No sé si recordarán los lectores que en la sesión de investidura el déspota que nos gobierna erigió un muro -la metáfora, no tan metafórica sino real, es íntegramente suya- entre los ciudadanos que le apoyaban y los que no. O sea, ellos y nosotros.
Emulaba a San Mateo, al que, estoy más que convencido, ni él ni su mentor y predecesor en eso de levantar muros -el Bobo Solemne y rencoroso- han leído: El que no está conmigo está contra mí. El que no recoge conmigo, desparrama, cuenta el evangelista que dijo Jesús. La intención del Perro Sánchez es en el fondo la misma que la de Jesucristo: instituir una única fe verdadera. La diferencia fundamental es que la vieja religión no prorroga su jurisdicción más allá de sus límites naturales. Pese a sus anhelos de universalidad, solo sus creyentes, feligreses o adeptos quedan sometidos a sus dogmas y mandatos. Tampoco se sirve de la amenaza, la coacción o la corruptora dádiva para atraer fieles a su causa. Por el contrario, el Sumo Pontífice Sánchez, su religión, no respeta límites ni libertades. Pese a levantar un muro entre píos e infieles, extiende su jurisdicción a ambos lados del muro, e impone a todos sus dogmas y gobierna sobre unos y otros; aunque a los unos -los hunos- los cuida y mima y a los otros los oprime y jode.
Vuelta al muro, pues; recurso de tiranos. Resulta curioso, y conviene señalarlo, que el muro de Berlín fue levantado a instancia del Partido Socialista Unificado de Alemania, y que era llamado por ellos Muro de Protección Antifascista. ¿Les suena algo?, para partirse de risa, si no fuera tan trágico el asunto.
Sánchez, pues, el nuevo profeta. De la nueva religión: el sanchismo. Con sus adeptos y feligreses muy parecidos en su incondicional lealtad y fidelidad a los cristianos. No en vano una de las acepciones de la palabra fiel en nuestro diccionario de la lengua remite, por antonomasia, al cristiano fervoroso. Así son ahora los devotos seguidores de esta nueva religión sanchista. Incapacitados para la duda, el análisis, la autocrítica, la contrición, el arrepentimiento, la corrección, la enmienda y, más que para cualquier otra cosa, para el cambio. En síntesis, unos reaccionarios, unos carcas, estos progres. Justo lo contrario de lo que se etiquetan y proclaman; como en todas las demás cosas. Hacen lo contrario de lo que dicen, y dicen lo contrario de lo que hacen. O sea, sepulcros blanqueados.
En otro tiempo -pongamos, por ejemplo, cuando ellos no gobernaban- eran tan sensibles, con la piel tan fina, que el menor atisbo de incorrección -no digo ya de corrupción- por parte de políticos o, incluso, simples ciudadanos sin responsabilidades políticas, que no compartieran su código ético, les obligaba en sus conciencias a pasar de la opinión a la acción y de la palabra a los hechos, y verse así compelidos a hacerles escraches o, incluso, agredirlos físicamente, como les sucediera a la vicepresidenta Soraya o al propio Rajoy. Su ética no soportaba la pasividad.
Sin embargo, un gobierno de malhechores: socialistas corruptos, vascos terroristas y filoterroristas o recogenueces, catalanes golpistas y ladrones, comunistas como dicen que son los comunistas, basta mirar donde gobiernan o han gobernado, no les irrita su delicada piel. Los turbios negocios de la esposa del césar, el descarado nepotismo con el hermano de las chirimoyas, los ataques a la Justicia y a los jueces que investigan sus corruptelas, su irritante falta de transparencia, la persecución de la prensa crítica, la censura, la continua escena del sofá con el que fuera (¿sigue siéndolo?) su amigo y mano derecha: ¿no es verdad, ángel de amor…?, los abundantes y permanentes, y habituales ya, escándalos de puterío (a los socialistas les fascinan las putas) entre sus mandamases, la colonización de las instituciones del Estado, su parasitismo y podredumbre, desde las más altas, como el Tribunal Constitucional, la Fiscalía General, el Consejo de Estado, etc., hasta las más insignificantes, como la Casa Árabe, a cuya ubre tiene enganchada el sátrapa a su negra; y más y más y más… En definitiva, la periclitada democracia nuestra les perturba menos que el zumbido de una mosca. Lo mismo que, según Quevedo, sucedía con los jueces: que trocaban las togas en pellejos de culebra, así les ha ocurrido a estos melindrosos hipócritas: han trocado su delicada e hipersensible piel en caparazón de quelonio.
Han ido tragando poco a poco -si no gustosamente, sí dócilmente- tanta porquería, que me parece que hoy ya están inmunizados contra la corrupción, y no le afecta lo más mínimo a sus conciencias. Es difícil, pues, que algo les resulte ya irritante. Son ya hombres de media conciencia, como decía un personaje de una novela de Juan José Saer. Son peores que el malvado Ricardo III, porque éste, al menos, confesaba con toda lucidez, y se condolía con toda hipocresía, que su conciencia cobarde le causaba aflicción, según cuenta Shakespeare.
Siento pena de ellos, sobre todo por los amigos, o los que lo fueron, abducidos por el gran mentiroso, y que no sólo no hacen nada por liberarse del ponzoñoso encantamiento, sino que se complacen en revolcarse en el lodo, siguiendo la consigna que diera en su día el trujimán del déspota, al que en agradecimiento por los servicios prestados en su favor, y en prevención de que pueda seguir prestándolos, se le ha dado usurpar y parasitar la presidencia del Tribunal Constitucional.
¡Pobres quelónidos!, ¿podrán mirarse al espejo, si algún día, por casualidad, recuperaran su esfumada conciencia?
Mayo de 2025