Alguien,
cuyo nombre no recuerdo ahora,
ha dicho recientemente que resulta agotador luchar contra quien
ejerce el poder dictatorialmente en el
contexto de una
democracia. Es cierto, pero ya
que los frentepopulistas
que nos gobiernan son tan fanáticos de eso que ellos denominan
‘memoria histórica’, pretendo rememorar, y que no caiga en el
olvido, ya que somos tan dados a olvidar lo que verdaderamente
importa, la
mayor infamia que ha padecido nuestra periclitada democracia,
convertida
ya,
con este Gobierno de infamias, en
democratura
(neologismo
acuñado por el periodista y político polaco Adam Michnik, para
calificar a los gobiernos que son democráticos por el origen de su
poder, pero dictatoriales por la manera de ejercerlo), desde
el golpe del 23F.
Del
mismo modo en que se conmemoran aciagas efemérides, como el 11M, la
indignación y la rabia aguijonean la memoria y no me puedo resistir
a escribir esto; me
niego,
pues, a desterrar a los
oscuros confines del olvido
el mayor atentado las libertades y la democracia que perpetrara un Gobierno
infame y cruel, como jamás hemos sufrido otro, ni siquiera con
monarcas tan despóticos y acanallados como Fernando VII.
Me
refiero al abyecto episodio que fue bautizado cínicamente como el
confinamiento. Con
un cínico eufemismo el Gobierno pretendió disfrazar la realidad de
los hechos: llamando confinamiento a una grosera detención ilegal.
Más
aún cuando, tras diversas
sentencias del Tribunal Constitucional, quedó oficialmente
establecido lo que muchos eminentes juristas -y algunos otros menos
eminentes, pero parejamente decentes- ya habían advertido: el
confinamiento de la ciudadanía en sus domicilios decretado por el
Gobierno, dizque progresista,
no era sino una burda detención ilegal. Una abusiva
detención ilegal de tres
meses y ocho días perpetrada sobre millones de ciudadanos, cincuenta
millones. Y, también,
que el cierre de las Cortes
Generales, decretado asimismo
por ese
despótico
Gobierno, no fue
sino un golpe de estado
contra la democracia y la
soberanía de la
nación,
representada en ellas.
La
relación de desmanes gubernamentales superó
manifiestamente lo anecdótico, y
desgraciadamente no se limitó al
ilegal y
desmesurado arresto
domiciliario y toque de queda, al que fuimos
sometidos
contraviniendo
desvergonzadamente
la
letra de la Ley
Orgánica reguladora de los estados de alarma, excepción y sitio,
que expresamente dispone
que el derecho reconocido en el artículo 19 de la CE, esto es, el
derecho a elegir libremente el lugar de residencia y a
circular libremente
por
el territorio nacional, o libertad deambulatoria, sólo puede
ser suspendido en el caso de que el Congreso autorice
la declaración de un
estado
de excepción. Cosa
que, como es sabido, el
autoritario
Gobierno se negó a cumplir.
En
ese afán despótico
de
estar por encima de la ley, o de considerar ley la voluntad del
líder,
también osaron
cocear
y
hollar los preceptos constitucionales que regulan
la potestad reglamentaria del
Gobierno y
la autonomía
política de municipios y regiones, propia del modelo de Estado
descentralizado que los españoles decidimos otorgarnos, usurpando
de
ese modo
sus competencias constitucionales
a otras instituciones del Estado, y autoatribuyendo a un reducido
núcleo ministerial -bajo
la superior dirección del Presidente del Gobierno,
decía el Decreto- un poder omnímodo: “...quedan
habilitados para dictar las órdenes, resoluciones, disposiciones e
instrucciones interpretativas que, en la esfera específica de su
actuación, sean necesarios para garantizar la prestación de todos
los servicios, ordinarios o extraordinarios, en orden a la protección
de personas, bienes y lugares, (…) Los actos, disposiciones y
medidas a que se refiere el párrafo anterior podrán adoptarse de
oficio o a solicitud motivada de las autoridades autonómicas y
locales competentes... Para ello, no será precisa la tramitación de
procedimiento administrativo alguno.”
Y
así, de tal
manera,
contra
lo que dispone la Constitución, los ciudadanos nos vimos
pastoreados por órdenes o
resoluciones ministeriales
que nos imponían
obligaciones, cargas y gravámenes e, incluso, limitaban
o modulaban
el ejercicio de nuestros derechos constitucionales, como si en vez de
ciudadanos fuésemos súbditos o convictos.
Y
siendo todo ello de extrema gravedad, ni siquiera fue eso lo peor. Lo
peor fueron los muertos. Tanto
los que causó el virus como los que se debieron a la incuria e
incompetencia de aquellos en cuyas manos quedó nuestro destino,
malditos ambos, y cuyo
número jamás conoceremos.
Los
muertos a los que privaron del consuelo de una mano cálida los
últimos minutos de sus vidas, del último beso de sus familiares, de
un funeral digno. Para
mayor vileza, esto
sucedía mientras los canallas decidían sobre nuestras vidas
amparando o, más bien, encubriendo, su despótica negligencia en las
supuestas decisiones de un inexistente comité
de expertos,
mintiendo despiadadamente a la ciudadanía, a la par que algunos de
ellos se llenaban los bolsillos con dinero manchado de sangre que,
como es norma en una cleptocracia como
la que sufrimos,
jamás devolverán; a los EREs me remito.
Yo
no estoy dispuesto a olvidar, y me
niego fieramente a contener la náusea y mostrar la repulsión que me
provoca, no ya la falta de rebeldía ante tan descomunal atentado a
nuestros derechos y libertades, sino la borreguil aceptación que
muestran
tantos ciudadanos
comprensivos e indulgentes,
iguales
que aquellos
que, tirando de la carroza del rey felón en lugar de las mulas,
gritaban
¡Vivan las
caenas!;
y
la deleznable y ruin justificación de tantos medios de
comunicación envilecidos,
untados
y genuflexos. Ahí
están los resultados de los diversos comicios celebrados desde
entonces, y las hemerotecas, para acreditar lo que digo.
Rememoremos,
pues, y no dejemos de hacerlo cada año, el negro aniversario de
nuestra cobardía, de nuestra defección de ciudadanos y hombres
libres. Etienne de la Boetie llegó lúcidamente a descubrirlo y
advertirnos: no amamos la libertad, dijo, si la quisiésemos,
seríamos libres. Eso, lamento, creo que nos sucede a los españoles:
igual que a las bestias domesticadas, nos atrae más el confortable
establo que la libertad.
Mayo de 2024