“Me
fijé que había un caballero entrenosotros,
y era un perro pastor…”(W.
Collins, La pobre señorita Finch)
¿Quién no se ha detenido alguna vez a pensar qué es lo que nos diferencia de los animales? ¿Cuáles son los rasgos que conforman la línea divisoria entre nuestra especie y el resto de especies animales?
Basándome en ejemplos extraídos de textos literarios, no filosóficos, deseo compartir una sencilla reflexión con el lector desocupado (como amablemente gusto aludirlo, imitando, al menos en algo, a Cervantes; pues es evidente que si está leyendo estas líneas es porque no tiene nada mejor que hacer, que es tanto como decir, simplemente, nada): ¿verdaderamente, somos tan diferentes de los brutos; o, tal vez, nos parecemos más de lo que creemos y nos gustaría, en lo bueno y en lo malo?
Veamos que dicen al respecto algunos de los más eximios escritores.
LA BRUTALIDAD HUMANA
Comienzo con Hans Jakob Christoph von Grimmelshausen, autor de la mejor obra picaresca del barroco alemán: Der abenteuerliche Simplicissimus Teutsch; editada aquí, en la edición de Cátedra que manejo, con el título de Simplicius Simplicissimus. Esto dice de nosotros:
“Hemos llegado hoy día a tal extremo que la diferencia entre las bestias y los hombres es mínima…muchos de los hombres son más cerdos que los puercos, más fieros que los leones, más viciosos que los machos cabríos, más envidiosos que los perros, más indómitos que los caballos, más torpes que los asnos, más insaciables que los bueyes, más astutos que los zorros, más carniceros que los lobos, más chiflados que los monos y más venenosos que sapos y culebras…distinguiéndose de los animales únicamente por su figura, aunque no posean ni con mucho la inocencia de un becerro.”
Parecida opinión (o los mismos motivos, los motivos del lobo) sobre nuestra especie exponía, apenado, el terrible lobo de Gubbio al varón que tiene corazón de lis, el mínimo y dulce Francisco de Asís:
"Hermano Francisco, no te acerques mucho...
Yo estaba tranquilo allá en el convento;
al pueblo salía,
y si algo me daban, estaba contento
y manso comía.
Mas empecé a ver que en todas las casas
estaban la Envidia, la Saña, la Ira,
y en todos los rostros ardían las brasas
de odio, de lujuria, de infamia y mentira.
Hermanos a hermanos hacían la guerra,
perdían los débiles, ganaban los malos,
hembra y macho eran como perro y perra,
y un buen día todos me dieron de palos.
Me vieron humilde, lamía las manos
y los pies. Seguía tus sagradas leyes,
todas las criaturas eran mis hermanos:
los hermanos hombres, los hermanos bueyes,
hermanas estrellas y hermanos gusanos.
Y así, me apalearon y me echaron fuera.
Y su risa fue como un agua hirviente,
y entre mis entrañas revivió la fiera,
y me sentí lobo malo de repente;
mas siempre mejor que esa mala gente...”
Si no fuese porque este lúcido lobo de Gubbio es muy anterior en el tiempo, se diría que había sido adoctrinado por las fábulas para animales de nuestro poeta Ángel Gónzalez, y seguía sus consejos:
“Ya nuestra sociedad está madura,
ya el hombre dejó atrás la adolescencia
y en su vejez occidental bien puede
servir de ejemplo al perro
para que el perro sea
más perro,
y el zorro más traidor,
y el león más feroz y sanguinario,
y el asno como dicen que es el asno,
y el buey más inhibido y menos toro.
A toda bestia que pretenda
perfeccionarse como tal –ya sea
con fines belicistas o pacíficos,
con miras financieras o teológicas,
o por amor al arte simplemente-
no cesaré de darle este consejo:
que observe al homo sapiens, y que aprenda.”
Pío Baroja describe en bastantes de sus novelas comportamientos animales que confrontados con los humanos no nos dejan en muy buen lugar respecto a aquéllos:
“Vivo en un agujero negro donde no tengo más compañía que las ratas. Les echo migas de pan y lo agradecen. Sin duda tienen más memoria que los hombres…” (El escuadrón del brigante); “El cuervo tenía un perro tan malo como él. Era un perrillo viejo que mordía a los chicos y gruñía a todo el mundo. El zapatero le había puesto por nombre Rodil, para expresar su desprecio por el general que había perseguido a Don Carlos. El perro era menos cruel que el amo; cuando cogía una rata, la mataba; en cambio, el amo cuando cogía una rata la rociaba con petróleo y le pegaba fuego…” (El sabor de la venganza); “El señor Sorihuela era bajo, regordete, cuadrado, feo como buen erudito. Tenía un perro chato, y era un problema, al verlos juntos, saber si el perro se parecía a él o él al perro. A punto fijo no era fácil averiguar quién era más egoísta de los dos, probablemente lo era el hombre…” (Con la pluma y con el sable)
Y todo ello, pese a que se atribuye -creo que injustamente- a los perros, como el principal defecto de su carácter, el egoísmo.
Criterio que no compartiría sir Walter Scott: “Exceptúo solemnemente de esta acusación de egoísmo e indiferencia a Trusty, el perro del corral, cuyas cortesías conmigo tengo razón para pensar eran de un carácter más desinteresado que las de cualquier otra persona que me ayudó a gastar la renta de mis bienes.”
Hasta el mismísimo William Shakespeare, en el Timón de Atenas, inclinaba la balanza en favor del animal: “Yo soy misántropo y odio al género humano. En lo que te concierne, siento que no seas un perro, quizás podría amarte un poco.”
También Mark Twain, hombre polifacético, de genio extraordinario y atormentada existencia, manifestaba, aunque de manera menos poética y más expeditiva, parecida opinión: “Yo no pregunto de qué raza es un hombre; basta con que sea humano. Nadie puede ser nada peor”, según nos refiere J.L. Borges en Otras inquisiciones.
Y, antes que ellos, Michel de Montaigne, hombre sabio y piadoso, señalaba de manera inequívoca sus convicciones respecto a la fidelidad y la amistad: “En cuanto a su amistad (la de los animales) es la suya incomparablemente más viva y constante que la de los hombres.”
“En cuanto a la fidelidad, no hay animal en el mundo más traidor que el hombre.”
Algo parecido debía sentir el Orlando de Virginia Woolf, que prefirió en cierto momento de su dilatadísima vida centenaria la compañía canina al trato humano: “…me comprarás de las perreras del Rey los sabuesos más finos de la jauría real —dijo a su lacayo—, me los traerás sin pérdida de tiempo, porque he acabado ya con los hombres.”
Se atribuye a lord Byron —que, por cierto, escribió en la tumba de su perro: “…tuvo todas las virtudes del hombre y ninguno de sus defectos…”— haber dicho que cuanto más conocía a los hombres más quería a su perro; y aunque algunos sostienen que la frase es de Diógenes de Sinope, pienso que no; pero hubiera podido ser así, pues la admiración de Diógenes por este animal era superior a la que pudiera mostrar hacia los humanos, hasta tal punto que se llamaba a sí mismo Diógenes el Perro; y, cuando murió, sobre su tumba alzaron una columna y sobre ella, coronándola, un perro de mármol. A quienes le preguntaban por qué se llamaba a sí mismo perro, les decía: “Porque muevo el rabo ante los que me dan algo, ladro a los que no me dan, y muerdo a los malvados”, al menos eso es lo que cuenta Diógenes Laercio en las Vidas de Filósofos.
Mi profesor de Filosofía del Derecho, el insigne iusnaturalista D. Francisco Elías de Tejada, sin llegar a los extremos de Orlando, manifestaba idéntica predilección por los perros, al menos por el suyo. Contaba que, viendo el cariz que tomaban los acontecimientos ante el trato que su perro dispensaba al costoso sofá recién adquirido por su esposa, tuvo que anticiparse a una previsible disyuntiva: “no me vayas a dar a elegir entre el perro y tú —nos contaba que dijo a su mujer—, porque ya sabes con quién voy a quedarme”.
LA PIEDAD ANIMAL
En los primeros balbuceos de nuestra literatura occidental, ya encontramos en Homero bellísimos testimonios de la compasión de los brutos: “Los corceles de Aquiles (Janto y Balio) lloraban, fuera del campo de la batalla, desde que supieron que su auriga (Patroclo, el amigo más querido de Aquiles) había sido postrado en el polvo por Héctor, matador de hombres. Por más que Automedonte, hijo valiente de Diores, los aguijaba con el flexible látigo y les dirigía palabras, ya suaves, ya amenazadoras; ni querían volver atrás, a las naves y al vasto Helesponto, ni encaminarse hacia los aqueos que estaban peleando. Como la columna se mantiene firme sobre el túmulo de un varón difunto o de una matrona, tan inmóviles permanecían aquéllos con el magnífico carro. Inclinaban la cabeza al suelo, de sus párpados caían a tierra ardientes lágrimas con que lloraban la pérdida del auriga, y las lozanas crines estaban manchadas y caídas a ambos lados del yugo.
Al verlos llorar, el Cronión (Zeus) se compadeció de ellos, movió la cabeza; y hablando consigo mismo, dijo: ¡Ah, infelices! ¿Por qué os entregamos al rey Peleo, a un mortal, estando vosotros exentos de la vejez y de la muerte? ¿Acaso para que tuvieseis penas entre los míseros mortales? Porque no hay un ser más desgraciado que el hombre, entre cuantos respiran y se mueven sobre la tierra.” (Ilíada, XVII, 426-447)
Y, algo después, los hermosos hexámetros del divino Virgilio nos conmueven cuando describe la aflicción de los nobles brutos Rebo y Etón: “Díjole, pues, al abatido bruto: Ya mucho dura nuestra vida, oh Rebo, si dura algo mortal (…) los dos vengamos hoy o moriremos (…) pues no creo, oh bridón, que sufras verte en yugo ajeno y bajo teucros amos.”; y estos otros: “...en pos de ella el caballo de guerra, sin jaeces, el noble Etón, que llora grandes lágrimas…”.
Y si continuamos con los équidos, qué mejor ejemplo que el que refiere Sancho Panza a don Quijote sobre estos dos brutos cervantinos, tan familiares y queridos: “El rucio rebuzna, condolido de nuestra ausencia, y Rocinante procura ponerse en libertad para arrojarse tras nosotros…;
Analizando la cuestión desde la perspectiva canina, parece que existe una evidente e innegable reciprocidad; no solo la literatura, la vida, a través de sus registros en las hemerotecas, nos ha ofrecido innumerables ejemplos de la incondicional -y, tantas veces, inmerecida- fidelidad de los perros hacia los humanos. No en vano Borges, persona vastamente sabia, hablaba en uno de sus poemas de la “misteriosa devoción de los perros”. Hasta la ciencia lo corrobora, otorgando a la especie el cálido apellido ‘familiar’, con que se la designa: ‘Canis lupus familiaris’, vulgo perro.
Tal vez, el caso más famoso sea el de Hachiko (Hachi), que mereció incluso el reconocimiento del séptimo arte; Lasse Hallström, excelente cineasta, de exquisita sensibilidad y amante de los perros, lo honró en su película Siempre a tu lado, y una estatua en la estación de Shibuya (Tokio) enaltece su memoria y lo salva del olvido de las futuras generaciones de paisanos. Su dueño murió en 1925 y el animal siguió yendo a esperarlo a la estación durante todos los días de su existencia, durante 9 años -toda una vida para un perro-, hasta su propia muerte, acaecida en 1934.
Volviendo a Cervantes, qué mejores voces autorizadas para ilustrar esto de que hablamos que las de sus perros de Mahudes. Decíale Cipión a Berganza: “Lo que yo he oído hablar y encarecer es nuestra mucha memoria, el agradecimiento y gran fidelidad nuestra; tanto, que nos suelen pintar por símbolo de la amistad; y así habrás visto que en las sepulturas de alabastro, donde suelen estar las figuras de los que allí están enterrados, cuando son marido y mujer, ponen entre los dos, a los pies, una figura de perro, en señal que se guardaron en la vida fidelidad inviolable.” A lo que Berganza añadía: “Bien sé que ha habido perros tan agradecidos que se han arrojado con los cuerpos difuntos de sus amos en la misma sepultura. Otros han estado sobre las sepulturas donde estaban enterrados sus señores, sin apartarse dellas, sin comer, hasta que se les acababa la vida…”
Cervantes que, como señalaba Borges en Del culto de los libros, tal vez no escuchaba todo lo que decía la gente, pero leía hasta los papeles rotos de las calles, seguro que había leído los Ensayos de Montaigne, como también Quevedo, que lo cita en algunas de sus obras como el Señor de la Montaña, pues éste, digo, Montaigne, en uno de sus ensayos titulado Apología de Raimundo Sabunda -pero que bien le podía haber puesto Exaltación de la piedad canina- refiere ejemplos cabales de lo que hablaron Cipión y Berganza; hasta tal punto, que si no supiésemos con absoluta certeza, por confesión de los propios interesados, que éstos solamente habían sido bendecidos con el divino don de la habla, y no con el de la lectura, diríamos que, al igual que su creador, también habían leído a Montaigne.
Pues cuenta Montaigne que “Hircano, el perro del rey Lisímaco, al morir su amo, permaneció obstinadamente en su lecho sin querer beber ni comer; y el día en que quemaron su cuerpo, siguiole corriendo y lanzose al fuego, abrasándose en él. Como hizo también el perro de Pirro, pues no se movió de encima de la cama de su amo desde que aquél murió; y cuando se lo llevaron dejose llevar con él, y finalmente arrojose a la hoguera en que quemaban su cuerpo.”
Es probable que este perro fuese el mismo que Pirro recogió en luctuosas circunstancias: “El rey Pirro, habiendo encontrado a un perro que velaba a un hombre muerto, y habiendo oído que llevaba tres días realizando esa tarea, ordenó que enterraran el cuerpo y llevose consigo al perro. Un día, el perro, divisando a los asesinos de su amo, abalanzose sobre ellos con grandes ladridos y furioso enojo, y por este primer indicio iniciose la venganza de aquel crimen, que se llevó a cabo poco después por la vía de la justicia. Otro tanto hizo el perro del sabio Hesíodo…”
Son numerosos los crímenes que la fidelidad y el sentido de la justicia mostrados por los perros, más que el de muchos humanos, ha sustraído a la impunidad, desde tiempos remotos: “Otro perro, estando de guardia en un templo de Atenas, habiendo descubierto a un ladrón sacrílego que se llevaba las joyas más bellas, púsose a ladrar contra él con todas sus fuerzas; más, al no despertarse con ello los mayordomos, púsose a seguirle, sin perderle de vista jamás. Si le ofrecía comida no la quería, y a otros caminantes con los que se topaba hacíales fiestas con el rabo y tomaba de sus manos lo que le daban para comer; si su ladrón se detenía para dormir, deteníase él también en el mismo lugar. Llegó noticia de aquél perro a los mayordomos y por fin lo encontraron en la ciudad de Cromión y también al ladrón, que condujeron a la ciudad de Atenas, donde fue castigado. Y los jueces en agradecimiento por aquél buen oficio, ordenaron que la comunidad diera cierta medida de trigo para alimentar al perro, y a los sacerdotes que cuidaran de él.” Asegura Plutarco que esta historia es muy cierta y que aconteció en su época.
También, en nuestros días, hemos tenido perros como ese del relato de Plutarco; Ayax y Aris, que, a las órdenes de la ebúrnea Ayala, sirvieron fiel y eficazmente a la justicia desenmascarando corruptos y desvelando sus nidos de billetes, los escondites del botín. La diferencia, tal vez, es que en aquellos remotos días los malvados fueron castigados y el perro reconocido y premiado; hoy, sin embargo, se acostumbra más bien a lo contrario, y el reconocimiento y el premio recaen sobre los delincuentes, en lugar del castigo, como hemos tenido ocasión de comprobar en más de una ocasión.
Dejemos las divagaciones y volvamos al tema de la piedad animal. Cuenta Baroja que un tal Echenique, apodado Malhombre (crueles coincidencias de la vida), “tenía un perro muy inteligente y también ladrón, Erbi. Se decía que Erbi, con mejor corazón que su amo, una noche que entre Martín Tampa, su criado, y Perico Beltza mataron a un viajero, estuvo aullando de una manera lastimera largo tiempo cerca del cadáver.”
Schopenhauer, que -en contraste con una cierta misantropía, al menos yo lo percibo así- mostraba un exacerbado amor por los perros (Si no hubiese perros no querría vivir, decía), sostenía que: "La piedad, principio de toda moralidad, toma también a los animales bajo su protección. La pretendida carencia de derechos de los animales, el prejuicio de que nuestra conducta con ellos no tiene importancia moral, de que como se suele decir, no hay deberes para con los irracionales, todo esto es ciertamente una grosería que repugna, una barbarie de Occidente, que toma su origen del judaísmo. Es necesario decirles a estos desdeñosos de los brutos (…) que al igual que ellos, que fueron amamantados por sus madres, el perro también lo fue por la suya".
Igualmente, sir Walter Scott nos ofrece en sus obras numerosas muestras de la piadosa conducta canina: “Le dotó de un instinto incapaz de engañar; no olvida al enemigo ni al amigo...Tiene una parte de la inteligencia del hombre, pero no tiene nada de su hipocresía. Podréis inducir a un soldado a que mate a un hombre, pero no podréis hacer que un perro se arroje contra su bienhechor; él es amigo del hombre mientras el hombre no provoque su enemistad.” (El talismán); “el perro le acompañaba a todas las funciones religiosas. Verdad es que a Bevis -así se llamaba el can- podía aplicársele el proverbio que dice: Es un buen perro, pues hasta va a la iglesia (…) Nadie protestaba del animal (...) pues la conducta que observaba era tan edificante, que hubiera podido servir de ejemplo a algunos feligreses.” (Woodstock o los caballeros)
Y, para terminar, sin salir de la Gran Bretaña, el pícaro Jingle, divertido y peculiar personaje de la novela de Charles Dickens The Pickwick papers, mostraba una curiosa admiración por los perros: “¡Ah!, debería tener perros, estupendos animales, criaturas sagaces. Tuve un perro una vez, un pointer, de instinto sorprendente; un día de caza, entrábamos en un coto; silbo...el perro parado, silbo...¡Ponto! Nada, no se movía, quieto; lo llamo ¡Ponto, Ponto! No se movía, el perro como en éxtasis, mirando una tabla, me fijo y decía: ‘El guarda tiene orden de tirar sobre los perros que entren en este vedado’…”
Pero esto, tal vez, sea más propio de otra reflexión -que prometo abordar-, sobre las aptitudes intelectuales de los animales, que de esta que nos ocupa sobre la piedad de los brutos o la brutalidad de los humanos seres.
Octubre de 2023