Leo en El Mundo del pasado día 16 de noviembre el siguiente titular de una noticia, acompañado de un vídeo ilustrativo de su contenido: “Gran precisión. Un francotirador ucraniano mata a un soldado ruso con el segundo disparo más lejano de la historia”. No doy crédito a mis ojos -cada vez ya menos dignos de crédito- y me pregunto, entre indignado y estupefacto, en qué nos hemos convertido, de qué proteica sustancia estamos hechos que cada vez nos hace peores. ¿En qué se han convertido los medios de comunicación; qué oscuros intereses sirven; qué función cumplen, a qué fines atienden?
Me parece evidente que el interés primero y principal del periodista y del medio no era informar del hecho. El titular, que pone el énfasis en dos circunstancias concurrentes: la precisión y la distancia, desvela la verdadera intención periodística. El periodista pretende -y consigue- con su enfática forma de informar sobre el hecho transformar un drama en una gesta deportiva digna del Guinness de los récords, y hacerla digna de encomio y admiración. Excelente ejercicio de banalización de un episodio trágico, como es la muerte violenta de una persona. No se puede caer tan bajo, ni hacer tan evidente el encanallamiento de los medios y el embrutecimiento de la sociedad. Porque, no lo olvidemos, esto sucede porque el público, los destinatarios de la noticia, lo desean. Se ofrece lo que se demanda, es una ley elemental; si no fuera así no existiría la telebasura ni tantos otros modernos inventos tan execrables. No sirve de excusa, en modo alguno, aludir a la libertad de expresión e información, que han de tener entre sus límites el del respeto a la dignidad humana. Menos aún en estos tiempos de censura y persecución, en los que las autoridades llegan a secuestrar un autobús y multar a sus propietarios por atreverse a expresar una verdad biológica: que “los niños tienen pene y las niñas vulva”. No, ampararse en la libertad de información, en esta sociedad idiotizada e hipócrita, sería un ejercicio magistral de cinismo.
Acostumbrados como estamos a ver en la televisión las escenas más sórdidas, crueles y truculentas que ofrece la animalidad humana -sean ficticias como reales- ya nada nos conmueve; el horror ha sido desterrado de los sentimientos del hombre moderno. Hemos aprendido a banalizar lo trascendente y a convertir la tragedia en espectáculo para entretenimiento de la masa embrutecida. Sé que esto que comento tiene, por desgracia, numerosos antecedentes que, aunque tengo en mente, no me atrevo, estremecido, siquiera a mencionar. Lo que pone de manifiesto tal cosa es que no se trata, desde luego, de un hecho aislado y singular, sino de algo devenido ya en usual, aceptado e indiscutido.
Este país, y sus maneras y sus modos y sus nuevas costumbres tan remilgadas como hipócritas, me resulta ya odioso e insoportable. Algunos me dirán que, hoy día, es así en todas partes. Me importa un comino si es así, yo vivo aquí y esto es lo que padezco, que el mal esté extendido y otros lo sufran no me consuela.
¿Hacia dónde nos encaminamos? ¡Qué asco!
Noviembre de 2022