Anhelando
el reposo que otorgan al espíritu los bosques
y espesuras plantadas por la mano del Amado, y el placer infantil de
contemplar de cerca a la gente que los habitan: zorros, ciervos, gamos,
jabalíes, ardillas… (también son gente, decía el entrañable Dersú Uzalá)
enfilamos el camino de uno de los más bellos parajes montañosos de nuestra
tierra.
Esclavos
ya sin remisión del modo de vida 2.0, preteridos brújulas y mapas, y todo
aquello que requiera un esfuerzo intelectual, fiamos nuestro destino a la dulce
voz que desde el teléfono móvil nos orienta y dirige. Así hasta que súbitamente
nos damos de narices con una hermosa reja de hierro forjado que cierra el paso
a todo lo ancho de la vía. Sin más remedio detenemos el coche y descubrimos por
las inscripciones labradas en la misma que estamos a las puertas del antiguo
cementerio del pueblo. Algo, además, nos llama la atención: sujeto a uno de sus
lados un cartel bien visible, impreso en taller –que habrá costado su buen
dinero al contribuyente municipal- nos lanza una tajante advertencia: “NO
HAGÁIS CASO AL GPS”. Tardía y gratuita admonición, cuando ya es inútil seguir
el consejo, y no quedan más opciones que darse la vuelta o adentrarse en los
dominios de Plutón. Al menos, piensa uno, se nos permite dar la vuelta y
corregir el rumbo; de otro modo, esta encerrona no sería sino alegoría de la
vida misma: guiados y pastoreados con cuentos y embelecos y promesas por una
dulce voz –seductora y mentirosa, como la de las sirenas odiséicas- hasta ese
lugar donde ya nada es posible, donde la fría nada es lo único posible.
Me
vienen a la memoria unas palabras de Pablo D’ors: lo trascendente se camufla a menudo en lo banal, y me digo -venciendo
esa pulsión fatalista que me domina- que, tal vez, el cartel sea metáfora de
otro mensaje más humano, que en los tiempos que corren no estaría bien visto
expresar: un grito de rebeldía y de libertad. ¡No hagáis caso al GPS! ¡Ya está
bien que os dirijan la vida! ¡Seguid vuestro camino, el que elijáis, aun a
riesgo de equivocaros! Parafraseando a Shakespeare podríamos decir que aunque nada
resuelvan nuestros actos errados, la libertad de ejecutarlos alivia sin embargo
el corazón.
La
vida es libertad; de otro modo no merecería tal nombre; la vida sin libertad es
vida de bestias, como recordó acertadamente Quevedo.
Vacilante
junio de 2021