“Jueces para la
Democracia considera que el contenido del Real Decreto Ley 3/2.012, de medias
urgentes para la reforma del mercado laboral constituye uno de los mayores
ataques al derecho del trabajo y a las instituciones laborales a partir de la
aprobación del Estatuto de los Trabajadores y materializa una reforma ofensiva,
regresiva, reaccionaria y profundamente injusta…
Nuestra
obligación como jueces garantes de los derechos fundamentales de los
trabajadores es continuar aplicando las leyes laborales conforme a los
principios y valores constitucionales, poniendo freno a los posibles abusos que
tan amplias posibilidades de disposición del contrato de trabajo que se otorgan
al empresario. Seguiremos sin duda en esa línea, obviando las muestras de
desconfianza del legislador materializadas en las reformas introducidas a la
ley procesal, aún desde la insostenible carga de trabajo que estamos
soportando.”
Así comienza y así
concluye –Alfa y Omega- el comunicado de la asociación Jueces para la
Democracia, intitulado “JpD ante la reforma laboral”.
Lo leo más con
estupefacción que con sorpresa, y harto más con indignación que con asombro.
Los párrafos que
discurren entre los dos reproducidos -y que, supuestamente, están orientados a
sustentar los juicios vertidos- son, sin embargo, de la misma naturaleza; esto
es, juicios temerarios, mentiras, medias verdades, omisiones y, en suma,
manipulaciones intencionadas –malintencionadas- de los hechos. En mi humilde
opinión, el comunicado no resiste el más mínimo análisis, porque no se ha
formulado desde el rigor jurídico, sino desde el prejuicio ideológico.
Mas no me llama a estas
líneas la polémica sobre el contenido de la reforma laboral, que –por obvias
razones de disparidad entre los contendientes- sería de todo punto imposible.
Tengo mi opinión sobre ello, y acepto respetuosamente, sin descalificaciones ni
insultos –como si hablara con un juez- cualquier otra que se exprese fundada en
la razón, no en los prejuicios; por otra parte, el debate me parece en cierto
modo inmoral: cinco millones y medio de conciudadanos no tienen empleo, y
supongo que a ellos se les da un ardite la naturaleza tuitiva del derecho del
trabajo, que, por cierto, tan poca eficacia ha mostrado en lo que les
concierne. Como a ese trabajador al que el juez preguntó que fórmula elegía
para su juramento, si la laica o la religiosa. “No tengo trabajo”, contestó. Quien lo cuenta –el señor K, un
personaje de Bertolt Brecht- dice que “no
fue simple distracción, el hombre quiso dar a entender que en esa situación ese
tipo de preguntas, y tal vez incluso el mismo proceso, carecían de sentido”.
Lo que me conduce a la
reflexión, que comparto contigo –amable y desocupado lector-, no es, pues, el
derecho del trabajo, sino la política.
La democracia en
nuestros días y en nuestra civilización no es sólo una forma de gobierno, es un
modelo de organización política, al que llamamos democracia liberal, cuyos
pilares, entre otros, son el sometimiento de todos los ciudadanos y de las
instituciones del Estado al imperio de la ley –lo que conceptuamos como “estado
de derecho”-, y la división o separación de poderes, que atiende a una
distribución funcional de las potestades del Estado y establece un sistema de
frenos y contrapesos –“para que no se
pueda abusar del poder es preciso, que por la disposición de las cosas, el
poder frene al poder”, como supo Locke y plasmó Montesquieu-.
Así, compete al
legislativo la potestad de aprobar las leyes, y a los jueces y tribunales, la
de aplicarlas –juzgar y hacer ejecutar lo juzgado-, y nada más.
No corresponde a los
jueces la potestad legislativa, ni ampliar las competencias que la Constitución
atribuye a los órganos jurisdiccionales, tal como recientemente le ha recordado
el Tribunal Supremo al juez cohechador y prevaricador; ni tampoco, desde luego,
emitir juicios sobre la idoneidad y oportunidad de las leyes y, mucho menos,
sobre las supuestas intenciones del legislador. Expresiones tales como “ataques
al derecho del trabajo y a las instituciones laborales... reforma ofensiva,
regresiva, reaccionaria... obviando las muestras de desconfianza del legislador
materializadas en las reformas introducidas a la ley...” constituyen un exceso antidemocrático.
Lo que
constitucionalmente compete a los jueces es aplicar la ley legítimamente
promulgada. Y si verdaderamente la consideran tan injusta y execrable, lo
procedente es plantear cuestión de inconstitucionalidad ante el órgano al que
la Constitución atribuye en exclusiva la potestad de declarar la
inconstitucionalidad de las leyes. Cualquier otra cosa no es admisible en un
estado de derecho. Y menos que ninguna, anunciar –como se hace en el
comunicado- que burlarán la aplicación de la ley por la vía interpretativa,
retorciendo la voluntad del legislador. Cicerón ya nos previno contra esto: “provienen también algunas injusticias…de la
astuta y maliciosa interpretación de las leyes. De modo que se usa ya como
proverbio vulgar el dicho sunma ius, sunma iniuria”.
La democracia son
formas. La sabiduría romana lo supo hace dos mil años. César repudió a Pompeya
sabiéndola inocente, y preguntado, entonces, por qué lo hacía, respondió: “Porque estimé que mi mujer ni siquiera debe
estar bajo sospecha”. Plutarco lo cuenta.
Y si para el gobernante
la forma es relevante, lo es harto más para la justicia. Tanto que su falta de
observancia constituye a veces un impedimento para la realización material de
la justicia.
Ello no significa en
modo alguno que el juez, como cualquiera, pueda sustraerse al discurrir de su
conciencia, y pueda evitar tener opinión sobre lo que percibe o siente. Ningún
mal hay en ello. El pensamiento es libre, y ningún reproche ha de padecerse por
ello (cogitationis poenam nemo patitur).
En nuestro más antiguo ordenamiento jurídico –el Digesto- ya se recogía esa sentencia
atribuida a Ulpiano, que ha mantenido su vigencia hasta nuestros días: “los pensamientos no pagan aduana”, así
me la enseñaron.
No está el mal, por
tanto, en los pensamientos, sino en su proclamación estructurada y orquestada.
La jurisdicción, según nuestras leyes, se extiende a todos, en todas las
materias y en todo el territorio. El juez es juez de todos: trabajadores y
empresarios, autónomos y desempleados. A todos alcanza su jurisdicción y
respecto a todos, sin distinción, debe desplegarse la función tutelar de los
derechos.
El juez que no es capaz
de embridar el prejuicio y anularlo, sometiéndolo a la racionalidad jurídica,
pierde la equidad, la objetividad y la imparcialidad en el juicio.
El comunicado de JpD es
la expresión coral y articulada de un prejuicio compartido. El comunicado de
esa asociación habla por todos sus adheridos; y, por tanto, a todos los
inhabilita, por su falta de imparcialidad, para conocer cualquier asunto que
dependa de la aplicación de esta ley. La ciudadanía tiene derecho a conocer sus
nombres, precisamente para poder hacer valer y proteger su derecho
constitucional a un juez imparcial.
Hay otro aspecto que no
debe pasarse por alto: el daño que infligen a la imagen institucional de la
justicia. Lo que hace un juez –y mucho más una asociación de jueces- compromete
a la justicia como institución. Aristóteles lo dijo, “ir al juez es ir a la justicia; el juez personifica la justicia…”
Claro que todo esto
ocurre porque tenemos una justicia ideologizada y políticamente militante. La
propia denominación de esta asociación lo evidencia. Los ciudadanos de un
estado de derecho no queremos jueces para la democracia, lo que deseamos es
jueces para la justicia; jueces independientes y profesionales. No necesitamos
para nada a los garzones, ni a los bacigalupos, ni a los alonsos, ni a los
belloces, ni a las fernández de la vega, Para la democracia sobran esos jueces
y faltan jueces independientes e imparciales. El único elemento que ha de estar
presente en la función jurisdiccional es el Derecho. Sólo en los regímenes
totalitarios la ideología impregna y contamina el raciocinio jurídico.
Estos jueces labran con
ahínco su desdoro y luego se quejan de la desafección de la ciudadanía y de que
la institución de la justicia esté absolutamente desprestigiada. Me recuerdan
esa canción de Académica Palanca: “Porque
de un solo porrazo que le di en mitad la boca le saqué todos los piños, y con
un cuidado extremo recogí todas las piezas, las pegué con pegamento
(que por cierto era muy bueno) y con su propia dentadura, una vez
reconstruida, le corte la yugular, me llaman mala persona…”
¡¡¡Cuanta ingratitud
puede albergar el alma humana!!!
Max Estrella, cesante de hombre libre
Febrero, 2012