En cierta ocasión, hace décadas de ello, mis obligaciones funcionariales me llevaron a una reunión en la Universidad de Córdoba. Concluido el trabajo, el Rector quiso agasajar a los asistentes invitándolos a comer. Eligió para ello el Círculo de la Amistad –hoy Real Círculo de la Amistad, por concesión graciosa del rey Juan Carlos I-, institución augusta en la ciudad, elección que, además de honrar a quien invitaba, ofrecía la ventaja de estar justo al lado de la sede rectoral, lugar de la reunión. El menú consistía en unos entrantes y, como no podía ser de otro modo en Córdoba, como plato principal rabo de toro. Los comensales frisábamos la docena, como en la santa cena. Pues bien, fuese porque estas cosas suelen ocurrir hasta en los sitios más reputados, fuese porque el camarero estaba distraído pensando en las musarañas o en los encantos de la peripuesta funcionaria que se sentaba a mi lado, lo cierto es que olvidó servirle a ésta su plato. Ante tal descuido, estando ya todos servidos, la guapa reclamó impaciente lo suyo. El camarero, más que obsequioso empalagoso y nada afectado por su desidia, le respondió sonriente: No se preocupe, señorita, que ahora le pongo yo a usted el rabo.
No quiero
ni imaginar que le hubiese pasado hoy al desinhibido camarero.