LA INSOSTENIBLE ESTUPIDEZ

 

Hoy, en que la ideología progre de lo ‘políticamente correcto’ se impone sin apenas encontrar la más leve crítica, se me antoja –tal vez por llevar la contraria- una reflexión sobre la ‘sostenibilidad’, palabra de importancia y tan de moda que lo que no vaya adjetivado con ella es despreciable o no vale nada.

Pensaba yo el otro día ¿qué es lo sostenible? Obviamente, todo aquello susceptible de caer, desmoronarse, colapsar, etc…, por ejemplo, nosotros mismos, hombres sostenibles. Pero, ¿qué hay en la naturaleza que realmente sea inagotable, imperecedero, eterno? Evidentemente, nada. Ergo todo el universo humano es por naturaleza sostenible, desde ese punto de vista. El problema es complejo; naturalmente, yo no lo podría resolver, pero llegué a alguna conclusión: en tanto que el ser humano habite el cosmos, lo auténticamente insostenible será la estupidez (y la mentira y la mierda, que tampoco decaerán jamás; pero esto lo vamos a dejar para otro día).

La estupidez es inasequible al desaliento, como gustaba decir la retórica franquista. Resistente, como el peor de los virus. Contumaz, jamás se da una tregua. Inagotable y abundante, es la sustancia que con mayor prodigalidad distribuyó Dios entre los humanos, creo que a todos nos tocó parte. Omnipresente y cíclica, nunca nos deja, y por mucho que nos esforcemos, siempre retorna, como vuelven los números de una fracción periódica, que diría Borges.

¿Por qué hablo de la estupidez? Tal vez por freudiana referencia a los contrarios, porque en realidad de lo que deseo hablar es de lo que siento escaso, y doloroso en su escasez; de lo que desearía copioso para mí y para todas las personas de buena voluntad: de la Justicia, de la Libertad, de la Amistad. Estas cosas que la estupidez, que tan fácilmente y tan a menudo se impone a la razón y a los nobles afectos, nos lleva a menospreciar.

Con qué inútil afán conservamos toda la vida, incluso por generaciones, un objeto carente de auténtico valor, subyugados por su fútil brillo, y, sin embargo, por el contrario, con qué facilidad descuidamos y perdemos aquello que infinitamente es más importante, como, por ejemplo, una añeja amistad.

El colectivismo ha ganado la batalla al individuo. La libertad individual -el don más valioso que dieron los cielos a la humanidad, al decir de Cervantes- se posterga y menosprecia ante el despotismo provisor del que hablaba Tocqueville. Y qué cómodo nos resulta dejarnos conducir por la querencia al establo. Con qué gusto nos sentimos atraídos por el calor del rebaño. Para ello, ¿no hubiera sido mejor haber nacido borregos?, nos habríamos ahorrado las fatigas de procurarnos la subsistencia.

Y qué de la Justicia. Decía Aristóteles –aunque, al parecer, la frase era de Bías, o, tal vez, de Píndaro- que “la salida y la puesta del sol no son tan dignas de admiración”. Y para mí que llevaba razón, mas –como dijo un poeta nuestro- aquí, ahora, la justicia vale menos que el orín de los perros. Vivimos una época donde no sólo no es admirada, sino despreciada. Donde impera el relativismo, la ética de la conveniencia o la utilidad. Y lo más doloroso es nuestra insensibilidad ante ello.

¡Qué acomodaticios somos! ¡Qué estúpidos! ¡Qué insostenibles!

Febrero de 2022