Cuenta Quevedo en su fantástica obra La Fortuna con seso y la hora de todos -cuenta y, pese a la índole moral de la obra, es para troncharse de risa- que en cierta ocasión en que Júpiter llamó a consejo a los dioses, todos mostraron sin disimulo un mohín de disgusto, y algunos de asco, cuando vieron aparecer a la Fortuna. Digo yo que con algo de razón, pues ya debían conocer sobradamente el talante desinhibido y desvergonzado de su compañera diosa; y, en efecto, en nada quedó desacreditado tal parecer, sino más bien todo lo contrario, pues haciendo honor a su carácter procaz, la entrada de la diosa en la asamblea olímpica fue acompañada de un insolente saludo precedido de un insulto al jefe de los dioses: Oh, Jove, que acompañas las toses de las nubes con gargajo trisulco, en clara referencia a esa arrogante costumbre de asociar su imagen a la de rayos y truenos, que, no en balde, le había valido el apodo de Júpiter tonante.
Júpiter, que en su soberbia y prepotencia no podía sufrir dicterios tan groseros y descarados, poco dado a morderse la lengua y mucho a la prédica vehemente e incuestionable, respondió mordaz:
Borracha: tus locuras, tus disparates y maldades son tales, que persuaden a la gente mortal que no hay dioses, que el cielo está vacío y que soy un dios de mala muerte. Quéjanse que das a los delitos lo que se debe a los méritos, y los premios de la virtud, al pecado; que encaramas en los tribunales a los que habías de subir a la horca, que das las dignidades a quien habías de quitar las orejas y que empobreces y abates a quien debieras enriquecer.
Viene a cuento el precedente exordio porque el otro día, callejeando por el emergente barrio surgido al calor de la Universidad Loyola en el municipio de Dos Hermanas, no digamos que quedé sorprendido sino más bien abochornado ante un burdo ejercicio onanístico de la clase política municipal, al constatar que la nomenclatura de la red viaria estaba dedicada en su totalidad a honrar la memoria de los individuos de su casta; gente a la que, salvo alguna excepción, la Fortuna, de haber actuado con rectitud y seso, debería haber arrancado las orejas en lugar de colmarlos de honores. Claro que eso hubiese sido lo razonable, pero como advirtió Ayn Rand la razón es la más ingenua de las supersticiones; de modo que nosotros, ingenuos impenitentes, tenemos pues que tragarnos la paradoja como una hostia. Amén.
Pero, ya metidos en la harina de este costal, a nadie se le escapa que entre los caprichos y locuras de la Fortuna no hay otro entre todos los perpetrados contra la nación española que pueda igualarse y estar a la altura del disparate Sánchez -el déspota, el narciso, el soberbio, el mentiroso, el pulcro virtuoso, el famélico, el plagiario-, al que elevó a la más alta magistratura, y al que no derriba de su alto sitial, pese a tener sojuzgado al pueblo y secuestrada su voluntad y su palabra.
¡Borracha -le diría hoy el jefe del olimpo-, ¿cómo consientes tamaño disparate? ¿Cómo a éste, al que debías tener en una mazmorra, a pan y agua o sin darle de comer al menos hasta las cinco, lo tienes, sin embargo, en un palacio, lo vistes de armiño y lo colmas de lujos y caprichos suntuosos y voluptuosos?
Y la Fortuna, seguramente, respondería colérica en su descargo lo que ya nos anticipó Quevedo: ¡Oh Jove, aquí me acusas de algo que no he hecho. Ya te advertí en otra ocasión que si hay virtuosos sin premio y canallas enaltecidos y honrados, no toda la culpa es mía; son más los que me hacen fuerza y me hurtan lo que yo les niego que los que reciben de mí lo que no merecen. Este sujeto Sánchez es un tramposo, con tretas engañosas me arrebató lo que yo no quise darle. Es docto en trampas y engaños, ya lo tiene sobradamente acreditado.
Debió convencer a Júpiter el alegato de la Fortuna, pues su dictamen fue concluyente e irrefutable: ¡Que resuelvan, pues, los españoles las desdichas que ellos mismos se han procurado!
Pudo suceder de tal modo, pues es así como nos encontramos, abandonados a nuestra propia suerte, con un pie al borde del abismo, que las mentiras del Gran Mentiroso, esparcidas como la niebla, no nos deja ver.
Me toma una mezcla de indignación y pena cuando constato amargamente con cuánta resignación y mansedumbre, si no con cuánta suicida complacencia, una buena parte de la sociedad acepta su condición de siervo o, cuando menos, de rehén privado de libertad y de palabra.
El otro día vi dos películas -Secret People o Conspiración siniestra y Eramos desconocidos- una detrás de otra; sesión doble, como antiguamente. Pues bien, me llamó la atención que ambas contuvieran la misma cita de Jefferson: Resistirse al tirano es obedecer a Dios. O dicho de otro modo, combatir la tiranía es una obligación moral para toda persona. Porque todo ser humano lleva en sus genes el anhelo de la libertad, la vida sin libertad no es de hombres sino de bestias, como dijo Quevedo. También Cervantes llamó nuestra atención sobre eso: la libertad es el don más grande que los cielos otorgaron a los hombres.
Pienso que esa extraña casualidad bien hubiera podido ser amonestación para el presente, para no dejarnos arrebatar nuestra libertad a manos de un déspota que pretende disfrazarse de virtuoso.