NOSOTROS QUE NOS QUISIMOS TANTO

 

He tardado toda una vida en comprenderlo, al final lo entendí, como llegan a entenderse las cosas importantes de esta vida: dolorosamente; aunque tarde también, tal vez demasiado. Sólo el amor importa.

El amor que podamos darnos unos a otros incondicionalmente. Sólo eso importa; y hace soportable nuestro deambular por este valle de lágrimas, que así nombró el salmo, en bella metáfora, esta sucesión de tribulaciones y pesares que son la materia de nuestra existencia. Por cierto, la RAE ya no admite en su diccionario la grafía psalmo, que obviamente sí recoge el diccionario de autoridades; Borges se rebelaba ante la supresión de la consonante inicial de la palabra, y escribía deliberadamente psalmo, según confesaba en el prólogo de una de sus obras; afortunadamente, no acertó al vaticinar que los ‘individuos’ de la Academia pronto terminarían suprimiendo asimismo las pes iniciales de las palabras pneuma o psicología. Menos mal.

Pero volvamos al tema y dejemos a un lado las disquisiciones gramaticales. Sólo el amor nos redime, decíamos. Y el arte, tal vez.

Un tesoro, el amor, que no apreciamos sino cuando lo perdemos; como sucede con la salud y con tantos otros dones que la naturaleza, como un dios, nos da y nos quita, caprichosamente, y que no valoramos debidamente porque no tienen precio en el mercado de las cosas mundanas, que así de estúpidos, vanidosos y maleables somos.

Hablo, cuando digo amor, también de la amistad, como la manifestación más elemental y primigenia del amor, creo; de cuya arcana naturaleza se ocuparon tempranamente los primeros grandes pensadores de nuestra civilización, como Platón o Aristóteles o Cicerón.

El cristianismo lo supo y por tal razón lo convirtió en síntesis de todas sus virtudes y dogmas: ama a tu prójimo como a ti mismo… porque si no tengo amor nada soy. También la ética Kantiana con su imperativo categórico vino a decir algo parecido.

Así discurría nuestra historia, amorosamente. Tan amados y tan amantes, tan felices y complacidos, que, como Pedro en el monte Tabor, aspirábamos a erigir tres tiendas ahí, para siempre, detenido el tiempo, enemigo declarado del amor, como han sabido acreditar los más sabios; sin dar un paso más en nuestra feliz historia, como en esas posiciones de la partida de ajedrez, que nos parecen tan bellas y armónicas que nos incitan a la inmovilidad porque tememos echar a perder su hermosura con el error del siguiente movimiento.

Ese magma afectivo, inconsistente y volátil, se fue tragando, sin embargo, a todos los que amamos como arenas movedizas. Porque el amor es tan frágil y delicado, tan escurridizo, tan vulnerable y efímero. Y tan extraño y cruel.

Pero los amados perdidos, abandonados, muertos -vivientes o no-, acaban emergiendo de la profunda oscuridad y estando presentes siempre en nuestros pensamientos, y en nuestros sueños, tanto como lo están los que todavía amamos. Sin embargo, duelen. Soñados o recordados, siempre duelen. ¡Qué cruel paradoja esa!

Y qué historia más triste fue -es- esta nuestra.

Abril de 2025