en el siglo XVIII, y la congregación de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados se fundó a finales del XIX-, deduzco de tales datos que la costumbre de rifar un cerdo por Navidad, implantada por el asilo egabrense regentado por las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, pudo, dentro de lo probable, iniciarse, como muy pronto, a principios del siglo XX. En todo caso, puede afirmarse con certeza, excluyendo cualquier posibilidad de error, que a mediados del XX estaba plenamente arraigada, pues en esa época yo la conocí y doy testimonio de ello en estas páginas. Obviamente, no es el mero hecho de la rifa lo que sustenta el logro egabrense respecto al cerdo, pues rifas ha habido, desde su invención, de toda clase y condición y en todos sitios. Lo peculiar de la costumbre consistía en que, dada la escasez de recursos materiales de que disponían las hermanitas para mantener y sainar al animal, tuvieron la ocurrencia de abrirse al pueblo y hacer partícipes del evento a todos los actores implicados en el lance. Y así, de tal manera, desde que, aproximadamente en mayo o junio, el cerdo ingresaba en el asilo y hasta finales de diciembre o principios de enero en que lo abandonaba, el cerdo en compañía de un par de ancianos residentes recorrían las calles del pueblo, pidiendo en las casas los despojos de la comida y ofreciendo la compra de alguna papeleta de la rifa. El cochino, en el transcurso de los días, daba testimonio de la eficaz solidaridad popular y alentaba con su creciente hermosura el interés de los vecinos por la rifa.
Los niños que jugábamos en la calle -entonces los niños podían jugar en la calle-, a la voz de alarma: ¡que viene el cochino del asilo!, disfrutábamos viendo pasar la comitiva o, incluso, la acompañábamos hasta la esquina, porque el cochino del asilo era ya una institución para nosotros, casi comparable al revoleo de la bandera de la Virgen de la Sierra. Pero a este cerdo debemos sólo la mitad del mérito, o aún menos, pues la costumbre no duró demasiados años, ¡el progreso!, y porque el cochino del asilo, aún siendo de carne y hueso, fue pronto superado por el de Los Granaínos, menos sanguíneo pero más afamado y reputado.
Cuando se acercaba la Navidad, pese a que aún seguíamos inmersos en la grisura de la autarquía implantada en la potsguerra, las calles egabrenses, o más propiamente, el ambiente reinante en ellas, se teñía, al menos para los niños, de un color especial y se contagiaba de una alegre agitación. Eso se manifestaba, sobre todo, en los escaparates de los numerosos y variados comercios que colonizaban las calles centrales del pueblo. A falta de otras diversiones, visitar escaparates constituía un entretenimiento habitual. A los niños nos gustaban sobre todos los demás tres de ellos: El escaparate de la confitería de Emilia Fernández, siempre tan primoroso, con su roscón con forma de serpiente, sus exquisitas chucherías, los paquetes de cigarrillos y las monedas doradas y plateadas de chocolate; la tienda de Pérez -la primera que vendió televisores y gas butano- con sus enormes y numerosos escaparates repletos de toda clase de juguetes, inasequibles la mayoría de ellos para las modestas economías de nuestros padres, pero que, pese a las decepcionantes experiencias de los años precedentes, no dejábamos de visitar, embobados, casi a diario; y, en tercer lugar, el de Los Granaínos. Los Granadinos era un comercio como los que en las películas del oeste, que echaba Galisteo en el Cine Principal, llamaban General Store, o sea, que tenía una variedad de género de lo más diverso y heterogéneo. Y, allá por el mes de noviembre, cuando se acercaba la época de la matanza, Los Granaínos acostumbraban a exhibir en el escaparate los pertrechos relacionados con tan popular -y tan pragmático, en época de necesidad- rito. Y así, rodeado de los cuencos de coloridas especias, las tripas para embutir, los cuchillos, picadoras y demás instrumental de la matanza, presidiendo la zona más destacada del escaparate, era colocado el celebérrimo cochino de Los Granaínos. Era éste una talla policromada, de unos cincuenta centímetros de altura, que representaba la imagen de un cerdo erecto sobre sus dos patas traseras, de semblante risueño, con una mano posada en la cintura y la otra flexionada y alzada a la altura del rostro, como si fuese un camarero llevando una bandeja -que no descarto hubiera sostenido realmente en sus primeros tiempos-, y una pierna adelantada ofreciendo un aspecto garboso y saleroso, y vestido recatadamente con una especie de calzón corto de gruesas rayas verticales rojas, que, de haber sido azules, hubiesen sugerido un muy probable parentesco con Obelix. En algún momento, se le colocaba un cuchillo, en una hendidura que tenía a la altura del cuello, pero tal cosa no convertía su aspecto en macabro ni le restaba un ápice a su bizarría; más bien resultaba un detalle gracioso y pedagógico.
Y así fue, gracias a la ocurrente estrategia publicitaria de unos avispados comerciantes, cómo el cochino de Los Granaínos fue adentrándose en la memoria, conversaciones, historias y chanzas de niños y viejos, hasta convertirse en una institución cultural del pueblo; que pervive en nuestros días, pese a haber desaparecido hace años la casa comercial que lo engendró. Dicen que hasta se ha creado en el pueblo una asociación cultural que lleva su nombre; no me extraña, pues el fenómeno, de no haber estado exclusivamente circunscrito al ámbito egabrense, hubiese constituido un destacado hito cultural en la historia de nuestra decadente y periclitada civilización occidental, en la que el cerdo ha desempeñado siempre un papel importante. Creo yo que la aportación del cochino de Los Granaínos al copioso acervo cultural egabrense no ha sido reconocida como merece. Se me ocurre que el pueblo debería honrar su memoria erigiendo un fastuoso monumento en su honor; que bien podría ser, a imitación del famoso Torico de Teruel, una soberbia columna coronada con su polícroma figura, que sería situada en lugar destacado del pueblo, por ejemplo, en medio de la Plaza Vieja, donde antiguamente se colocaba sobre su pedestal el muy mentado y denigrado municipal de la Plaza Vieja a dirigir -o como quiera que se llamase lo que hacía- el tráfico procedente de los cuatro puntos cardinales. Y así, además, el cochino de Los Granaínos desbordaría, sin duda, las fronteras del pueblo, y pasaría a ser conocido y reconocido más allá del territorio de la Subbética, como tantos otros ilustres paisanos. Ahí lo dejo, a ver si cuaja.

Marzo de 2024

CERRALBOS DEL SELLA

Sin más causa o razón que un deseo caprichoso, se me antojó el otro día volver a ver la trilogía -trilogía de tres películas, como dice un buen amigo mío- de Cerralbos del Sella. Antojo, por otra parte, que no resulta inusual en mí, pues no dejo pasar mucho tiempo sin sucumbir al deseo vehemente de ver alguna de las películas de José Luis Garci, que me encantan.

Se ha definido el cine como lenguaje visual; siendo así, muchas de sus películas, no sólo las de Cerralbos del Sella, son, pues, poesía visual. En general, me gustan casi todas, por no pararme a pensar si hay alguna que no me guste; historias tan reales, llenas de amables personajes -interpretados soberbiamente-, cargados de ternura y humanismo y de melancólica tristeza, de diálogos tan auténticos como refinados y no exentos en muchas ocasiones de un simpático y exquisito sentido del humor, los magníficos decorados de Gil Parrondo, la cuidada fotografía… Me agrada la recurrencia de una serie de elementos que configuran sus señas de identidad: la nostalgia de otro tiempo, tal vez menos próspero, incluso atrasado, pero más entrañable y cercano; y de otros lugares, siempre presentes y añorados: Manhatan y su Madison Square, la Penn station, la Quinta avenida…; Asturias, sus playas, sus pueblos, sus ciudades; Madrid, por supuesto, Madrid, visto desde el cielo y la tierra, el Madrid antiguo y el nuevo, el Manzanares, sus jardines, sus plazas…; la nostalgia de los deleitosos placeres del espíritu: la Navidad, su Atleti, el boxeo, la cantata Jesús alegría de los hombres de Bach, el mus…, todos siempre ahí en sus historias, como la lluvia en las de Theo Angelopoulos. Pero, discúlpeme el lector el excurso, y regresemos a Cerralbos del Sella. Allí cae lánguida la sedeña nieve y su albura va alfombrando de gala las pocas calles del pueblo. El radiante manto ampo acentúa, en la oscuridad temprana de la noche, el contraste de luces y sombras, haciendo la estampa más bella y primorosa. En la esquina cercana a la taberna, donde sopla quejumbroso el aire, se arremolinan los copos como si ejecutaran una alegre danza, representada bajo los acordes del silencio -desatendido y despreciado silencio, en este tiempo amante del alboroto y la trivialidad, ignorante de que el silencio es la música de los dioses y de la errante luna y del alma-.

Si fuese sábado, en la calle de la taberna se oiría, sin embargo, el eco de las voces de John Wayne o de Humphrey Bogart, pues la taberna de Cerralbos del Sella no es sólo taberna sino salón de cine, de juegos, de baile y de cualquier otra actividad festiva o cultural. Asomo mi imaginación a la ventana, casi opacada por el vaho del cálido ambiente interior, y me embeleso complacido contemplando el ambiente apacible y cordial que se respira. En un rincón, las fuerzas vivas del pueblo -el cabo de la Guardia Civil, el alcalde, el cura y el boticario- juegan al dominó; los paisanos se solazan con el clarete y la tía Gala discute con don Matías, el cura, desde su mesa, mientras reproduce, solitaria, una partida del inmortal Alekhine, en un tablero con piezas Staunton 6, en el que curiosamente las blancas juegan con dos reyes, cosa, amén de irregular, insólita, pues en el tablero, como en la vida, la corona solo puede descansar sobre una cabeza. Un fallo de utilería, que pasó desapercibido a Garci, lo que me inclina a pensar que entre sus aficiones no figura el ajedrez. Pero, olvidemos eso, que carece de importancia. Lo importante es que le dan a uno ganas de vivir en un pueblo así.

Me conmueve ver esas historias, como siempre, hasta hacer brotar alguna lágrima, pese a haberlas visto tantas veces. Y me acuesto llevándolas conmigo y reproduciendo in mente sus secuencias. Me veo entrando en el pueblo por la estrecha carretera, me da la bienvenida en su cabalgadura el jinete del anuncio de Nitrato de Chile, cuyos azulejos ocupan casi todo el muro de la casilla de los peones camineros, y en el sopor del sueño no sé si llego a Cerralbos o a Cabra, si son recuerdos o ensoñaciones lo que discurre. En el fondo da igual, pues memoria y fantasía son la misma cosa. En todo caso, pienso o imagino pensar, lo importante es que esa nostalgia de un tiempo y un lugar que remite a los lejanos días felices de la niñez, sea real o soñada, resulta un dulce bálsamo para aliviar las cotidianas congojas.

Marzo de 2024


LA MUJER DEL CÉSAR

Los funcionarios, aun jubilados, padecemos como los ratones una pulsión irrefrenable hacia los papeles. Hurgando en una librería de viejo en Salamanca, di con un legajo polvoriento que me hizo fantasear que estaba descubriendo para el mundo misceláneas inéditas de don Juan de Mairena, como aquella vez en que confundí el bohordo de una pequeña pita con un gigantesco espárrago, pensando que a los avispados buscadores de espárragos le había pasado desapercibido precisamente por su tamaño descomunal, y ya me vi en el libro Guinness, para envidia y escarnio de mi amigo César y de otros expertos y perspicaces esparragueros.

Obviamente, la realidad estaba muy lejos de mis fantasías; pero eso me llevó a pensar que no se hacen necesarios nuevos sorprendentes descubrimientos, que Antonio Machado es inmortal y sigue vivo en sus apócrifos personajes; de modo y manera que, siendo así, no resultaría extraño que Juan de Mairena volviera a las aulas, ahora que se hace tan necesaria, y se echa tanto de menos, su honesta y profunda sabiduría, su rectitud de criterio y su filosófica sencillez. Así que me lo imagino de nuevo sobre el entarimado del aula y pienso qué es lo que diría a sus alumnos sobre los sucesos consuetudinarios que acontecen en la rúa en estos días convulsos; por ejemplo, que les diría sobre los inconvenientes e inadecuados negocios, por no decir turbios e inmorales, de la mujer de nuestro césar.

Ahí lo dejamos, pues:


JUAN DE MAIRENA HABLA A SUS ALUMNOS

- Plutarco, que era un intelectual polifacético del siglo primero de nuestra era, en su faceta de escritor, dejó para la historia una notable obra biográfica: sus Vidas Paralelas. En aquella que se ocupa de Cayo Julio César, cuenta Plutarco que cuando éste repudió a Pompeya, su mujer, por causa de una supuesta infidelidad, cuando fue preguntado en el juicio por tales hechos, declaró no tener constancia de ninguna de las imputaciones que se hacían al supuesto adúltero. Entonces, ¿como es que has repudiado a tu mujer?, le preguntaron. A lo que él respondió: “Porque estimé que mi mujer ni siquiera debe estar bajo sospecha.

Esa frase hizo fortuna y pasó la historia. Desde entonces, suele decirse que la mujer del César no sólo debe ser honesta, sino parecerlo.

A ver, señor Pérez, ¿qué entiende usted por eso?

- Pues que importa más parecer honrado que serlo; y que a la mujer del césar le interesa y conviene más ser sinvergüenza y parecer honrada, que ser decente y parecerlo.

- Señor Pérez, si en el futuro se dedica usted a la política, le auguro que llegará muy lejos, incluso a presidente del Gobierno.

Marzo de 2024 

LA CALVO

 

A nadie se le escapa ya, a estas alturas del sexenio dictatorial de Sánchez, que el plan para consolidar en España, o como quiera que llegue a llamarse este país, un neototalitarismo plurinacional, como lo vienen designando los enemigos de la Nación española, bajo el dominio hegemónico del Psoe, pasa necesariamente por liquidar la separación de poderes y someter a éstos y a todas las instituciones del Estado a la férula del partido, es decir, al dominio del déspota; porque, aunque los partidos españoles siempre han estado controlados por una oligarquía, siguiendo la inexorablemente Ley de Hierro que formulara Michels, el Psoe de ahora, sin embargo, está absolutamente sometido a la voluntad, o al capricho, de uno solo.

Así, vamos asistiendo -sin que el rebaño se rebele- al calamitoso espectáculo de cómo el dictador va paso a paso, pero infatigablemente, sometiendo los poderes del Estado y corrompiendo y parasitando con aliados, correligionarios y amiguetes las altas instituciones de la Nación, con el único propósito de mantenerse en el poder. De esa manera, el legislativo ha pasado a ser el Congreso de Sánchez, una delegación gubernamental regentada por una lacaya que obedece los dictados del autócrata, sin molestarse siquiera en aparentar el más mínimo ostugo de decoro; y, cautivo y desarmado, el Tribunal Constitucional ha pasado también a ser el Tribunal de Sánchez, bajo el mando de un arriero togado, con la toga empercudida del lodo del camino, guiando una recua dizque de juristas de reconocido prestigio, aunque más bien lo son de acreditado descrédito. Y en ese afán de doblegar al tercer poder del Estado, la tarea de la dictadura sanchista está centrada en este momento en la persecución de los jueces que considera hostiles a sus propósitos, por incorruptibles y respetuosos de la ley, y en la toma y control del Consejo General del Poder Judicial, a la manera de lo perpetrado en el Tribunal Constitucional, y que ambas cosas sirvan de amonestación, advertencia y amenaza a quienes estuviesen pensando servir a la justicia antes que al tirano. Y, asimismo, ahí tenemos cómo los más importantes organismos y altas instituciones del Estado, sin excepción, han sido puestos bajo la dirección de amiguetes, fiadores, acreedores políticos, parientes o correligionarios, manifiestamente incompetentes para servir los intereses generales, pero perfectamente dóciles e idóneos para el servicio del dictador. Valgan algunos ejemplos: Tezanos en el CIS (Centro de Investigaciones de Sánchez); la negra de Sánchez en el CSD (Consejo Sanchista de Deportes), y ahora en una sinecura de cuento; y, así, tantos otros amiguetes en tantos otros organismos, como la Fiscalía General del Estado, la mayoría de las embajadas importantes, la Comisión Nacional del Mercado de la Competencia, Paradores Nacionales, Hipódromo de la Zarzuela, Sociedad Estatal de Correos y Telégrafos, Sociedad Estatal de Participaciones Industriales, RENFE, Red Eléctrica Española, RTVE, etc., etc.; en definitiva, el sanchismo practica lo que en la teoría política se denominó spoils system, o sistema de botín, algo que hoy día no es que sea inaceptable en una democracia sino que es propio de satrapías bananeras.

Pero, como el sátrapa se perfecciona en su vileza, ahí está la última de sus ocurrencias: Carmen Calvo para presidir el Consejo de Estado, después de que el Tribunal Supremo revocara el nombramiento de su antecesora; en un claro gesto de desafío, como quedará patente a continuación, pues su inconmensurable soberbia no puede sufrir tal correctivo sin dejar claro a todo el orbe quien es en realidad el Supremo.

Tengo un amigo socarrón que, conocedor de que en tiempos pasados me unió a ella una gran amistad -tan íntima como lejana-, me espolea tercamente para que le haga un retrato, como los que le hice a Magdalena Álvarez, la inefable Maleni, o a Susana Díaz -Ródope de Triana-, o al impostor inverosímil Mariano Zapatero -Rajoy para el siglo-, o a algún otro politicastro segundón. Y como, tras su último cambio de opinión -que así se llama en la neolengua sanchista a las mentiras- sobre la amnistía a los golpistas catalanes, más que espolearme me azuza para que le muerda, como decía el propio Diógenes de sí mismo: que mordía a los malvados, me resulta ya ineludible darle satisfacción.

Lo que ha colmado el vaso de la indignación de mi amigo no ha sido, como digo, que ahora donde dijo digo, diga Diego; sino que tal mentira la haya proferido con absoluto descaro, cinismo, impudicia, desvergüenza, y falta de respeto o, mejor dicho, con altanero desprecio y oprobiosa insolencia, insultando hasta la inteligencia de los burros, con perdón de tan nobles animales.

Decía hace poco en el Congreso: “...la amnistía no es planteable porque sería suprimir literalmente uno de los tres poderes del Estado que es el judicial.” Luego, en una entrevista abundó en esa idea: “...es que la amnistía está prohibida en nuestra Constitución, absolutamente prohibida, y en todas las democracias, ninguna democracia contempla las amnistías…”.

Ahora, tras la inspiración del ángel revelador de la Moncloa, esto es lo que dice: “El indulto generalizado, que es lo que en su momento se planteó, no; era lo que opinaba en aquel momento y lo que sigo opinando. La amnistía y el indulto parcial es lo que está contemplado en nuestra democracia y en cualquier otra.

Y esta señora es la que va a presidir el Consejo de Estado. Hoy, cuando escribo esto, obtendrá el plácet del Congreso como condición previa a la formalización de su nombramiento. Pocas son las exigencias legales para ser designado; de hecho sólo dos: ser jurista de reconocido prestigio y poseer experiencia en asuntos de Estado. El Tribunal Supremo anuló el nombramiento de su antecesora por carecer de prestigio reconocido. Ahora nos encontramos ante el mismo supuesto; pues lo mismo que afirmaba el TS respecto a su depuesta antecesora, podríamos decir sin temor a equivocarnos en lo más mínimo de la Calvo: “Su curriculum vitae muestra una carrera funcionarial meritoria, pero de ella no se puede deducir la pública estima en la comunidad jurídica que implica el prestigio reconocido.”

Es más, podría decirse que su experiencia en asuntos de Estado supera a la de su antecesora, pero, al contrario que esta, su carrera profesional no es que no sea en absoltuto meritoria, sino que no trasciende la más elemental grisura y mediocridad, pues accedió a profesora titular de universidad -el rango más bajo del escalafón funcionarial docente- con al menos 35 años de edad y en él sigue. Eso sin entrar en otro tipo de consideraciones, como las relativas a su ingreso en el cuerpo (“Me ha dicho Javi -aludía a Javier Pérez Royo- que la próxima plaza que salga será para mí”; Calvo dixit.) o a su tesis doctoral. Pero yendo a lo del reconocido prestigio jurídico, decía el TS en la sentencia referida que “sin duda alguna acredita su profunda experiencia en asuntos de Estado, pero no sirve para tenerla por jurista de reconocido prestigio. Su curriculum vitae muestra una carrera funcionarial meritoria, pero de ella no se puede deducir la pública estima en la comunidad jurídica que implica el prestigio reconocido…”; y lo que yo puedo decir al respecto, tras más de cuarenta años de ejercicio profesional del derecho, es que jamás me he encontrado con cita alguna o referencia a sus publicaciones jurídicas -inexistentes- o a sus opiniones jurídicas o a sus actuaciones forenses, no digo ya de naturaleza encomiable y elogiosa, sino ni siquiera críticas o vilipendiosas.

De lo que, por el contrario, sí tenemos constancia y conocimiento y, desgraciadamente, padecimiento, es de haber sido, durante su mandato de vicepresidenta primera del Gobierno y ministra de la Presidencia, la muñidora de la declaración de los dos estados de alarma anulados por contrarios a la Constitución por el Tribunal Constitucional, y del cierre del Parlamento, asimismo declarado inconstitucional. Y que todos los honores, medallas y reconocimientos que iluminan su biografía, todos, sin excepción, han sido otorgados por la casta política o por los sujetos que la orbitan, y ninguno por la comunidad científica.

Esos son los contrastados, acreditados y reconocidos méritos que aporta. Grandes méritos estos -si consideramos el concepto de mérito vigente en el socialismo y la izquierda patrios-, sin duda, que estoy seguro nadie llegará a superar y, si me apuran, ni siquiera a igualar.

Sigue, pues, con esto la obra del sanchismo: otra institución degrada, desprestigiada y hundida en el fango del sectarismo y la incompetencia, con tal de ser sometida al control del líder supremo. Y, encima, tenemos que soportar el petulante y jactancioso discurso de la candidata que afirma que asume el cargo para aportar solemnidad a las instituciones y respeto por las mismas. Como si no la conociéramos.

Con tal lo que a mí más me indigna no son estas mentiras relativas a su vida pública. Lo más deleznable, a la par que bufo y grotesco, son las fantasías -llamemos compasivamente así a sus mentiras privadas- que ha ido urdiendo durante años para alimentar una biografía acorde a sus aires de grandeza.

Comenzaron estas cuando fue elegida por Chaves -entonces, era aludido como el bueno de Manolo; luego pasó a ser el ciudadano Chaves; Calvo dixit- para consejera de Cultura. Y, con su primera entrevista a doble página en un diario sevillano, quedó establecido para el público que la interfecta procedía de una opulenta familia egabrense, cuyo servicio doméstico -tan quimérico como su obra jurídica- era obligado a vestir, como el de las casas más notables, cofia y delantal. Como es natural, eso fue causa de mucha guasa e irrisión en el pueblo, incluso entre sus adeptos y correligionarios de hoy. Y, como carece de pudor y rectitud, ha ido engordando la ensoñación cada vez que le han puesto un micrófono delante, o cuando, como ahora, nos regala en un libro un anticipo de su fabulosa, literalmente hablando, autobiografía, en la que, incorregiblemente, sigue yendo la burra al trigo y habla de su padre como un exquisito diletante, cuando lo cierto es que nada más lejos de la verdad, pues ni era diletante, ni siquiera en la acepción peyorativa del término, ni exquisito en modo alguno, sino un sencillo, honrado y modesto trabajador, parco en palabras y de trato amable y buena persona. Pero, en fin, ese es otro tema del que en esta ocasión no vamos a hablar, más que para decir que resulta penoso y lamentable constatar cómo los sueños de grandeza de esta advenediza hacen abominables y vergonzantes los modestos orígenes de su familia. Claro que tampoco es de extrañar que así sea, pues no es sino el típico fruto podrido de la izquierda, que reniega de su clase y humilde condición en cuanto tiene ocasión de ingresar en la casta infame. Desertores de su clase. En eso podría haber tomado ejemplo de su hermano José, que no ha necesitado abdicar de sus orígenes humildes, ni inventar biografías, y que, por el contrario, podría hacer ostentación de ello si quisiera, pues es muy meritorio que de humilde bedel en el internado de las escuelas de formación profesional haya sabido ganarse la consideración y el prestigio social de los que goza, y desclasarse y alzarse a la posición que hoy ocupa, valiéndose exclusivamente de su esfuerzo, trabajo y talento; obviamente, no es el caso de su hermana.

Febrero de 2024

EL LORO

Poco antes de que yo naciera, mis padres estuvieron viviendo una temporada en Benamejí, un pueblo cercano al nuestro, Cabra, en el sur de la provincia de Córdoba. Me contaba mi madre que tenían por vecino al brigada de la Guardia Civil, que poseía un pastor alemán, de nombre Ruth, y un loro, llamado Curro o algo así. El loro, que era un punto granujilla y bromista, disfrutaba atormentando al perro con la misma recurrente broma, de manera tan recalcitrante que éste ya no podía sufrirla sin que lo invadiera la rabia.
Acostumbraba el brigada, cuando volvía a su domicilio concluido el servicio, y unos cuantos metros antes de llegar a la puerta de la casa, a llamar al perro desde la calle con un fuerte silbido y voceando su nombre: ¡Ruuuth!, y el perro salía incontinenti y jubiloso (que en aquellos tiempos, era corriente dejar abiertas las puertas de los domicilios) a recibir a su amo, dando exageradas muestras de su contento. Pues bien, el loro que, además de bribón, era espabilado, terminó aprendiendo a silbar y a llamar al perro del mismo modo en que lo hacía el dueño. Y así, cuando éste estaba ausente, cada vez que se le antojaba o se aburría, daba un silbido y gritaba ¡Rrrruuuth, Rrruuuth! y el inocente perro, cayendo siempre en el engaño, salía como un relámpago a la calle. Cuando Ruth constataba la ausencia del dueño y haber sido burlado de nuevo por el loro, se dirigía enfurecido hacia la inalcanzable jaula, dando fuertes ladridos, mientras que el loro guasón gritaba aterrado: ¡socorro, que me mata! ¡Socorro, que me mata!
Y es que no hay broma, por tolerante que sea el embromado, que no entrañe para el bromista cierto riesgo de sufrir una más grave represalia; del mismo modo que no hay placer que no contenga en su propio seno el germen de la insatisfacción y la melancolía.
Pero, a pesar de tener que padecer momentos tan escabrosos por causa de su broma, el placer que ésta le reportaba, o, tal vez, la incapacidad para doblegar su naturaleza malvada, igual que le sucediera al escorpión de la fábula, no consiguieron que el pícaro loro desistiera de martirizar al candoroso perro con sus burlas; que, hay que decirlo, no podían resultar ya más crueles y carentes de gracia, pues tenían su fundamento y razón en el escarnio de las más piadosas virtudes del cánido: su nobleza y fidelidad incondicional.
Febrero de 2024

SOBRE LA INTELIGENCIA ANIMAL

Ahora que la llamada inteligencia artificial está en auge, tal vez en auxilio del progreso, pero seguro que en beneficio del poder controlador del Gran Hermano y en perjuicio de las potencias del alma humana, que cederán la afanosa facultad de pensar a las máquinas, avanzando así en su embrutecimiento, creo que es momento propicio para reflexionar también sobre las capacidades intelectuales de algunos animales.
Ya en los inicios de nuestra literatura occidental tenemos constancia por Homero, además de otras virtudes de animales, de las extraordinarias dotes de Argos, el perro de Ulises, que fue el único que lo reconoció -ni siquiera su esposa, Penélope, fue capaz- cuando, sin nombre y disfrazado con las ropas de otro, regresó a Ítaca después de veinte años de ausencia; por cierto, larga vida la de Argos. O cómo Esopo nos mostraba el proceder de los animales, tanto en el plano intelectual como moral, para que nos sirviera de ejemplo y guía, ya fuese para imitar como para evitar. También Berganza, uno de los cervantinos perros de Mahudes, hacía patente esa reflexión en el inicio de su coloquio con Cipión: “Muchas veces he oído hablar de grandes prerrogativas nuestras, tanto que parece que tenemos un natural tan vivo y tan agudo que da indicios y señales de faltar poco para mostrar que tenemos un no sé qué de entendimiento capaz de discurso.”
De manera que, no solo podríamos descartar las dudas sobre el entendimiento de ciertos brutos, sino que, incluso, podríamos suscitar el debate sobre si el de éstos llega a ser en algunos casos superior al de los humanos. Al parecer, de esa opinión era Quevedo, que afirmaba que el animal del mundo a quien Dios dio menos discurso es el hombre, que entiende al revés lo que más importa. Así, si nos retrotraemos al principio de los tiempos, con nuestros primeros padres y las primeras bestias de la creación, podríamos constatar que Quevedo no iba descaminado con tal afirmación, pues entre los seres creados por Dios, no eramos precisamente los más listos o espabilados, ya había animales capaces de engañarnos. Y entre tales especies, sobresalía por su astucia la taimada serpiente. Lo refiere el Génesis: la serpiente era más astuta que las demás bestias del campo que el Señor había hecho. De todos es conocido cómo con su maliciosa artería engañó a Eva, haciéndola comer el fruto del árbol prohibido, provocando el enfado divino, y condenándonos con ello a una existencia corta de días y larga de pesares: “brotarán para ti cardos y espinas, y ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra, pues eres polvo y al polvo volverás.”
Después de tal victoria de la bestia sobre el hombre, que nos hundió en el abismo para toda la eternidad, no sé si habrá redención posible, pero lo que sí podremos afirmar con absoluta certeza es que hay bichos muy listos, más que nosotros.
Es consabido de todos que la asombrosa memoria de los elefantes o la astucia y prudencia de los felinos, superan a la de muchísimos humanos. Baroja habla en una de sus novelas de un perro, Philonous, tan listo que dice de él que tenía aspecto socrático y que el mejor día iba a salir Minerva de su cabeza. Y hasta en el hablar llega a señalar lo aventajados que son ciertos animales; y, así, cuenta en su novela Los recursos de la astucia que Damián, constructor de ataúdes, tenía un cuervo, de nombre Juanito, que hablaba mejor que algunos hombres…; y no solo hablar, sino incluso leer. Pues refiere Dickens, en Los papeles póstumos del Club Pickwick, una anécdota que nos lo demuestra cuando el tunante personaje Jingle relata una experiencia cinegética: ¡Ah!, debería tener perros, estupendos animales, criaturas sagaces. Tuve un perro una vez, un pointer, de instinto sorprendente; un día de caza, entrábamos en un coto; silbo… el perro parado, silbo… ¡Ponto! Nada, no se movía, quieto; lo llamo ¡Ponto, Ponto! No se movía, el perro como en éxtasis, mirando una tabla, me fijo y decía: ‘El guarda tiene orden de tirar sobre los perros que entren en este vedado’…” No sé si podemos decir que el perro supiese leer mejor, lo que sí podemos afirmar en todo caso es que lo hacía con más provecho, y era más atento, sensato y juicioso que su amo.
Como parece que la cuestión no deja margen a la duda, ha habido grandes escritores, como Cervantes o W. Faulkner, que han llegado a elaborar un ranking sobre la inteligencia animal. Decía Cervantes, en El coloquio de los perros: “Sé también que, después del elefante, el perro tiene el primer lugar de parecer que tiene entendimiento; luego el caballo, y el último, el monoPuede ser que esta clasificación hubiese sido alterada de haber sabido Cervantes lo que, siglos más tarde, revelaba Leopoldo Lugones -cuyo talento no está debidamente valorado, siendo como era uno de los más grandes escritores de la historia de la literatura universal y, tal vez, el mejor poeta de nuestra lengua; Borges, que nunca ocultó su extraordinaria admiración por él, decía de su obra que era una de las máximas aventuras del castellano-. Pues bien, Lugones cuenta que “los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la abstención, no a la incapacidad. No hablan, decían, para que no los hagan trabajar". O, dicho de otro modo, el mono se pasaba de listo. Creo que Cervantes lo hubiese colocado en primer lugar de su ranking, de haber sabido lo que reveló Lugones.
Por cierto, también Lugones incide en el tema que nos ocupa y, en su relato Los caballos de Abdera, nos habla sobre la extraordinaria inteligencia de estos équidos. Cuenta que gozaban de una fama excepcional, por sus buenas dotes, su inteligencia y su saber estar. Hasta el punto de llegar a ser admitidos a la mesa de los dueños. Y refiere también que, como las personas, todos tenían nombres; que la palabra era el medio usual de comunicación con ellos; y, observándose que la libertad favorecía sus buenas condiciones, los dejaban siempre libres de ataduras, y eran convocados, cuando era menester, al son de la trompa. Dice, también, que rayaba en lo increíble su habilidad para toda clase de juegos, incluso de salón, y era admirable su discreción en las ceremonias solemnes. Su inteligencia, continúa, comenzaba a desarrollarse pareja a su conciencia. Y es curioso esto que cuenta sobre la coquetería femenina, que hoy le valdría, sin duda, la tacha de machista y su cancelación: Una yegua había exigido espejos en su pesebre, y como no le dieron gusto, arrancó con los dientes los de la alcoba patronal y los destruyó a coces. Cuando le concedieron el capricho, daba muestras de coquetería perfectamente visibles.
Y, volviendo al tema de los ranking de inteligencia animal, el más completo, razonado e ingenioso que conozco tal vez sea el que realiza William Faulkner en su novela La escapada. Creo que merece la pena reproducir, tal cual, sus propias palabras:
“… a diferencia del caballo, una mula es demasiado inteligente para partirse el pecho por la gloria de correr en torno al borde de un óvalo de una milla de perímetro. A decir verdad, a la mula sólo la pongo por detrás de la rata en inteligencia, la mula seguida en orden descendente por el gato, el perro y el último el caballo, con tal de que, por supuesto, aceptes mi definición de inteligencia como la habilidad para adaptarse al entorno, lo que significa aceptar el entorno aunque conservando un mínimo de libertad personal.
Coloco primero a la rata sin el menor género de dudas. Vive en tu casa sin ayudarte ni a comprarla, ni a construirla, ni a repararla, ni a pagar la contribución; come lo que tú comes sin ayudarte ni a cultivarlo, ni a comprarlo y ni siquiera a meterlo dentro de la casa; no te puedes librar de ella; si no fuera porque practica el canibalismo hace mucho tiempo que habría heredado la tierra.
El gato viene en tercer lugar, con algunas de las mismas cualidades, aunque se trata de una criatura más débil, más enclenque; ni siembra ni teje; es un parásito tuyo, pero no te quiere; morirá, cesará de existir, desaparecerá de la tierra (me refiero a las especies llamadas domésticas), pero hasta el momento no ha tenido que hacerlo. (Existe una fábula, china según creo, estoy seguro de que literaria, en la que se habla de un periodo remoto en el que las criaturas dominantes eran los gatos, los cuales, después de milenios de tratar de resolver las angustias de la mortalidad —hambruna, peste, guerra, injusticia, locura, avaricia—, de llegar, en una palabra, al gobierno civilizado, reunieron en un congreso a los más sabios entre los gatos filósofos para ver si se podía hacer algo; y en ese congreso, después de largas deliberaciones, se llegó a la conclusión de que el dilema, los problemas mismos, eran insolubles y que la única solución práctica consistía en renunciar, abandonar, abdicar, mediante la selección, entre las criaturas inferiores, de una especie, de una raza lo bastante optimista como para creer que el problema moral podía resolverse, y lo bastante ignorante para no salir nunca de su error. No es otra la razón de que el gato viva contigo y dependa completamente de ti para la comida y la habitación, pero no levante una zarpa para ayudarte, ni tampoco te quiera; en una palabra, de que te mire como te mira.)
Al perro lo pongo en cuarto lugar. Es valeroso, fiel monógamo en su devoción; también parásito tuyo; su fallo (al compararlo con el gato) es que trabaja para ti, quiero decir que lo hace de buena gana, que es feliz, que aprenderá cualquier truco, sin importarle lo estúpido que sea, sólo para agradarte, por una palmadita en la cabeza; tan buen parásito y tan de primera clase como el que más, pero su fallo es que es un adulador, convencido de que tiene además que demostrar su gratitud; degradará y violará su dignidad para que te diviertas; te hará fiestas en respuesta a una patada, dará la vida por ti en el combate y se dejará morir de hambre sobre tus huesos.
Al caballo lo sitúo en último lugar. Una criatura capaz únicamente de una idea a la vez y cuyas cualidades más destacadas son la timidez y el miedo. Hasta un niño lo puede engañar o engatusar para que se rompa las patas, o incluso el corazón, corriendo demasiado a demasiada velocidad o saltando cosas demasiado anchas o difíciles o altas; comerá hasta reventar si no se le vigila como a un bebé; si tuviera sólo un gramo de la inteligencia que posee la rata menos despierta, sería el jinete.
A la mula la sitúo en segundo lugar, y no en primero, porque puedes hacer que trabaje para ti, aunque solo sea dentro de las reglas muy estrictas que ella misma se impone. Nunca come demasiado. Tirará de un carro o de un arado, pero no participará en una carrera. No tratará de saltar nada que no sepa de antemano y con toda certeza que puede saltar; no entrará en ningún sitio si no sabe lo que hay al otro lado; trabajará pacientemente para ti durante diez años en espera de que se presente la ocasión de darte una coz. En pocas palabras, libre de obligaciones hacia sus antepasados y de responsabilidades con la posteridad, ha conquistado no solo la vida sino también la muerte, por lo que es inmortal; si hoy desapareciese de la tierra, la misma combinación biológica casual que la produjo ayer, volvería a producirla dentro de mil años, inalterada, idéntica, todavía incorregible dentro de las limitaciones que ella misma ha puesto a prueba y comprobado; siempre libre, siempre arreglándoselas…
Genial, ¿no? En primer lugar, la rata, seguida en el podio por la mula y el gato; y diploma olímpico para el cuarto y el quinto: el perro y el caballo. Observamos que no incluye a los monos entre los animales inteligentes; probablemente porque sólo se refería a la fauna doméstica del mítico condado de Yoknapatawpha.
Y, para terminar, un ejemplo que pone de manifiesto que los animales llegan incluso a poseer facultades por encima de la inteligencia. Henri Bergson venía a sostener que donde no alcanza la inteligencia llega la intuición; pues bien, hasta de esta potencia del alma, la intuición premonitoria, han dado muestras los irracionales, si aceptamos el relato de sir Walter Scott, que en su novela Woodstock o los caballeros nos cuenta lo siguiente: “He leído en algunas crónicas que cuando Ricardo II y Enrique de Bolingbroke se encontraban en el palacio de Berkeley, un perro que siempre había seguido fielmente al monarca, le abandonó por seguir a Enrique, a quien veía por primera vez, y que la deserción de su perro favorito previno a Ricardo de su próxima deposición del trono.
A la vista de lo expuesto, pienso que si perseveramos en este proceso de embrutecimiento, en el que percibo estamos inmersos, mermando las conciencias y atrofiando la inteligencia, llegará el momento en que ni siquiera podremos tener certeza de a qué especie animal atribuiremos el apellido de irracional y a cual el de racional.

Febrero de 2024

EL RABO DEL PERRO DE ALCIBÍADES

Ya en otra ocasión emborroné estos papeles con algunas reflexiones sobre Alcibíades, pero entonces evité deliberadamente hacer referencia a su perro, porque estimé que ese episodio, que refiere Plutarco en sus Vidas paralelas, era merecedor de una pieza aparte.
Esto es lo que cuenta Plutarco en la vida de Alcibíades: “A un perro que tenía de tamaño y aspecto extraordinarios y que había comprado por setenta minas, le cortó el rabo, que era muy bonito. Cuando sus familiares le reprochaban y le decían que todos le criticaban a propósito del perro y hablaban mal de él, se echó a reír y dijo: Pues entonces está sucediendo justo lo que quiero; pues pretendo que los atenienses hablen de eso, para evitar que digan algo peor de mí.
Se han escrito ríos de tinta sobre la anécdota. Hasta resulta probable que haya miles de artículos que tengan el mismo titular con que yo encabezo esta pieza. Porque, ¿quién no ha leído en alguna ocasión, o ha oído en algún discurso o conferencia o tertulia o conversación, referirse al rabo del perro de Alcibíades?
Por cierto, Plutarco, además de decirnos que era un perro hermoso, de tamaño y aspecto extraordinarios, con un bello rabo, resalta que era un perro disparatadamente caro, pues había costado setenta minas, es decir, cuarenta y dos mil óbolos, el equivalente al salario anual de cuarenta tripulantes de una trirreme -que sabemos, por su propio relato, ganaban un trióbolo diario, o sea, tres óbolos, y si tenemos en consideración que un dracma equivalía a seis óbolos, y una mina a cien dracmas, la cuenta está clara-; de ahí, probablemente, el motivo de las ásperas críticas de la plebe, no por compasión con la mutilación infligida al animal, sino por haber dañado caprichosamente una propiedad tan cara y fastuosa y tan fuera de las posibilidades de casi todos ellos. Y, pese a proporcionarnos detalles tan interesantes, omite sin embargo una información que juzgo esencial: no nos dice el nombre del perro.
Tal vez contagiado por la manía de mi nieta pequeña, que cada vez que nos cruzamos con un un perro pregunta su nombre: ¿abuelo, cómo se llama ese pegdito?, y como no admite ni la ignorancia ni el silencio por respuesta, tengo bautizados a todos los perros del vecindario; y, también, para satisfacer mi propia curiosidad, acostumbrado como estoy a que los libros nos digan los nombres de los perros de los personajes famosos, no pude resistirme a indagar en las fuentes de que se sirvió Plutarco para escribir su historia, a ver si daba con el dichoso nombre del perro. Y pese a haber buceado en las obras de Platón, de Jenofonte, de Tucídides, de Andócides y de Aristófanes, que los estudiosos señalan como seguras o probables fuentes del relato de Plutarco, la búsqueda resultó estéril, lamentablemente. Como estoy convencido de que Plutarco no se inventó el pasaje del perro, es probable, pues, que la información la obtuviese de los historiadores Teopompo o Éforo de Cumas, cuyas obras no se han conservado, o de algún otro autor no referido en los estudios sobre el asunto. O, también puede ser, quizás lo más probable, que mi búsqueda haya sido torpe. Lo cierto es que, muy a mi pesar, me quedo con las ganas de saber cómo se llamaba el hermoso y mútilo perro de Alcibíades; lo que, además, estorba mi propósito de inscribir su nombre en el panteón de perros ilustres, que tengo instituido en mis papeles, junto a Hircano, Cipión, Berganza, Bevis, Ayax, Aris, Erbi, Bostswain, Ponto, Hachiko, Milú, Pluto, y tantos otros canes insignes.
Pero, volviendo al meollo de la anécdota referida por Plutarco, lo que más me llama la atención es que la triquiñuela usada por Alcibíades para distraer la atención de sus conciudadanos de los asuntos graves, desviándola hacia temas banales, revela que la clase política ha estado desde sus inicios plagada de canallas, de otro modo no se explicaría que la treta alcibidiana resultase tan exitosa y fuese adoptada desde entonces hasta nuestros días en la práctica política por todos los de esa casta, de cualquier clase y condición, sin distinción de sexo, credo ideológico, tiempo o lugar de nacimiento. Incluso, hoy día, la añagaza la aplican y practican los medios de comunicación apesebrados, con oportunos titulares de distracción, sobre todo los televisivos y radiofónicos, que sirviéndose de los tertulianos -esa infraespecie de periodista surgida al calor del establo partidista- blanden el engaño ocultando tras él las canalladas de los de su secta, o conducen, como cabestros, a la ingenua opinión pública a los corrales.
Al final ha resultado que el rabo del perro de Alcibíades ha terminado siendo el sostén de la fama de ambos, del dueño y del perro de ignoto nombre, que de otro modo estarían casi perdidos en el olvido; y, también, convirtiéndose en paradigma de una estratagema tan exitosa -en una sociedad de ciudadanos sin criterio y de políticos sin escrúpulos- que apunta a ser imperecedera.

Febrero de 2024