LOS QUELÓNIDOS

No sé si recordarán los lectores que en la sesión de investidura el déspota que nos gobierna erigió un muro -la metáfora, no tan metafórica sino real, es íntegramente suya- entre los ciudadanos que le apoyaban y los que no. O sea, ellos y nosotros.

Emulaba a San Mateo, al que, estoy más que convencido, ni él ni su mentor y predecesor en eso de levantar muros -el Bobo Solemne y rencoroso- han leído: El que no está conmigo está contra mí. El que no recoge conmigo, desparrama, cuenta el evangelista que dijo Jesús. La intención del Perro Sánchez es en el fondo la misma que la de Jesucristo: instituir una única fe verdadera. La diferencia fundamental es que la vieja religión no prorroga su jurisdicción más allá de sus límites naturales. Pese a sus anhelos de universalidad, solo sus creyentes, feligreses o adeptos quedan sometidos a sus dogmas y mandatos. Tampoco se sirve de la amenaza, la coacción o la corruptora dádiva para atraer fieles a su causa. Por el contrario, el Sumo Pontífice Sánchez, su religión, no respeta límites ni libertades. Pese a levantar un muro entre píos e infieles, extiende su jurisdicción a ambos lados del muro, e impone a todos sus dogmas y gobierna sobre unos y otros; aunque a los unos -los hunos- los cuida y mima y a los otros los oprime y jode.

Vuelta al muro, pues; recurso de tiranos. Resulta curioso, y conviene señalarlo, que el muro de Berlín fue levantado a instancia del Partido Socialista Unificado de Alemania, y que era llamado por ellos Muro de Protección Antifascista. ¿Les suena algo?, para partirse de risa, si no fuera tan trágico el asunto.

Sánchez, pues, el nuevo profeta. De la nueva religión: el sanchismo. Con sus adeptos y feligreses muy parecidos en su incondicional lealtad y fidelidad a los cristianos. No en vano una de las acepciones de la palabra fiel en nuestro diccionario de la lengua remite, por antonomasia, al cristiano fervoroso. Así son ahora los devotos seguidores de esta nueva religión sanchista. Incapacitados para la duda, el análisis, la autocrítica, la contrición, el arrepentimiento, la corrección, la enmienda y, más que para cualquier otra cosa, para el cambio. En síntesis, unos reaccionarios, unos carcas, estos progres. Justo lo contrario de lo que se etiquetan y proclaman; como en todas las demás cosas. Hacen lo contrario de lo que dicen, y dicen lo contrario de lo que hacen. O sea, sepulcros blanqueados.

En otro tiempo -pongamos, por ejemplo, cuando ellos no gobernaban- eran tan sensibles, con la piel tan fina, que el menor atisbo de incorrección -no digo ya de corrupción- por parte de políticos o, incluso, simples ciudadanos sin responsabilidades políticas, que no compartieran su código ético, les obligaba en sus conciencias a pasar de la opinión a la acción y de la palabra a los hechos, y verse así compelidos a hacerles escraches o, incluso, agredirlos físicamente, como les sucediera a la vicepresidenta Soraya o al propio Rajoy. Su ética no soportaba la pasividad.

Sin embargo, un gobierno de malhechores: socialistas corruptos, vascos terroristas y filoterroristas o recogenueces, catalanes golpistas y ladrones, comunistas como dicen que son los comunistas, basta mirar donde gobiernan o han gobernado, no les irrita su delicada piel. Los turbios negocios de la esposa del césar, el descarado nepotismo con el hermano de las chirimoyas, los ataques a la Justicia y a los jueces que investigan sus corruptelas, su irritante falta de transparencia, la persecución de la prensa crítica, la censura, la continua escena del sofá con el que fuera (¿sigue siéndolo?) su amigo y mano derecha: ¿no es verdad, ángel de amor…?, los abundantes y permanentes, y habituales ya, escándalos de puterío (a los socialistas les fascinan las putas) entre sus mandamases, la colonización de las instituciones del Estado, su parasitismo y podredumbre, desde las más altas, como el Tribunal Constitucional, la Fiscalía General, el Consejo de Estado, etc., hasta las más insignificantes, como la Casa Árabe, a cuya ubre tiene enganchada el sátrapa a su negra; y más y más y más… En definitiva, la periclitada democracia nuestra les perturba menos que el zumbido de una mosca. Lo mismo que, según Quevedo, sucedía con los jueces: que trocaban las togas en pellejos de culebra, así les ha ocurrido a estos melindrosos hipócritas: han trocado su delicada e hipersensible piel en caparazón de quelonio.

Han ido tragando poco a poco -si no gustosamente, sí dócilmente- tanta porquería, que me parece que hoy ya están inmunizados contra la corrupción, y no le afecta lo más mínimo a sus conciencias. Es difícil, pues, que algo les resulte ya irritante. Son ya hombres de media conciencia, como decía un personaje de una novela de Juan José Saer. Son peores que el malvado Ricardo III, porque éste, al menos, confesaba con toda lucidez, y se condolía con toda hipocresía, que su conciencia cobarde le causaba aflicción, según cuenta Shakespeare.

Siento pena de ellos, sobre todo por los amigos, o los que lo fueron, abducidos por el gran mentiroso, y que no sólo no hacen nada por liberarse del ponzoñoso encantamiento, sino que se complacen en revolcarse en el lodo, siguiendo la consigna que diera en su día el trujimán del déspota, al que en agradecimiento por los servicios prestados en su favor, y en prevención de que pueda seguir prestándolos, se le ha dado usurpar y parasitar la presidencia del Tribunal Constitucional.

¡Pobres quelónidos!, ¿podrán mirarse al espejo, si algún día, por casualidad, recuperaran su esfumada conciencia?

Mayo de 2025

LOS SUPOSITORIOS

Insólito mayo, que aún nos regala musicales lluvias ya casi olvidadas. Han vuelto las lluvias este año, y son aquellas mismas de nuestra infancia. Entonces, cuando eramos niños, en tan lejana época ya, el año tenía estaciones, el cielo estrellas, y llovía. En el otoño el suelo del Paseo se llenaba de hojas y de castañas, y llovía; en invierno hacía un frío de espanto -un frío de pato, como dicen los franceses- y se helaban las fuentes, y llovía, y alguna vez nevaba; en primavera todo estaba florido, colorido y luminoso, y llovía. También en verano nos sorprendía en el cine alguna tormenta veraniega, que nos obligaba, para no terminar como una sopa, a ponernos la silla de enea por sombrero, porque la función nunca se suspendía por tan poca cosa. Los niños teníamos botas de agua, con diversa longitud de caña, algunas hasta las rodillas, como las que gastaban los pescaderos de la plaza de abastos, pero eso a la postre resultaba siendo indiferente, porque siempre encontrábamos charcos lo bastante profundos como para que, una vez inmersos en su travesía, el agua lograra inundar el interior de las botas. Una hermosura de charcos, que la curiosidad infantil por conocer lo arcano de sus profundidades convertía en divertida aventura; y eso que salíamos de casa camino del colegio convenientemente amonestados. Lo primero que nos advertían las madres los días lluviosos era eso: ¡no te vayas a meter en los charcos! Como si no lo supieran. Ahora apenas se ven niños con botas de agua. Tampoco hay charcos como los de antes; de naturaleza lacustre, digo. Los ayuntamientos se cuidan mucho de que no los haya, para evitar tener que indemnizar por los daños sufridos en sus personas o en sus caros zapatos de importación a los que accidentalmente pudieran naufragar en ellos. Son los ayuntamientos, pues, muy cuidadosos con sus socavones. No quieren que nadie se meta en ellos y que ni siquiera los mire o los toque. Los jueces, siempre atentos a lo que importa, parecen amparar ese celo. El otro día leí en los papeles que un ciudadano, descontento con un bache en la puerta de su domicilio, ante la incuria municipal, decidió repararlo él mismo y a sus expensas. La municipalidad lo demandó, y el juez lo condenó a excavar de nuevo el agujero: «Ya que tiene usted alma de peón caminero -eso no lo dicen los papeles, pero yo me lo imagino así, porque he tenido mucho trato con la Justicia- no le voy a multar, pero me va a dejar usted el pavimento municipal tal como estaba, es decir, con su hermoso hoyo», sentenció el juez. Y es que ni el alcalde ni el juez querían privar a las criaturas, en caso de que lloviera, del placer de solazarse en el charco.

Pienso en las cosas que se han perdido y las que están en peligro de extinción por causa de la modernidad, el progreso de la ciencia o los caprichos de la naturaleza, cuyo pulso supera el paso de las generaciones e incluso la incuria de los políticos, pese a ser esto tan difícil de vencer. Algunas de esas cosas infunden en el ánimo la idea -la duda- de si el progreso consiste verdaderamente en una mejor vida. Y ayudan a constatar dolorosamente que, pese a sus comodidades y oportunidades, progreso y felicidad no son en absoluto sinónimos ni, mucho menos aún, guardan relación de causa y efecto. Y a concluir, también, que lo mejor es a veces lo más sencillo y elemental. No incluyo entre esas cosas los apagones de electricidad, tan familiares en nuestra infancia, y que recientemente hemos tenido ocasión de padecer, porque los apagones siempre resultan dañinos, no son nada simpáticos. No, no me refiero, pues, a los apagones sino a otras cosas más entrañables, dignas de añoranza y memoria.

Sumido en esa divagación -levitando, como cariñosamente me reprocha Ana-, repaso y rememoro algunas de esas cosas hermanadas a la infancia, ahora ya esfumadas, que echo de menos a veces; empezando, precisamente, por la felicidad, aquella despreocupada felicidad infantil. Dios, en su infinita sabiduría, sabe que la felicidad no debe prolongarse más allá de la niñez, porque de otro modo no lo necesitaríamos, por eso nos obsequia pródigamente desdichas y pesares. Pero ese es otro asunto, volvamos al tema: aquellas entrañables cosas de entonces. Como los juegos; los juegos, sin nada, en la calle, y que, a veces, había que interrumpir al paso de las solípedas bestias, cuando al atardecer regresaban a casa los labradores. Sólo eso hacía falta: calle y niños. Nada más, ningún objeto, todo a cargo de la imaginación infantil. O el cine. Las matinés en el cine principal -¡Viva el rey Abós, estribor ha muerto!-; los programas de las películas, que repartía por todo el pueblo con su simpático y singular trote zambo Paturrano -que el ingenio y gracejo del pueblo llano suele estar teñido las más de las veces de crueldad-, y que luego servían a la chiquillería para una diversidad de juegos y negocios. Y las repulsivas libidinosas salamanquesas del Jardín Cinema, que se posaban sobre los labios de Sofía Loren, y nos inquietaban. O la naturaleza; esos paseos a la Vía Dolorosa de la Atalaya, alfombrada de candilitos lilas, o al Calvario, que en eso consistía, en salir de paseo al campo, la asignatura de primero de bachillerato Observación de la Naturaleza, que impartía -con el pucho pegado a la comisura de los labios- don Rafael, el profesor titular de dibujo, amigo de mi abuelo y contertulio en la que hacían en la talabartería de la calle Terzuela, decorada profusamente con almanaques de señoras ligeras de ropa, y también profusamente regada con caldos de Montilla o Moriles, y a la que en más de una ocasión, en que quedé al cuidado de mi abuelo, tuve el honor de asistir, aunque, obviamente, sólo en calidad de oyente, sin derecho a la libación ni a la palabra. O las excursiones con los padres y tíos a la Fuente de las Piedras o a la Fuente del Río, con toda la parafernalia que entonces se gastaba en tales circunstancias: las cestas de mimbre, los manteles ajedrezados en rojo o azul, la cubertería de campo, con sus curiosos vasos plegables de variados colores, todo ello coronado con el menú frío típico de las excursiones: filetes empanados, muslos de pollo, tortilla de patatas, huevos duros, etc., y de postre el melón o la sandía, que se sumergían en agua nada más llegar para que estuviesen frescos en el momento de comerlos. Las calurosas noches veraniegas, plagadas de grillos y de primas, sentados en el llanete del cortijo del bisabuelo Papá Rafael, contemplando el cielo estrellado y oyendo las truculentas historias de los tíos a la siseante luz del carburo. O los tontos y locos coterráneos, cada cual exhibiendo sin descanso su singular genialidad y su locura; hoy ya no hay locos por las calles, o han perdido su mordaz encanto y nos los cruzamos sin siquiera reparar en ellos, o los esconden las autoridades para que no nos hagan pensar, o, simplemente, ya no quedan, o somos, tal vez, ahora nosotros los tontos o los locos.

Y en otro orden de cosas, más graves y menos jocosas o festivas, pero también, a pesar de eso, entrañables, los supositorios, por ejemplo. Mis nietos todos desconocen el tormento infantil del supositorio, que aun así preferíamos cuando éramos niños al terrible pinchazo de la inyección y, sobre todo, a la inquietante liturgia de su preparación; el alcohol ardiente en la funda metálica de la jeringa, para esterilizarla junto a la aguja -el brozno autoclave del practicante-. Yo me desmayaba -aflatarse se usaba decir en mi pueblo; me aflataba, pues- a veces, ante espectáculo tan dantesco, que evocaba en mi tierna imaginación las llamas del infierno o del purgatorio, según las imágenes que, conforme a la ortodoxia, eran de general aceptación.

Todo eso se ha desvanecido; como dijo Roy Batty, replicante Nexus-6, en Blade Runner, todo eso desaparecerá como lágrimas en la lluvia. No hay esperanza, pues, para los supositorios, las botas de agua, los charcos…, sólo la memoria de los que vivimos ese tiempo. Después, la oscura bajeza del olvido, polvo, nada.

Mayo de 2025

EL APAGÓN

Bueno, el apagón. Disculpe el lector, que a estas alturas ya estará probablemente saturado -no digo negro- con el tema; aunque, desde luego, no con las (inexistentes) explicaciones de los obligados a darlas, que ya sabemos que el presidente de este Gobierno no acostumbra a dar serenatas a su mujer, como dijo don José Sánchez Guerra en Cabra cuando fue requerido a decir unas palabritas a los electores de su distrito desde el balcón del casino: ¡Pero, ¿usted ha visto a algún marío que le eche serenatas a su mujer?! Pues, eso. Y mejor no insistir, y conformarnos con el silencio, que en el individuo que nos gobierna resulta siempre más noble que la palabra. Pues ya hemos visto que si alguna vez el Supremo condesciende a dar explicaciones, lo que hace es soltarnos una sarta de mentiras. ¡Pobrecito!, qué va a hacer si no; si, sobre todas sus buenas intenciones, se impone, como sucediera al escorpión de la fábula, su indomable e irrenunciable naturaleza. El apagón, pues, con la venia y la paciencia del lector; porque tengo que escribir algo sobre el asunto para no señalarme entre los miembros de esta cofradía de plumíferos implumes, que no ha habido uno, entre los profesionales -buenos o malos- y entre los diletantes que no haya dicho ya algo sobre el tema.
Así que lo que se me ocurre decir es, en primer lugar, que el 28 de abril de 2025 pasará a la historia, la historia nacional de la infamia, que es ya por antonomasia la nuestra, que a eso nos ha llevado este desaforado afán en pretender ser, entre los tontiprogres del planeta, los más guays y aventajados. Y así, en el futuro, siguiendo la costumbre progre de instaurar un día mundial conmemorativo de todas las cosas y ocurrencias, como el día mundial del tocino añejo, o el del tonto por to el día, o el del cuñao enchufao, tendremos el Día mundial del apagón, que se celebrará cada 28 de abril; bueno, eso si no se convierte en costumbre de este Gobierno dejar al país a oscuras de cuando en cuando.
Y lo segundo que se me antoja decir es que eso sucede por colocar en las altas magistraturas del Estado a los más incompetentes. Bueno, o no siempre. Quiero decir que a veces no son incompetentes los colocaos, sino que les puede más su sectarismo que su ciencia. Ya me lo advirtió a mi en cierta ocasión uno de ellos, cuando estábamos en una reunión de trabajo de una comisión técnica de la Administración: No hagas ostentación de tus conocimientos. En todo caso, competentes o incompetentes, sujetos a una fuerza superior: el sectarismo, la ideología. O, más propiamente, la defensa de sus intereses y privilegios de casta. Pues de eso se trata en última instancia, y no de otra cosa: seguir los dictados del líder carismático, adelantarse a satisfacer sus deseos, obedecer -ya lo dijo otro de ellos: No hace falta que sepan, basta con que sean dóciles y sumisos-. Eso es al cabo lo que cuenta, lo que garantiza el acceso y permanencia en el chiringuito, en la mamandurria, en la sinecura, en la canonjía, llámense Casa Árabe o Red Electrica Española. No lo digo yo, hace muchos años un vicepresidente de los suyos, de los de ese lado del muro, que tuvo la vergüenza de dimitir por causa de los turbios negocios de su hermano -sólo de su hermano, ni siquiera los de su mujer-, lo dijo: El que se mueva no sale en la foto. A veces, estos capitostes aventajados me recuerdan a las prostitutas japonesas del chiste de James Ellroy: Sinochingo Nokomo. ¡Pobrecitos!
Y, por último -que una cosa es no señalarse y otra muy diferente abusar de la paciencia del lector-, me toca las narices, con perdón, esa actitud frívola o nostálgica ante el apagón. ¡Qué bonito! ¡Como en nuestros tiempos! Y es que la nostalgia está bien, pero, digo yo, que respecto a cosas inocuas y entrañables. Los apagones, con nada que duren más que un orgasmo, son siempre dañinos; malos para todos y para algunos fatales. Y si son, como el del otro día, tan extensos y duraderos como para sumir a la nación entera en las tinieblas durante muchas largas horas, inaceptables bajo todos los conceptos. De modo que esa actitud complaciente ante el desastre me parece de una ingenuidad rayana en la necedad, o, peor aún, sospechosa de oscurantismo y complicidad con los que pretenden excusar explicaciones y eludir responsabilidades.
En todo caso, pienso que los inmensos daños materiales causados por el apagón son poca cosa comparados con el daño infligido a la reputación del país, que nos ha colocado a la altura de las dictaduras tercermundistas en el ominoso ranking de los apagones. Y, sobre todo eso, el daño moral de haber puesto al descubierto, el apagón, nuestra condición de rebaño sumiso y una vergonzosa carencia de rebeldía cívica. Y pienso, y rememoro, y me avergüenzo, que sólo pisamos las calles cuando desfilamos al son del tambor que otros nos tocan o bajo los hipnóticos acordes del flautista de Hamelín de turno. ¡Qué buen rebaño!

Mayo de 2025

NOSOTROS QUE NOS QUISIMOS TANTO

 

He tardado toda una vida en comprenderlo, al final lo entendí, como llegan a entenderse las cosas importantes de esta vida: dolorosamente; aunque tarde también, tal vez demasiado. Sólo el amor importa.

El amor que podamos darnos unos a otros incondicionalmente. Sólo eso importa; y hace soportable nuestro deambular por este valle de lágrimas, que así nombró el salmo, en bella metáfora, esta sucesión de tribulaciones y pesares que son la materia de nuestra existencia. Por cierto, la RAE ya no admite en su diccionario la grafía psalmo, que obviamente sí recoge el diccionario de autoridades; Borges se rebelaba ante la supresión de la consonante inicial de la palabra, y escribía deliberadamente psalmo, según confesaba en el prólogo de una de sus obras; afortunadamente, no acertó al vaticinar que los ‘individuos’ de la Academia pronto terminarían suprimiendo asimismo las pes iniciales de las palabras pneuma o psicología. Menos mal.

Pero volvamos al tema y dejemos a un lado las disquisiciones gramaticales. Sólo el amor nos redime, decíamos. Y el arte, tal vez.

Un tesoro, el amor, que no apreciamos sino cuando lo perdemos; como sucede con la salud y con tantos otros dones que la naturaleza, como un dios, nos da y nos quita, caprichosamente, y que no valoramos debidamente porque no tienen precio en el mercado de las cosas mundanas, que así de estúpidos, vanidosos y maleables somos.

Hablo, cuando digo amor, también de la amistad, como la manifestación más elemental y primigenia del amor, creo; de cuya arcana naturaleza se ocuparon tempranamente los primeros grandes pensadores de nuestra civilización, como Platón o Aristóteles o Cicerón.

El cristianismo lo supo y por tal razón lo convirtió en síntesis de todas sus virtudes y dogmas: ama a tu prójimo como a ti mismo… porque si no tengo amor nada soy. También la ética Kantiana con su imperativo categórico vino a decir algo parecido.

Así discurría nuestra historia, amorosamente. Tan amados y tan amantes, tan felices y complacidos, que, como Pedro en el monte Tabor, aspirábamos a erigir tres tiendas ahí, para siempre, detenido el tiempo, enemigo declarado del amor, como han sabido acreditar los más sabios; sin dar un paso más en nuestra feliz historia, como en esas posiciones de la partida de ajedrez, que nos parecen tan bellas y armónicas que nos incitan a la inmovilidad porque tememos echar a perder su hermosura con el error del siguiente movimiento.

Ese magma afectivo, inconsistente y volátil, se fue tragando, sin embargo, a todos los que amamos como arenas movedizas. Porque el amor es tan frágil y delicado, tan escurridizo, tan vulnerable y efímero. Y tan extraño y cruel.

Pero los amados perdidos, abandonados, muertos -vivientes o no-, acaban emergiendo de la profunda oscuridad y estando presentes siempre en nuestros pensamientos, y en nuestros sueños, tanto como lo están los que todavía amamos. Sin embargo, duelen. Soñados o recordados, siempre duelen. ¡Qué cruel paradoja esa!

Y qué historia más triste fue -es- esta nuestra.

Abril de 2025

EN EL REDIL ES EL PASTOR QUIEN DETERMINA LA CALIDAD DE LAS OVEJAS

 

Hoy día se calibra y valora a las personas principalmente por su mera pertenencia o inclusión en grupos sociales minoritarios o por sus preferencias o inclinaciones sexuales, sin importar lo que debe importar para determinar si son buenas o malas personas, si son o no buenos ciudadanos y convecinos. Eso es lo que mayoritariamente transmiten los medios de comunicación, los periódicos, las televisiones, las películas, las series, las tertulias, los libros, etc. Y, si no fuese suficiente con eso, los currícula educativos ayudan a culminar, o a comenzar, el proceso de adoctrinamiento de niños y adolescentes. Los profesores, no sé si impotentes o cómplices, son en ello los colaboradores necesarios.

De tal modo, que hoy día, basta con ser homosexual o trans, o negro -con perdón- o feminista, etc., para que la pública opinión te respete y te tenga en alta estima, si no en héroe de la historia, obviando que, además de tales circunstancias, puedes ostentar la condición de ser una mala persona o incluso un redomado hijo de satanás. Porque, ¿acaso no hay malas mujeres, negros depravados, maricas perversos, feministas infames…? La estupidez se ha impuesto, inoculada por aquellos -individuos o grupos- que sacan provecho particular del asunto, y que hábilmente han descubierto una forma de parasitismo, o incluso de enriquecimiento, y un modo de ganar poder o influencia a costa de ello. La opinión dominante –a fuerza de adoctrinamiento y propaganda- ha terminado no solo aceptando todos esos postulados buenistas, sino asumiéndolos estúpidamente como dogmas de fe, es decir, sin someterlos al tamiz de la razón ni menos aún, por supuesto, aceptar que sobre ellos pueda ejercerse algún tipo de crítica o de cuestionamiento. Tal vez, porque, si en algún momento se les ocurrió realizar tal esfuerzo intelectual, escarmentaron en cabeza ajena, como suele decirse, al recordar lo que les sucedió a otros que se atrevieron a escrutar, pensar, cuestionar y disentir: el estigma de Caín, la muerte civil, el basurero de la historia.

Los guardianes de la ortodoxia se comportan como una nueva inquisición. Y su corpus -porcus, como decía el simpático personaje de Dickens- ideológico como el de una nueva religión, cuyo dios es el poder sobre todo ser viviente en manos del buen pastor. Así, su propósito y determinación es que, parafraseando lo que san Juan decía en su evangelio, esas otras ovejas que no son de su redil terminen siéndolo; y que, de tal modo, termine habiendo un sólo rebaño y un sólo pastor, y una sola voz, que todas las ovejas escuchen y obedezcan.

Javier Krahe -requiescat in pace-, intuyó lo que se avecinaba, y sarcásticamente supo plasmarlo, de modo tan lúcido como bello, en su canción Señor juez:

Si yo fuera mujer, minoría racial,

cristiano de base, zurdo, homosexual,

tercer mundo, obrero, artista…

me podría sumar a su revolución

pero, al no ser así, ofrecer mi adhesión

me parece paternalista….

Hoy día no hubiese podido intentar desenmascarar el burdo engaño sin afrontar terribles consecuencias; los suyos lo hubiesen impedido, lo hubiesen ‘cancelado’, como les gusta decir, cosificando a las personas. Por cierto, la mayor crueldad, el odio más feroz, los peores males suelen venir casi siempre de parte de los propios. Roma no paga traidores, vienen a decir estos, pretendiendo cubrir su vileza y despotismo con el manto de la virtud, que en realidad no sólo desconocen sino que aborrecen.

Abril de 2025

TAMBORES DE GUERRA

Formulada por Robert Merton, cuyas aportaciones a la parsoniana teoría de sistemas han estudiado todos los alumnos de sociología de nuestras universidades, la “profecía autocumplida” viene a sostener que la mera formulación de una predicción respecto a un hecho socialmente relevante condiciona, impulsa y aumenta o favorece la probabilidad de que esta llegue realmente a consumarse. Digo esto a propósito de los tambores de guerra que, pertinaz e insidiosamente, vienen sonando en el rebaño desde hace pocos meses. Los que tocan los tambores son la estúpida UE de la ofídica Von der Leyen y la OTAN -léase, pues, USA-.

¿En qué hechos, en qué elementos objetivos, se sustenta la alarma? ¿En cuáles, asimismo, la supuesta amenaza? Lo que saben esos que formulan tan alarmante y desasosegante predicción, nos lo ocultan. Por ejemplo, ¿quién es el supuesto enemigo del que debemos protegernos, tan urgentemente? Porque tal dato es esencial e imprescindible para la formulación de la hipótesis bélica. Las amenazas, obviamente, tienen que provenir de alguien que las profiera y lance y, de alguna manera, las notifique o haga llegar a conocimiento del amenazado. ¿Cuáles son estas que inducen a los que están haciendo sonar los tambores de guerra a prevenirnos y alarmarnos? ¿Quién las profiere, y cuáles son sus motivaciones? ¿Cuáles son sus exigencias, a cambio de no tener que llegar a intentar satisfacerlas mediante la violencia de la guerra?

Como no he visto en ningún sitio que los tocatambores, ni sus voceros, hayan dado explicación razonable alguna, ni respuesta a tan elementales cuestiones, uno se para a pensar y a elucubrar, para suplir ese escandaloso y desvergonzado silencio.

Veamos -sin mucho rigor analítico; digamos que con el rigor del análisis de tertulia tabernaria- diferentes hipótesis. Primera, la amenaza procede del islamismo radical, enemigo declarado de la civilización occidental. Pero, ¿qué país o alianza de países liderarían la agresión a occidente? ¿Qué país o alianza de ellos tiene capacidad bélica para enfrentarse en ese terreno a todo el occidente? ¿Y cuáles serían sus razones?, porque, como advirtió Gadafi, el vientre de sus mujeres -y las propias políticas de los supuestos enemigos- ya están consiguiendo que la civilización occidental doble la rodilla y sucumba ante ellos.

Otra hipótesis: China, que quiere adueñarse del mundo. Sin embargo, ya es dueña de buena parte del continente africano y sudamericano e, incluso, asiático y europeo; parece que no le va mal. ¿Ansía apropiarse lo que queda del mundo, mediante la violencia, sola o en consorcio con Rusia? Parece bastante improbable, y no hay datos objetivos que avalen tal hipótesis. Más aún, los que hay apuntan en sentido contrario: a China le va bastante bien con el statu quo mundial y no tendría motivos para arriesgar una situación tan ventajosa, y menos aún en provecho de otro, léase Rusia. Salvo que, tercera hipótesis, frenar la ambición del demonio americano, Trump, sea el factor desencadenante. Naturalmente, para sostener tal hipótesis es preciso admitir esta otra: que Trump pretende adueñarse mediante la violencia del mundo, incluidos China, Rusia y la UE. Pero, en tal caso, el enemigo serían los USA, contra todo el planeta, contra el universo entero, como diría Carmen Calvo. No parece que tal hipótesis sea en modo alguno sostenible.

Por último, y esta es la hipótesis por la que me inclino como más probable, se trataría de una guerra de conveniencia; acordada entre todos los contendientes. Ya se determinaría más adelante quién compondría cada bando litigante; quién contra quién. El objetivo, en el que estarían todas las potencias de acuerdo, consistiría en equilibrar el descontrolado crecimiento poblacional; eliminando el excedente, ya que no se ha podido controlar en el origen. El recurso a los virus ha fracasado, o ha resultado insuficiente. Hay que dar ahora la oportunidad a los fusiles y a las bombas. Una guerra, en definitiva, filantrópica y ecologista; es decir, para el bien de la humanidad y del planeta. Muy en consonancia con la ideología woke: filantropía y ecología.

Todos los de Davos, declarados neomaltusianos, y los estados de su propiedad, estarían de acuerdo. Como ya ha habido otras guerras, ya sabemos -y sobre todo, ellos saben- que no les afectará, y nada arriesgan, pues. No pasarán hambre, no sufrirán en sus carnes las miserias de la guerra, incluso se enriquecerán con ella. Serán, como en todas las guerras, la gente como tú o como yo los que padezcan.

Parafraseando a Bertold Brecht, los de Davos se han reunido, hombre de la calle abandona toda esperanza, pues ya están escritas las órdenes de movilización.

O pudiera ser esto otro: un giro ‘inesperado’ de guion, cuidadosamente proyectado -y que podría incluso ser compatible con la hipótesis anterior de una guerra de ‘perfil bajo’-: la paz, al fin. Suspiramos. Entonces, Von der Leyen, y los Von der Leyen del mundo, es decir, la plutocracia global, dirán: Demos gracias a que finalmente se ha conseguido mantener la paz. Ha costado grandes esfuerzos, por lo que, por tu parte, tendrás que aceptar realizar ciertos sacrificios a cambio.

Ya nos lo advirtieron esos mismos de Davos, los de la Agenda 2030: “No tendrás nada y serás feliz”.

Así se explicaría porqué no hay respuesta a ninguna de las cuestiones esenciales: amenazas, enemigos, alianzas, etc.

Sea lo que sea, siempre ganan los mismos. Siempre pierden los mismos.

Marzo de 2025

EL BANQUETE DE FRAY GERUNDIO

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero…

(A. Machado, Retrato) 

La casa estaba situada en mitad de una calle llamada en otro tiempo -y aún ahora por los paisanos más añosos- Horno grande, en la acera derecha según se bajaba hacia el cine Principal, cuya fachada quedaba justo enfrente de la embocadura de la calle, en línea perpendicular a ésta. Como casi todas las de esa calle, la casa constaba de tres plantas. Una cancela labrada, de rejas de hierro pintadas de purpurina plateada, acabada en arco en su parte superior y coronada con las iniciales RMM del que fuera, probablemente, su primer propietario, separaba el zaguán del vestíbulo que daba acceso al patio central, enlosado de mármol rojo, que parecía picado de viruela pues estaba sin pulir; típico mármol de las canteras egabrenses, con el que se forjaron buena parte de las columnas de la Mezquita de Córdoba. La vivienda de mis padres ocupaba el ala izquierda de la planta baja y el patio, que era de su exclusivo uso y disfrute. Este patio es en cierto modo coprotagonista de esta historia, no sólo porque ésta transcurre entre sus muros sino porque, igual que le sucedía a don Antonio Machado, resulta para mí indisociable de la mayoría de los bellos recuerdos de una infancia feliz.

Era este un hermoso patio. En el centro se erguía majestuosa una pequeña fuente ornamental, rodeada de macetas, que se veía desde la calle, de piedra blanca en todos sus elementos, de unos dos metros de altura, cercada por un recipiente de forma octogonal cuyas paredes medirían aproximadamente medio metro y terminada en su parte superior, muy cerca ya del surtidor, por una concha circular de mediano tamaño, en la que resultaba preceptivo, en cuanto se tenía edad suficiente para mantenerse sujeto sin caerse, fotografiarse sentado dentro de ella y asido al cipote surtidor. Las macetas, con forma de cono invertido, de muy diversos tamaños y colores y de variadas especies de plantas, como geranios, helechos, petunias, gladiolos, cintas, etc., decoraban las paredes y todo el perímetro del patio; eran la joya de la corona de mi madre, que las cuidaba primorosamente y se llevaba un gran disgusto cuando algún pelotazo rompía el tiesto de alguna o cuando jugábamos a arrancar del tallo las hojas de los helechos, entonces había que salir por pies. Una frondosa dama de noche cubría uno de los muros medianeros y hacía más gratas y perfumadas las veladas veraniegas. Había plantados, además, en sus respectivos arriates de cercos encalados, dos rosales y un hermoso laurel. Luego, también, daban sombra y frescor al patio un enorme y fértil limonero, de siete u ocho metros de alto, y dos naranjos, uno de ellos mandarino, al que don Manuel, el párroco de la iglesia de la Asunción, amigo de la infancia de mi padre y hombre muy serio, educado y formal, y un tanto redicho, rayano en la pedantería, no llamaba simple y llanamente el mandarino, sino el citrus reticulata, del mismo modo que cuando en cierta ocasión el naranjo se vio afectado por una plaga de mosca de la fruta pudimos enterarnos que los puntitos que infectaban las naranjas no eran por causa de la mosca sino de la ceratitis capitata, para mofa y pitorreo de la extensa cofradía de tías y primas, no sólo ya en el momento de la jocosa ocurrencia sino per sécula seculorum, como él mismo hubiese dicho.

Pues bien, debido a la extraordinaria amistad que unía a mis padres con el referido párroco, y especialmente con su coadjutor, que era como de la familia, y al que cariñosamente llamábamos Yoyito, o, tal vez, porque mi madre era una cocinera excelente o, pudiera ser, sin embargo, porque el peculio de ambos sacerdotes no daba, ni siquiera en comunión, para homenajes gastronómicos, o, más probablemente, por el conjunto de todas estas circunstanciales razones, era casi costumbre, para estos clérigos y para mis padres, que con ocasión de las fiestas en honor de la Virgen de la Sierra, patrona de nuestro pueblo -la muy ilustre y leal ciudad de Cabra-, o, por ser más precisos, con ocasión del novenario, con sus preceptivos sermones, con que se le rendía especial culto, y que se celebraba en la citada parroquia de la Asunción y Ángeles, sede temporal de la Señora durante el mes de estancia en el pueblo, los predicadores, normalmente frailes pertenecientes a la familia dominica de predicantes, fuesen reconocidos y agasajados al término de su labor pastoral con un banquete acorde a su reputación y desempeño en casa de mis padres.

Cierto año, las prédicas del fraile de turno, que se llamaba fray Dionisio de Celama, debieron estar a la altura de la mejor faena de Machaquito o del Guerra, o, más apropiadamente, de los sermones del famoso fray Gerundio de Campazas, pues, es cosa que no se me olvidará jamás, merecieron el honor de que el menú del banquete con que se le obsequiaría fuese el mismo que se servía en casa en la mejor ocasión del año, es decir, el día de Navidad, para celebrar fiesta tan señalada y principal y la onomástica de mi señora madre Natividad.

Después de los aperitivos consistentes en unas aceitunas partías, unas cebollitas en vinagre y unos callos, con su puntito picante, que hacían las delicias de toda la familia, amistades y ocasionales invitados, todo ello de elaboración propia, como se diría ahora, se empezaba con una sopa de picadillo, o De profundis, que así la llamaron chusca y agudamente los clérigos, con las mismas palabras con que comienza el famoso salmo penitencial, porque la sustancia de la sopa -trocitos de jamón picado, huevo duro, menudillos de pollo y alguna que otra vianda que, según el gusto y los posibles de cada cual, pudiera añadírsele- se encontraba en las profundidades de la marmita; como plato principal un suculento y apetitoso pavo con salsa de almendras, y de postre un surtido de los exquisitos pasteles de la confitería de Emilia Fernández: merengues, piononos, borrachos, alemanes, milhojas, etc., todo ello regado con unos buenos vinos de las bodegas Pérez Barquero de Montilla, salvo el pavo, que fue acompañado con un Paternina, que era lo que había entonces de categoría en el Circulo de la amistad o en el Feryla. Solo faltaron los mantecados y turrones para sentir en el estómago el famoso espíritu navideño.

Como ya he señalado antes, era lo acostumbrado elaborar en la casa cualquier clase de comida que se consumiera. No se llevaba entonces, o no se le había ocurrido a nadie del pueblo ese negocio, lo de las comidas preparadas. Pero aunque las aves, incluido el pavo, podían comprarse en la pollería ya preparadas para su cocinado, es decir, difuntas, escaldadas, desplumadas, evisceradas y limpias, mi madre acostumbraba, sin embargo, a comprar las aves vivas -al modo chino y de algunos otros países orientales- y encargarse ella de todo lo demás.

Así pues, siguiendo esa costumbre suya, compró en la plaza un rollizo pavo y se dispuso a ejecutar, nunca mejor dicho, por propia mano todos los pasos del proceso. La operación de matar al pavo y desplumarlo solía hacerse en el patio, porque la cocina era muy pequeña y no daba de sí para disponer todo lo necesario y, además, porque a mi madre no le agradaba que se llenara toda ella de plumas, ni correr el riesgo de que los posible salpicones de sangre mancharan los muebles y el suelo. De modo que eso se hacía en el patio, se sacaba la silla baja, un recipiente para las plumas, un barreño con agua hirviendo para escaldar la pieza y facilitar el desplumado y un pequeño lebrillo para echar la sangre, porque el método de ejecución era el mismo que Enrique VIII empleaba con sus esposas, esto es, la decapitación; de manera que una vez cortado el pescuezo del ave, este se inclinaba sobre el lebrillo hasta que quedaba totalmente exangüe. Resultó que en el momento crucial mi madre debió atender algún imprevisto de la cocina y encargó a la tata, una señora ya muy entrada en años, que ayudaba a mi madre en las tareas domésticas, y a una tía mía que vivía con nosotros que entre las dos dieran muerte al pavo. Frasquita, que así se llamaba la tata, se sentó en la silla baja y sujetó al pavo por las patas con su mano derecha y el buche del animal con la izquierda, apretándolo a su vez contra su cuerpo, en tanto que mi tía cuchillo en mano, como Abraham ante Isaac, sujetaba la cabeza del ave con la otra. Sea porque el animal se olió lo que pretendían hacerle y se resistía a ello valerosamente, sea porque la postura de la tata era un tanto forzada y sus fuerzas debilitadas ya por la edad provecta, sea por la pusilanimidad de mi tía, que era un tanto tímida y apocada y por su carácter no se avenía bien a cometer un crimen como este, sea por su impericia en tales lides, o sea, en suma, por el consorcio de verdugos ineptos y sus adversas circunstancias, lo cierto es que mi tía dio un tajo tal en el pescuezo del ave que se quedó con la cabeza del pavo en la mano al tiempo que éste, con extraordinaria y oportuna presteza, lograba escabullirse de su captora. Mi tía gritaba llena de pavor, nunca mejor dicho, mientras Frasquita la reprendía a la vez que intentaba tranquilizarla, y el pavo sin cabeza corría dando brincos a tontas y a locas, chocando contra las macetas y llenando de sangre las blancas paredes y todo lo que encontraba a su paso.

La narración del episodio, hecha por mi madre con la gracia y simpatía que la caracterizaban, sirvió para amenizar el banquete y de contrapunto a la gravedad y circunspección del párroco, del fraile y de mi padre, personas de carácter serio y riguroso, digámoslo piadosamente así, para no llamarlos como los llamarían en mi pueblo, es decir, esaboríos.

Pero, como es inútil luchar contra el destino, según nos advirtió el sabio Esopo en su fábula, don Manuel no pudo poner riendas a su naturaleza y dijo:

- A riesgo de incurrir en pecado de irreverencia y lacerar el respeto debido a nuestro hermano fray Dionisio de Celama, no puedo dejar de señalar que aprecio ciertas concomitancias -eso dijo, concomitancias- en los acontecimientos recientes, que parecen dar a entender que la Divina Providencia nos amonesta con ellos para que saquemos enseñanza y provecho. Para empezar, la repentina indisposición de fray Gabriel de Araceli, designado por su Eminencia Reverendísima para la predicación de los sermones de este novenario, y la oportuna, pero llamativa, sustitución por fray Dionisio de Celama, que lleva y honra el nombre del que fuera uno de los primeros santos mártires de nuestra Iglesia. San Dionisio fue un eminente retórico de maravillosa elocuencia y sabiduría, predicador fecundo y eficaz, como sucede hoy día con su tocayo, nuestro querido hermano fray Dionisio, salvando las distancias, naturalmente. Sin embargo, no es tal coincidencia la que me resulta más inquietante y sugerente. Cuenta el beato Santiago de la Vorágine -curiosamente, perteneciente a la orden dominica de predicadores, como nuestro hermano fray Dionisio- en su magna hagiografía La leyenda dorada, que sin duda alguna conocerán e incluso habrán leído todos ustedes, que la palabra Dionisio quiere significar algo así como el que huye rápidamente o fugitivo veloz, que así podría decirse del pavo al escaparse de las manos de doña Frasquita. Y se cuenta también en La leyenda dorada que el cruel emperador Domiciano martirizó a san Dionisio de muy diversas formas y maneras, a cada cual más cruel, sin conseguir darle muerte; primero lo asó en una parrilla, como hiciera siglos después el emperador Valeriano a san Lorenzo, después lo arrojaron a las fieras que, aunque hambrientas, terminaron sentadas a sus pies, seguidamente lo metieron en un horno, luego lo crucificaron y le dieron tormento durante mucho tiempo, pero no conseguían darle muerte. Al malvado Domiciano se le ocurrió entonces decapitarlo, y refiere Santiago de la Vorágine que una vez decapitado, el cuerpo de san Dionisio se puso de pie, se inclinó y recogió del suelo su propia cabeza y caminó dos millas, hasta el lugar en que, por decisión divina, debía ser sepultado, llevando la cabeza en su manos. No sé si aprecian ustedes las concomitancias a que me refería.

Si uno no conociese a don Manuel -tan místico, que honestamente intuía la intervención de la Providencia en en tales hechos-, hubiese pensado que el relato provenía de un irreverente blasfemo. ¡¡Comparar el martirio milagroso de san Dionisio con el sacrificio del pavo!!

Han pasado muchos años desde entonces. Hoy día nada queda de todo aquello, de todos los elementos de esa historia, salvo el recuerdo. Ni cosas ni personas. Ya no hay casa, ni patio, ni cine, ni esa calle tal como era; y, más lamentable, ninguno de sus protagonistas, salvo el que esto les cuenta, sobrevive.

Hoy, pasado el tiempo, encuentro al rememorar el simpático episodio un motivo para la turbación y el desasosiego, sin embargo. Se me antoja todo aquello como alegoría de lo que vivimos y padecemos en estos días confusos. El pavo sin cabeza corriendo desbaratadamente, sin orden ni concierto, atropellando y rompiendo y manchando todo a su paso, por un hermoso y lindo patio que no sabe de su venidera decadencia y ruina. Como el país, ahora. El patio de un pavo sin cabeza que va de un lado a otro caóticamente, sin orden ni concierto, que espera, aunque ignorante, su colapso; que llegará desprovisto de toda grandeza, de la grandeza que, a veces, reviste la derrota y honra a los vencidos. Y ahora, como entonces, espectador impotente ante los sucesos.

Marzo de 2025

NADA NUEVO BAJO EL SOL

Si es cierto lo que muchos afirman, que el Eclesiastés es obra del rey Salomón, a nadie extrañará, pues, que el hombre más sabio de la antigüedad advirtiera ya en aquellos remotos tiempos, y de modo tajante, que nada nuevo hay bajo el sol.

Después, durante siglos, se ha repetido la sentencia -nihil novum sub sole, y sus variaciones- hasta la saciedad, creando así una especie de consenso atemporal sobre la validez universal del aserto salomónico.

Siendo eso así, no sería disparatado afirmar igualmente que ninguna palabra ha sido dicha que ya antes no hubiese sido pronunciada, ni siquiera lo inefable o aquello que, como el nombre de Dios, es innombrable. Todas las palabras, dichas o escritas o pensadas o rumiadas y no pronunciadas finalmente por los labios, no son pues sino las voces de los muertos. El eco de las voces de los muertos. Un lejano eco. Quevedo, un hombre sabio también, nos lo recordaba:

...vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos...


Son entonces las palabras como la luz de las estrellas muertas, que hace miles o millones de años se extinguieron, dejaron de existir y, sin embargo, nos iluminan en nuestros días, su legado para la humanidad.

Del mismo modo, ninguna historia hay que no haya sido antaño vivida y contada. Ninguna desdicha que no haya sido padecida otrora por otros. Ningún sufrimiento o dolor que no los haya antes que a nosotros afligido. Ninguna lágrima que no haya sido ya derramada. Ninguna esperanza que no haya sido defraudada. Ese es el legado imperecedero de la humanidad: eco. El eco de lo que fue es el legado recibido, como será asimismo el que dejaremos a las generaciones venideras, mientras la humanidad subsista. Vidas ya vividas, palabras ya dichas. Nada nuevo mientras el sol alumbre.


Marzo de 2025