Madre de los Enéadas, nutricia Venus,
todos te siguen con ardor a donde tu
dispones conducirlos. Puesto que tú sola
gobiernas la naturaleza de las cosas…
(Lucrecio, De rerum natura)
"Mas del caballo no os fiéis, troyanos: yo temo al griego, aunque presente dones..." (Eneida,II,66-67)
Madre de los Enéadas, nutricia Venus,
todos te siguen con ardor a donde tu
dispones conducirlos. Puesto que tú sola
gobiernas la naturaleza de las cosas…
(Lucrecio, De rerum natura)
Añorando, mucho más que evocando, un feliz viaje que años atrás hicimos a Bretaña, un flash puso ante mis ojos el recuerdo del momento en que pisamos las baldosas de la rue Alfred Jarry, en el centro de Rennes, capital de la región. La asociación, ese reconfortante mecanismo neuronal que nos redime -o nos condena, váyase a saber-, de que lo vivido no sea equiparable a lo soñado o lo fantaseado, suprimiendo así el pasado y convirtiendo cada día en el día inaugural de nuestra existencia, pero también esa especie de insidioso Pepito Grillo del que se vale la memoria para aguijonear nuestra conciencia, o causar fastidio a la de otros, me abdujo en una concatenación de reflexiones, que expondré seguidamente al lector, pero cuya conclusión no puedo dejar de anticipar: ¿Cómo es posible -terminé preguntándome- que la ingente cofradía de la ‘santa columna’ con su legión de plumíferos haya pasado por alto el hecho -que yo ahora veía tan evidente- de que Sánchez, nuestro Perro Sánchez, y su señora, Bego.frundaiser, son tal cual como los personajes Papá y Mamá Ubú, de la vanguardista obra de Jarry, Ubú rey, tan ambiciosos, tan mentirosos y tan sin escrúpulos?
Hay quien sostiene que los Sánchez son como los Macbeth; ¡ya quisieran!, los Sánchez, digo. La comparación es inapropiada por excesiva. Los Macbeth cumplían los designios del Hado, marionetas del destino, de un destino histórico con mayúsculas; eran, en suma, como somos nosotros: humanos, movidos por mano ajena. Personajes, aun en su abyección, ilustrativos y pedagógicos, nacidos para la leyenda, para hacer realidad los retorcidos caprichos del destino, y servir de amonestación a las generaciones futuras sobre las consecuencias de la ambición desmedida. Los Sánchez, por el contrario, carecen de toda grandeza, son personajes de marionetas bufas o de nefasto sainete. Los Sánchez, a despecho del Hado y de la ética, se han labrado personalmente, sirviéndose hábil y vilmente de la ambición de otros como ellos, su propio destino de fantoches, infame destino, ajeno a lo humano, ajeno a la escasa nobleza de lo humano pero colmado sin embargo de lo más despreciable de sus vicios; mas rentable al bolsillo y al ego, es verdad; ya veremos hasta cuándo.
A quien de verdad, pues, se parecen los Sánchez son a los grotescos personajes de la obra de Jarry: a Papá y Mamá Ubú.
Al matrimonio Sánchez, como a los Ubú, lo único que les importa es el poder y el dinero. Poder y dinero, es todo lo que les motiva. Las señoras dominadas por una desmesurada ambición por el dinero, aguijonean a sus maridos para hacerse con el poder, con todo el poder, de cualquier modo o manera, sin disimulos. Poder absoluto, para valerse de ello como medio o instrumento de asegurarse satisfacer su desbordada codicia. Los Sánchez, como los Ubú, no dejan de ser los zafios personajes de una historia zafia. Ellos ambiciosos déspotas, ellas oportunistas y calculadoras codiciosas; todos ahítos de vileza y exentos de decencia y dignidad. Primero voy a reformar la Justicia, después la Hacienda: estableceré un impuesto sobre la propiedad, sobre el comercio, sobre la industria, sobre los casamientos y hasta sobre los fallecimientos, decía Ubú, insaciable. A lo que Madre Ubú, conocedora de los clásicos, no como esta ágrafa catedrática nuestra, objetaba: si no repartes carne y oro serás destronado antes de dos horas...
¿Les suena de algo?
Recuerdo cuando allá por los primeros años ochenta del pasado siglo -¡cómo pasan los años!; como decía mi madre: estos cuarenta años se me han pasado volando-, se estrenó en el Teatro Lope de Vega de Sevilla Ubú rey, lo primero que nos sorprendió y nos dejó en cierto modo atónitos, pese a tener asumido que nos enfrentábamos a una obra vanguardista, fue el extraño hecho de que al acceder al teatro, tras entregar la entrada, nos facilitaron una hermosa bolsa de plástico, o de cartón, no recuerdo ese detalle, colmada hasta los topes de gurruños de papel. ¿Qué narices es esto? nos preguntábamos, cuando decepcionados al ver su contenido que, cándidamente, habíamos imaginado podrían ser delicatessen del obrador de Ochoa o de La Campana, para pasar un buen intermedio, supimos que lo facilitado no era otra cosa que munición bélica, para la batalla que, en su momento, habría de librarse entre espectadores y figurantes. Llegado el acto escénico, agredidos por los figurantes de la obra con las mismas armas que nos habían sido facilitadas a la entrada, respondimos al ataque con valentía y entusiasmo. Me figuro que a los del gallinero les darían también un tirachinas -o como se decía en mi pueblo y en algunos otros pueblos cordobeses, una lastiquera; vocablo hermoso, desafortunadamente perdido, tal vez por su escasa o nula utilidad en estos tiempos de desmesurado desarrollo de la tecnología y del asunto armamentístico- para tener alguna posibilidad de alcanzar al enemigo. En el fragor de la batalla no sabíamos ya con certeza si luchábamos para derrocar al tirano o contra sus enemigos los polacos para defenderlo y sostenerlo. Ahora se me antoja que aquello bien pudiera ser alegoría de esta confusa situación política que vivimos estos días. Quiero decir que aquellos gurruños no son sino esas mismas papeletas electorales que de modo parejo arrojamos a las urnas como antaño arrojábamos al escenario las bolas de papel. Y que, igual que entonces, imaginamos que servirán para acabar con la tiranía del sátrapa, cuando, por el contrario, por la naturaleza de las cosas -por no decir crudamente partitocracia-, sirven para perpetuarlo en el trono usurpado y facilitar su rapiña. Y todavía hay ingenuos -el club de los inocentes, les bautizó cínicamente el maquiavélico Münzenberg- que llaman a esto democracia y fantasean que son ellos los que mueven los hilos de la trama. ¡Angelitos!
Octubre de 2024
Igual que sucede cuando se abre una botella previamente agitada de Coca-cola, después de dar paso a la indignación y liberar una buena porción de mala leche, aun siendo raro que, acostumbrados como estamos a tantos despropósitos y desmanes de la casta infame, algo nos sorprenda e indigne todavía, más calmado, digo, me abismo en la reflexión de que estamos gobernados -porque así lo hemos deseado, no se olvide- por una cleptocracia, esto es, por una banda de ladrones.
No ya la de los cuatro golfos, expresión con la que Chaves, el de aquí, nuestro Chaves, definió a la banda de los EREs.; ni siquiera las bandas partidistas que como sanguijuelas o garrapatas nos chupan la sangre, no. Me refiero a las propias instituciones públicas, son las propias instituciones, constituidas en banda de ladrones, las que perpetran el robo. Cleptocracia, pues.
Y en el espacio de esa reflexión, me hago algunas preguntas, que obviamente nadie responderá. Así, emulando el bello poema de Bertold Brecht “Preguntas de un obrero que lee”, las traslado a este papel para que el amable y desocupado y avispado lector las destripe, y alumbre algo de verdad en ellas, sin necesidad de respuestas, como hacía Sócrates mediante su mayeútica.
¿Son los políticos servidores de la ciudadanía; o, por el contrario, la ciudadanía está al servicio de los políticos?
¿Es razonable que el servidor goce de privilegios que no son dados al señor?
¿Acaso enaltece la imagen de un país que los servidores de sus instituciones gocen de privilegios inaccesibles al soberano –el pueblo- y vivan en el lujo mientras éste va descalzo o en alpargatas?
¿Cuántos más privilegios, ocultados a la ciudadanía, disfrutan esta casta infame, disimulados bajo la bandera de la igualdad?
¿Cuántos más privilegios y prebendas habremos de sufragar con nuestro esfuerzo y trabajo bajo el discurso de la dignidad de las instituciones?
Los indignados del 15M, hoy pisamoquetas en el Gobierno o en sus innumerables colonias, afirmaban que un salario público que superara en tres veces el salario mínimo era una inmoralidad. Ahora que tienen el poder (sí se puede, podemos) de corregir tal injusticia, ¿han cambiado ese estatus injusto e inmoral?
O, al menos, ¿han renunciado a tan inmorales privilegios?
¿Han cambiado las cosas, o han cambiado ellos?
¿Podríamos decir entonces que nos mintieron para que les votásemos; y que seguimos gobernados por una casta de privilegiados parásitos, de la que ahora ellos -los puros- forman parte?
¿Cuántos más atropellos nos esperan bajo el estandarte de la justicia?
¿Cuántos niños vivirán pobremente para que estos sátrapas vivan en el lujo y en el exceso?
¿Cuántos ancianos desatendidos, después de una vida entera de trabajo y sacrificio, para que a ellos no les falte un capricho?
¿A cuántos miles de pensionistas habrá que reducirles la mísera pensión para pagar a tanto Judas sus 30 denarios de plata?
¿Cuántos profesores habrá que despedir para pagar un solo mes de sueldo a estos sinvergüenzas inútiles?
¿Cuántos hospitales dejarán de construirse; cuántos médicos sin contratarse; con que unidad de tiempo llegarán ya a medirse las listas de espera?
¿Puede medirse el sufrimiento? ¿Cuánto sufrimiento ajeno cuestan los privilegios de esta casta abominable?
¿Cuántos barriles de lágrimas son necesarios para abastecer las bodegas de la Moncloa?
¿Por qué seguimos votándolos; será porque quien los vota no contribuye a pagar sus privilegios o recibe algunas migajas del expolio que otros padecen y sufragan, o es que son tan ingenuos, o tan imbéciles, que aún no han percibido el engaño?
¿Por cuánto, por qué cifra, hay que multiplicar las mentiras de los políticos para que se acerquen siquiera a la verdad?
Parafraseando a Gil de Biedma, todo en la política de este país de todos los demonios no es, sin más, mal gobierno, mentira y latrocinio, sino un estado místico del hombre, la absolución final de nuestra historia mas nuestra condena personal... ¿para la eternidad?
Septiembre de 2024
Recientes investigaciones nos han traído la grata noticia de que Miguel de Cervantes no era de Alcalá de Henares, sino de Córdoba. Y, siendo de Córdoba, digo yo que de qué pueblo podría ser sino de Cabra, cuna de tanta gente ilustre o más. Tal idea quedó corroborada por el hecho de que en la biblioteca municipal Juan Soca de Cabra se halló hace unos días el manuscrito de la segunda jornada del cervantino Coloquio de los perros, que contiene el relato de Cipión, curioso relato, en verdad, y muy actual, como podrá comprobar el lector ya que la municipalidad egabrense, propietaria del manuscrito, ha decidido gentil y generosamente ofrecerlo incondicionalmente al público. Helo ahí:
CONTINUACIÓN DEL COLOQUIO QUE PASÓ ENTRE CIPIÓN Y BERGANZA,
A QUIEN COMÚNMENTE LLAMAN ‘LOS PERROS DE MAHUDES’
Amigo Berganza, hemos de dar gracias a Dios por habernos concedido el don de la habla por una noche más, que así será mi ocasión, como teníamos acordado, de comunicar la curiosa conversación que sostuvo un señor licenciado con un alférez de su Majestad, historia de la que no tienes noticia, querido hermano, por haber sucedido en días antes de aquella otra noche en que me viste llevando la linterna de las ánimas con el buen cristiano Mahudes y que por tal afortunado encuentro el bendito Mahudes te eligió y tomó por compañero y hermano mío y te trajo a este hospital de la Resurrección, donde desde entonces hemos compartido esteras y sucesos prodigiosos.
Estaban, digo los mentados licenciado y alférez, sentados a la entrada de un mesón que lo llaman El Ocho, que está al poco de cruzar los arcos de la calle de Baena, y que acoge en su interior una rebotica donde se juega el veintiuno y otros juegos de naipes, frecuentada por tahúres, valentones, folloneros y gentes de puntilla ligera. Dejóme Mahudes cerca dellos, mientras diligenciaba unos asuntos con un escribano, eso dijo, pero barrunto que en verdad entró en la taberna a comerse un crispín -que los de esa casa gozan de gran fama y renombre- que no quiso compartir conmigo, y te diré, por si no sabes qué es el crispín, que es un sabroso rollito de comida parecido a un flamenquín, pero elaborado con un filete de merluza o rosada o lenguado que enrolla en su interior unas gambas o langostinos. Y, aunque me privó del placer de disfrutar tal manjar, gracias a que dejóme en la calle, pude oír lo que hablaron el licenciado y el alférez, que, por parecerme curiosa teoría política sobre el fisco, me place contarte por ver si te sorprendes como a mí me sucediera. Esto fue lo que hablaron:
- Dígote, amigo alférez, que los ladrones, que vacían las arcas públicas, o les alivian su peso, si son políticos, no debieran ser perseguidos ni molestados ni entorpecidos en sus tareas de rapiña, y que se les ha de dejar obrar impune y libremente, sin trabas ni cortapisas.
- Señor licenciado, voacé disparata por causa de las tercianas que ha sudado, o mi pobre entendimiento no alcanza a seguir y comprender lo que trata de decirme.
- Digo, señor soldado, que estorbar el voraz y codicioso pillaje de los políticos no sólo no sirve para nada, sino que resulta aún peor para nuestros intereses de paganos, pues a lo robado, que jamás es hallado ni devuelto, hemos de añadir otra ingente cantidad de dineros. Vea voacé si no:
Primeramente, los gastos de la averiguación de los hechos, que dicen de la investigación policial, que siempre suele durar largos años, y que comprende, como poco, los sueldos de los alguaciles y los gastos que llevan parejos, como son los relativos a los medios e instrumentos necesarios para desempeñar su labor: transporte, luminarias, realización de pruebas, adquisición de instrumentos, dietas, etc. Luego que esta haya resultado aceptablemente provechosa, pásase el asunto a la Justicia, y aquí entran en danza gran cantidad de ujieres, ordenanzas, escribanos, fiscales y jueces que se ocupan de la instrucción de la causa y de formar lo que ellos definen como el sumario, seguramente así llamado porque no conoce otra regla que la de la suma, sumar y añadir ceros a la cuenta de gastos, pues todos los que intervienen en esta parte del proceso tienen la mala costumbre, si no el vicio, de pretender cobrar por su trabajo y que, además, los gastos aparejados a su desempeño, que son cuantiosos, los pague el común, en lugar de sufragarlos ellos de su propio peculio. Cuando la instrucción ya está madura y el sumario formado, lo que suele suceder lustros después de que se iniciara, llega el turno de juzgar, que toca a los ilustres ropones de las más diversas categorías, de las audiencias provinciales, de los tribunales superiores de la correspondiente región, de la Audiencia Nacional, etc., gente importante con su cohorte de auxiliares, memorialistas, documentalistas, pendolarios y demás especies de coadyuvantes, cuyos gastos y emolumentos no son precisamente moco de pavo. Y como sus designios nunca son del agrado de alguna de las partes litigantes, son llamados a escena -nunca mejor dicho, creo, pues ahora los asuntos de la Justicia más parecen farsa que otra cosa- los gatos forrados. Dirá voacé, señor soldado, qué disparate es ese de los gatos forrados, pues dígole que lo leí en un libro de un tal François Rabelais, intitulado Gargantúa y Pantagruel, y desa manera se aludía en él a los magistrados, debido a que con piel de gato iban forrados los birretes y adornadas sus togas. Estos puñeteros -y sepa vuesa merced que no lo digo porque practicaran el onanismo, sino por las ricas puñetas de encaje de Flandes que adornan sus togas- se ocupan de solventar las apelaciones, revisiones, casaciones y demás triquiñuelas jurídicas que saben urdir los abogados para beneficio de sus clientes, sean justas o no, pues es sabido que la justicia y las leyes toman con frecuencia caminos diferentes. Pero, en suma, como a la postre estos gatos forrados no actúan sino con gran fastuosidad, pompa y boato, su paso por la escena nos sale por un ojo de la cara. Y luego, si por fortuna los ladrones son condenados, hemos de sumar el gasto del Tribunal Constitucional, que no es propiamente un tribunal judicial, sino una corte de magistrados que deben su cargo a la designación de los propios políticos, y que suelen actuar conforme al sabio y antiguo proverbio que pregona que es de bien nacidos ser agradecidos. Y así se puede comprender que, siendo la práctica habitual de este tribunal admitir a consideración sólo una de cada cien peticiones, en el caso de los políticos no sólo suelen ser admitidas a consideración la inmensa mayoría de ellas sino que, además, suelen ser estimadas en sus pretensiones, si no en su totalidad sí en buena parte. Así pues, gasto espléndido y superfluo que añadir a nuestra cuenta de gastos.
Y añada vuacé a todo ello la soberbia minuta de honorarios de los abogados de los -presuntos- chorizos, cuyo pago hemos de soportar también las víctimas del expolio -aunque esto resulte grotesco en cualquier otro país del mundo-, pues estando en sus propias manos determinarlo así, así lo acordaron ellos mismos para su particular beneficio en las leyes que hicieron, lo que pone de manifiesto con meridiana claridad que el afán de rapiña es connatural en ellos y está inserto y arraigado en sus propósitos. Y no crea voacé que me refiero a las minutas de los abogados del turno de oficio, ni siquiera a las de los abogados del Estado o de los numerosos cuerpos de abogacía regionales, que, al fin y al cabo, sus honorarios ya estarían incluidos en los sueldos públicos que cobran, no señor, estos mangantes, que siempre quieren lo mejor para ellos, han dispuesto que hemos de pagarles a los mejores abogados del reino, que ellos mismos habrán de elegir, y cuyas tarifas, obviamente, son descomunales.
Pensará, señor alférez, que con esto acaba la cuenta de los dineros que nos sacan, y, lamentablemente, me veo en la obligación de corregir su opinión: ahora, cuando todo se piensa ya concluido, viene lo que el pueblo suele llamar la parte del león. Y es que, si se da la circunstancia de que los ladrones sean políticos del partido del Gobierno o de los que lo sostienen de manera imprescindible, entonces hay que pagar la intervención del mastodóntico Gobierno, con más ministros que el del mayor imperio que conociera la Historia, y con más asesores y funcionarios que la famosa piara evangélica llamada legión, que dedicarán bastantes horas de su tiempo y numerosos recursos públicos a, en primer lugar, indultar todo lo indultable y, después, a elaborar los proyectos de ley que borren los delitos por los que fueron condenados del código penal, o a pintarlos a su capricho e interés, diciendo que robar no es delito si lo que se roba es para el partido. Y está claro que para aprobar una ley tienen que intervenir las Cortes, esto es, trescientos cincuenta diputados y doscientos cincuenta senadores, o sea seiscientos sueldazos, suplementados con los de miles de asesores y funcionarios, dietas sin fin, guardaespaldas, facturas de aviones, trenes, taxis, restaurantes, hoteles, y hasta de cortesanas de unos locales que llaman puticlubs. Eso sin contar el considerable gasto de los numerosos organismos públicos que han de dar su parecer en la elaboración de las leyes, y que no contabilizo porque resulta ya frecuente en el quehacer de estos políticos prescindir de la reputada opinión de organismos tan eminentes para que no quede en las actas constancia y testimonio de su vileza. Gasto incalculable en todo caso el de las numerosas sesiones que dedicarán al asunto. Y llega a haber casos en que los ladrones, no satisfechos con indultos y leyes exonerantes hechas a medida, se autoamnistían con leyes que dejen inmaculado su currículo de rateros, con lo cual vuelve a repetirse y duplicarse el gasto anterior, incluidas las cortesanas que eso al parecer, por los casos que conocemos, nunca se excusa ni dispensa. Y, por último a tales gastos habrá que añadir los de la última intervención de todo el aparato judicial ya descrito, dedicado a aplicar indultos, revisar penas y amnistiar delitos. En resumen, por poco que cueste y por mucho que se haya robado, todo este tinglado alcanza a costar mucho más que lo robado, que, por cierto, nunca se recupera, así como que los ladrones tampoco pisan nunca la cárcel ni pagan por su delito. De modo que es más conveniente para los que abastecemos las cajas públicas de dineros observar el arbitrio que formulo y dejar a los políticos robar sin trabas, porque, además, a la postre, todo ese tinglado que he descrito a vuesa merced no es sino una gran farsa para aparentar que se hace justicia, o sea, humo, y que para colmo de la desfachatez y la desvergüenza ni siquiera sirve de amonestación y advertencia a los ladrones, sino muy al contrario de aliciente y estímulo para perseverar en el delito.
Y ahora, amigo alférez, diga voacé si estoy en razón o si estos pensamientos míos son fruto de las tercianas.
- Señor compadre, mucha razón tenéis en lo dicho y, es más, vuestro buen juicio llevádome ha a pensar que el gobierno y la salud del reino, en lugar de estar en manos discretas y circunspectas, está sometido al capricho de una banda de ladrones, pues digo a voacé, señor licenciado, que tan ladrón me parece el que mete la mano en la bolsa como el que disimula el robo estando a su cuidado el evitarlo o el que lo disculpa siendo su obligación perseguirlo y castigarlo.
- Verdad dice voacé, señor soldado, y de sus palabras colijo que los pastores a cuyo cuidado está el rebaño de este reino nuestro son más dañinos para su salud que los lobos; ¿para qué los necesitamos entonces, si más que ayudar, cuidar, contribuir y servir, obstaculizan, perjudican, se aprovechan y se lucran?
Y en este punto, hermano Berganza, salió de la taberna el bueno de Mahudes y llevóme de vuelta al hospital, con lo que, a mi pesar, dejé de escuchar la tan curiosa como interesante y juiciosa conversación de los dos compadres.
- Hermano Cipión, he de decirte que, en efecto, esta historia me ha causado gran sorpresa y estupor, y me ha hecho recordar algo que oí contar, estando tendido en estas mismas esteras debajo de las camas de los enfermos, a un cojitranco convaleciente de una gran cuchillada ganada en una riña. Era un tipo curioso, de pelo crespo, tupidos bigotes sobre una perilla que le cubría justo el hoyuelo del mentón, y que en lo alto del puente nasal llevaba colocadas dos lentes circulares, una a cada lado de la nariz haciéndole pantalla delante de los ojos y encajadas en una montura negra, dicen que para ver mejor. Contaba que un hidalgo, viendo que los ratones le roían el pan y algunas otras viandas, mandó traer gatos a su casa para acabar con la rapiña de los roedores. Y, en efecto, así fue, los ratones dejaron de comerse los mendrugos de pan y otras menudencias, pero los gatos estragaron la despensa, pues no sólo se comían el pan sino toda clase de manjares y hasta metían las zarpas en los pucheros y los aliviaban de los avíos y las sabrosas carnes. De manera que el hidalgo, harto de tanto expolio, gritaba ¡fuera gatos! ¡ratones quiero y no gatos, que vuelvan los ratones!
Y recordando esta historia, quedé conmovido y entristecido, condolido con la suerte de estos humanos que se piensan tan listos y son, sin embargo, unas pobres criaturas, a las que cualquier canalla sin escrúpulos mangonea y somete a sus caprichos.
- Razón llevas amigo Berganza, y hablaríamos largamente de las desdichas a las que la humana condición parece estar hermanada, pero la aurora ya alumbra con su hermoso rosicler los ventanales y es hora de concluir este coloquio. Quiera Dios otorgarnos otra noche como las pasadas, y, si así fuera, te corresponderá, como tenemos convenido, un nuevo turno para comunicar otra apacible historia.
-Que así sea.
Junio de 2024
Abismado en sus delirios de grandeza, el más grande entre los grandes, el Supremo, ha fantaseado, con ocasión de haberse conocido la investigación de un juzgado sobre los negocios de su esposa, con emular al rey Arturo cuando este descubrió amargamente los turbios tratos de su esposa con Lanzarote. Del mismo modo que el legendario rey, ha hundido la espada entre los ejecutores de su agravio -léase justicia y prensa libre- y echado a tierra el manto de armiño en una flébil misiva, dejando al reino huérfano y atónito. Sus corifeos y mamelucos (aguda y mordaz expresión con que Fernando Savater bautizó a sus incondicionales en un reciente artículo) gritaron espantados y desechos (omito intencionadamente la h intercalada en aras de la verdad) en lágrimas: “El rey sin espada; la tierra sin rey”, como afirma sir Thomas Malory sucediera con el rey Arturo en el referido episodio; porque el Supremo y sus mamelucos comparten la idea, implícita en las leyendas artúricas, de identificar su persona con el reino.
Jamás en la grandiosa historia de nuestro país, ni en sus gloriosas letras, hubo una epístola tan preñada de épica y lírica que arrancara por igual, tanto en esclarecidos como simples, tan copiosas como teatrales lágrimas; sólo faltó, a mi juicio, que, cuando la leyeron en el telediario, hubiesen sonado como fondo los wagnerianos acordes del funeral por la muerte de Sigfrido. Lo hubiesen bordado.
Empeñados en destruir la Nación y sembrar cizaña entre los españoles, desde que aquél bobo solemne, más bobo que solemne y más malvado que bobo, lo iniciara, la zurdería, dizque el progresismo, y particularmente el partido socialista, no han cejado en ese propósito. Ahora, como la historia se repite, al decir de Marx la primera vez como tragedia, la segunda como miserable farsa y después, diría yo, como castizo esperpento, el reino está sumido de nuevo en la desunión y en la confrontación civil, en un conflicto por causa de otra esposa, como sucediera antaño con Helena, con Dido o con Lavinia.
Casandra que, a diferencia de Tezanos, poseía el don de la certeza de sus vaticinios, pero que, como este, sufría la maldición de que nadie los creyera, ya advertía de los conflictos causados por el tálamo. Y Horacio también: “…ya antes de nacer Helena, la vulva de la hembra había sido causa de tristísimas guerras…”. Aunque, como muchos vienen señalando, el ambiente de división y enfrentamiento, buscado de propósito y generado por el ansia de poder y de revancha del autócrata, recuerda la España de los años treinta, confiemos en que esto no derive en un nuevo enfrentamiento fratricida.
Por otra parte, lamento que estos lóbregos episodios de nuestra reciente historia no tengan un Homero o un Virgilio, o al menos un Pérez Galdós o un pío Baroja, que los cante y los registre. Hasta que tal cosa suceda, hemos de conformarnos con que las gestas y desdichas del más grande personaje que nos diera la historia -su épica resistencia frente al mundo; sus férvidos amores- nos lleguen sólo a través de su vicaria autobiografía, la que -como su tesis- escribe su negra.