Ya en los inicios del
siglo XIV, cuando el contundente concepto “estado de derecho” no llenaba la
boca de los pensadores y de los políticos, se sabía que la libertad de una
comunidad exige que el gobierno –sea de muchos o de uno- respete la voluntad de
los gobernados, esto es: se someta a la Ley.
Es de lamentar que en
esta Andalucía del siglo XXI no resulte superfluo tener que recordar a los
actuales mandatarios socialistas los mismos consejos que Marsilio de Padua dio
a Luis de Baviera: “…cuáles son los
primeros elementos de cualquier ciudadanía, que hay que observar para la
conservación de la paz (hoy
diríamos, más bien, bienestar) y
de la propia libertad. Porque el primer ciudadano…ya sea hombre o muchos,
deberá comprender que a él sólo le compete la autoridad de mandar según las
leyes dadas, y de no hacer nada fuera de ellas…” O, formulado con las
bellas palabras de Shakespeare: “No existe poder en Venecia que pueda alterar
lo que dicta la ley”.
Es de lamentar, porque
donde no hay ley no hay ciudadanía (nom esse republicam, como señaló San
Agustín), sino servidumbre; donde la ley deja de ser expresión de la voluntad
popular, y la voluntad del gobernante –sea uno o muchos- se impone a los gobernados,
no hay libertad, sino despotismo. Y no ciudadanos, sino súbditos. Podrá haber
bienestar, mas no libertad. Socorridos,
mas sometidos, como advirtió don Francisco de Quevedo.
Y es de lamentar que eso
lo hayamos consentido, si no propiciado, nosotros (incluyámonos todos); que
hemos permitido, mansamente, sumisamente, condescendientemente, que un partido
con una inequívoca voluntad hegemónica y de dominación haya instaurado en el
transcurso de sus treinta años de ejercicio del poder en Andalucía un régimen
despótico, omnipresente y omnipotente, muy impregnado de tintes totalitarios.
Lo supo y lo advirtió
Alexis de Tocqueville, en las sublimes e inmortales últimas páginas de “La
democracia en América”, este “neodespotismo” degradará a los hombres sin atormentarlos,
tendrá otras características, será más amplio y más benigno. Este nuevo
despotismo que amenaza a las naciones democráticas, decía Tocqueville, reviste
la forma de “un poder inmenso y tutelar que se encarga de que
los hombres sean felices y velar por su suerte. Es absoluto, minucioso,
regulador, previsor y benigno…Este poder quiere que los ciudadanos gocen, con
tal de que no piensen sino en gozar…”
Totalitarismo
blando, lo ha llamado lúcidamente Cristina Losada. No pretendemos corregir a
Tocqueville, mas aquí, en Andalucía, el despotismo del régimen no es ni tan
proveedor, ni tan benigno, ni tan blando, ni tan dulce. Aquí, por el contrario,
la carga es onerosa y muy amarga; no podemos olvidarnos de esos 1.200.000
conciudadanos que no tienen empleo y, lo que es peor, escasas expectativas de
conseguirlo a corto plazo; muchos de los cuales están excelentemente preparados
y muchos de los cuales aspiran a traspasar las
puertas legañosas de la administración –así las llamó Vargas Llosa-, mas
inútilmente, pues hoy están más legañosas que nunca y cerradas a todo aquél que
no sea de la secta socialista.
En su desaforado afán de dominación, este régimen
neodespótico, no conforme con el control absoluto y el sometimiento de todos
los poderes del sistema político, se ha aplicado también al control de la
sociedad civil, mediante la activa invasión de la esfera de la privacidad.
Interviniendo y regulando hasta los más mínimos detalles de la actividad de los
ciudadanos. Entre los innumerables, sirva un botón de muestra: Decreto
352/2011, de 29 de noviembre, por el que se regula la artesanía alimentaria en
Andalucía. Nada escapa a su control desde la cuna a la tumba.
Al propio tiempo, ha ido
tejiendo una pegajosa y sutil y liberticida tela de araña (en acertada metáfora
de Pedro de Tena y Antonio Barreda) que ha extendido sus hilos depredadores a
todos los sectores de la sociedad civil: desde los consejos escolares de todos
los niveles, a las asociaciones deportivas, culturales, de vecinos, de personas
mayores, de jóvenes, de mujeres, de emigrantes, medios de comunicación de toda
clase, universidades, ONGs –desnaturalizadas, avenidas gustosamente a
travestirse en agentes gubernamentales-, cajas de ahorro, cooperativas,
sindicatos de trabajadores, asociaciones empresariales, de autónomos, de
profesionales, de artistas, de consumidores, etc.; en definitiva, a todo
aquello donde la ciudadanía propiciara una forma de organización para la
articulación de sus intereses. En todo se ha infiltrado, y todo lo ha
corrompido. Este régimen ha hecho lo que Roa Bastos describe en una de sus
novelas: “…corromper y prostituir para
reblandecer la sociedad y convertirla en una ramera complaciente y servil…”,
parece que lo hubiese escrito pensando en esta tierra.
Acorde con ello, la
sublimación de “lo colectivo” y la aspiración “igualitarista” (igualitarismo,
falsa igualdad; no igualdad de oportunidades e igualdad ante la ley, sino una
absurda pretensión de eliminar toda subjetividad -y, por supuesto, toda
disidencia-, igualando a los individuos en sus potencialidades y actitudes
espirituales y éticas) les sirve de coartada para la ablación y abolición de
toda individualidad, que haciéndola presentar como opuesta al interés
colectivo, será sacrificada a la idea suprema del ente que lo realiza. Hamna
Harendt lo dice de forma contundente: “...la
aspiración a organizar la infinita pluralidad y la diferenciación de los seres
humanos como si la humanidad fuese justamente un individuo…”
Y esa pulsión de
dominación no ha dejado fuera ni siquiera el ámbito de las emociones. Es más,
ha sido un instrumento necesario para sus propósitos. La vacuidad ideológica
que caracteriza este régimen (la única certeza ideológica que ha acreditado en
estos treinta años ha sido la mentira; lo confesó uno de sus dirigentes, Luis
Pizarro: “... en política la verdad consiste en decir en cada momento lo que
conviene”) hace que su discurso se formalice mediante consignas y
eslóganes, generalmente de contenido irracional y, consecuentemente, dirigidos
no a la razón, sino a los sentimientos, preferentemente los relacionados con la
identidad grupal. “Andalucía te quiere”, constituye un buen ejemplo de ello.
Como no podría ser de
otra forma, un régimen de tal naturaleza ha configurado una Administración de
similares características, a su imagen y semejanza, para lo cual ha
tenido que corromper el modelo constitucional hasta hacerlo irreconocible. El
régimen ha degradado la Administración andaluza hasta convertirla en un
instrumento al servicio de sus intereses; de su único interés: el monoteísmo
del poder, la permanencia sine die en el poder, la hegemonía política
excluyente de toda posibilidad real de alternancia.
Una Administración
Pública de la que queda sólo el nombre, pues se caracteriza por ser:
I.
SECTARIA
Y PARTIDISTA.
La
Administración del régimen da la espalda al servicio de los intereses generales
de la ciudadanía para atender el interés
partidista. Esta es una corrupción del sistema de la que, en ocasiones,
sus autores ni siquiera son conscientes. Porque una concepción patrimonial del
poder político –y de la Administración- ha llevado a generar una natural confusión entre partido y administración.
Entre intereses políticos de partido e intereses generales de la ciudadanía.
Hasta tal punto han asumido e interiorizado tal confusión de intereses, que en
más de una ocasión hemos oído a los gobernantes del más alto nivel, confesar
sin pudor alguno que están para servir los “intereses generales de su partido”.
Y lo dicen, no por “lapsus línguae”, sino por lapsus freudiano y, a veces, en
la absoluta convicción de que los intereses partidarios son los que ha de
aceptar la ciudadanía desde el momento en que la mayoría de ésta decidió
otorgarles su representación.
II. ARBITRARIA.
El principio de legalidad es transgredido de forma sistemática. Tanto
cuanto que la aplicación de la Ley pueda suponer un mínimo obstáculo, aun
temporal, para la consecución de los propósitos partidistas -no necesariamente
ilícitos. El respeto a la Ley se produce siempre que ésta no se constituya en
dificultad u obstáculo frente a la voluntad del que manda.
El sometimiento de la
actividad administrativa a la ley y al derecho, ha sido sustituido aquí por una
concepción del derecho cercana a las tesis de Carl Schmitt, conforme a la cual,
toda juridicidad remite al líder; la voluntad del gobernante es ley, y no hay
límite que pueda oponerse a su poder.
III.
DESPROFESIONALIZADA,
“CLIENTELAR” Y MEDIOCRE.
Desde sus inicios el
régimen no ha ocultado su pretensión de convertir la función pública en una
agencia de colocación de sus correligionarios y adeptos. Consagró su primer
intento –con las bendiciones del Tribunal Constitucional, presidido por Tomás y
Valiente- cuando dio carta de naturaleza funcionarial, por la cara, al llamado
colectivo de “preautonómicos”, funcionarios ingresados en la administración por
el mero designio del partido. Y ha perpetrado el último, con la aprobación de
la Ley 1/2011, conocida como del enchufismo, que ha otorgado carta de
naturaleza de empleados públicos a la legión de empleados de empresas, fundaciones
y consorcios de la llamada “administración paralela”. Ley cuya
constitucionalidad se encuentra pendiente de pronunciamiento ante el Tribunal
Constitucional; esperemos (es un decir) que en esta ocasión se juzgue
exclusivamente conforme a criterios jurídicos.
Entre
tanto, el régimen ha ido “retorciendo” el ordenamiento jurídico hasta conseguir
que el acceso a las funciones públicas conforme a los criterios de mérito y
capacidad se convirtiera en una pura declaración formal, vacía de contenido,
huera. Manejando torticeramente la conformación de los procesos selectivos se
ha llegado en la práctica a la selección de personas poco competentes para el
desempeño de las funciones públicas, con la finalidad de dar satisfacción a
ciertas demandas sindicales y eludir conflictos que pudiesen dañar la imagen de
gobierno y sus expectativas electorales. Es decir, usando sus propias palabras,
para “garantizar la paz social”; cosa que, como hemos podido comprobar
en el escándalo de los EREs, constituye una de las máximas preocupaciones del
gobierno y pauta esencial de actuación. También es buen ejemplo de ello el
infame, injusto, corrupto e inconstitucional sistema selectivo que aplican en
la función pública docente andaluza, donde el mérito no sólo es despreciado y sometido
a los intereses sindicales y a la neutralización de la conflictividad laboral,
sino que es burdamente envilecido.
A
ello unimos que, al
contrario de lo que sucede en la Administración General del Estado, los órganos
directivos de la Administración de la Junta de Andalucía no tienen porque ser
necesariamente funcionarios. En la Junta de Andalucía cualquier persona puede
ser titular de un órgano directivo. No necesita cumplir más requisitos que ser
del agrado de quien lo designa. Vuelvo a citar a Roa Bastos: son “lo suficientemente mediocres como para
aspirar a los más altos cargos. Y de hecho arriban a ellos sin mucho esfuerzo.”
Para los niveles
superiores de la administración, la cuestión es parecida. De hecho, el Tribunal
Superior de Justicia de Andalucía echó por tierra un intento del gobierno que
pretendía suprimir en las Relaciones de Puestos de Trabajo la exigencia de
requisitos objetivos para acceder a los puestos de libre designación. Pero a
pesar de no haber conseguido lo que no era más que una simplificación de la
tarea, evitando el engorro de “vestir al santo”, lo cierto es que la
designación de los puestos superiores está caracterizada por el sectarismo y
es, en su gran mayoría, ajena a los principios constitucionales de mérito y
capacidad.
Por si ello no fuese
suficiente, el gobierno, que no desea un funcionariado imparcial, sino
dependiente, ha ido externalizando fraudulentamente los servicios públicos. La
administración ha ido llenándose de trabajadores contratados por empresas
interpuestas, que no prestan a ésta servicio alguno, más que el de ceder
ilícitamente a trabajadores contratados precisamente para ser cedidos, y que
cobran por su trabajo menos que un funcionario, pero cuestan el doble; y, no
obstante, víctimas de un fraude monumental y de la política antisocial
socialista.
En ese contexto, que
presenta una imagen desoladora de la función pública andaluza, entre víctimas y
usurpadores, los legítimos empleados públicos de esta administración,
profesionales e imparciales, somos ya minoría; en una administración
desprofesionalizada, mediocre y sectaria. Minoría, mas minoría rebelde contra
ese estado de cosas.
Es por eso que
rechazamos categóricamente y sin paliativos ese modelo, y frente a él,
reivindicamos un modelo de Administración que no es otro que el que queda diseñado
en nuestra Constitución.
Max Estrella, cesante de hombre libre.
Marzo, 2012