No cabe duda de que el rey de
España conoce el paño que labra. España
no puede ser de unos contra otros, ha dicho. Poniendo el dedo en la llaga
del cainismo que alienta el espíritu patrio. Sin remontarnos más allá en la
Historia, desde la edad moderna a España no le ha faltado en cada uno de sus
más de cinco siglos de existencia una guerra civil que enfrentara a unos contra
otros. El poder como causa y fin. Siempre, en todas ellas. Quedan lejos los
tiempos de Virgilio:“…Causa de tanto mal
será de nuevo una mujer extraña a los troyanos, y el tálamo otra vez de una
extranjera…”; o de Horacio que,
antes de la Eneida –y de las desgracias acaecidas a los troyanos por causa de tres
extranjeras: Helena, Dido y Lavinia-, apuntó en sus Sátiras que “…ya antes de
nacer Helena, la vulva de la hembra había sido causa de tristísimas guerras…”
Hace tiempo ya que ni el amor,
ni la justicia, ni la belleza –que a ojos de Cervantes y de Quevedo, todo lo
redime y justifica-, son causa de tristes guerras. Ya sólo la ambición y la
estupidez mueven los peores instintos; la ambición de poder y de dinero y la
estúpida mentira llamada ideología. Por cierto, a propósito de ello, contaba
James Ellroy en Perfidia un chiste
que, para ser norteamericano, no está mal: “La
ideología y el dinero forman una extraña pareja –decía-, ¿sabes cómo se dice prostituta en japonés?
Sinochingo Nocomo.” Chistes aparte, la ambición y el fanatismo resultan un
binomio letal. Shakespeare lo advirtió: No hay veneno más tóxico que el que
instila el laurel de la corona del César. La ambición de poder y la estupidez,
siempre en el fondo de nuestras desdichas como pueblo.
Advierte el rey a este
gobierno, a quién si no. Un gobierno que no es otra cosa que el fruto de la
ambición de un hombre. El más ambicioso entre los ambiciosos que haya conocido
nuestra reciente historia. El más mentiroso también, y el más felón, aunque no
el más estúpido y malvado, en eso tiene quien le aventaje, su maestro Zapatero
sin ir más lejos.
Claro que si todo esto sucede,
si estamos en el empeño de hacer saltar por los aires la concordia que instauró
el llamado régimen del 78 tras la liquidación del franquismo, es porque así lo
hemos deseado los españoles, al menos desde la formalidad política. Y si es
así, no olvidemos que nadie obra contra sus propios intereses, salvo los locos;
y que ninguna sociedad se conduce al suicidio sino en la ignorancia y el
engaño. He ahí nuestro drama.
Decía Quevedo que en la
ignorancia del pueblo tienen su fortaleza los tiranos. Los totalitarismos del
siglo XX –nazi y comunista- dieron una vuelta de tuerca a la proposición.
Supieron que ninguna democracia es posible sin información y sin formación.
Había pues que corromper los dos conceptos: el primero con la propaganda, el
segundo con el adoctrinamiento. Imprescindible todo ello para contar con el
apoyo de una gran porción del cuerpo social –masa, que no ciudadanía- que los
sustentara. Hannah Arendt lo señaló sabiamente en Los orígenes del totalitarismo: “…los regímenes totalitarios y los dirigentes totalitarios gobiernan y se
afirman con el apoyo de las masas…”
Así pues, propaganda y
adoctrinamiento como antídotos contra la información y la formación, requisitos
de toda democracia; eliminando así cualquier resquicio de pensamiento libre y
crítico frente al poder, sin el cual ninguna democracia es tal y ninguna
ciudadanía tal condición sino la de masa.
Cuando eso ocurre, cuando la
propaganda y el adoctrinamiento se imponen suprimiendo el criterio, la crítica
y el pensamiento libre, cuando la ciudadanía queda rebajada a mera masa, el
discurso político pasa de la razón a los sentimientos y a los instintos. La
política –como la religión o el fútbol- se convierte en una cuestión de fe, y
los feligreses de sus diferentes banderías y facciones en sectarios adeptos, a
los que los hechos o las razones difícilmente harán cambiar de opinión o de
posición. Triunfan así el sectarismo, el fanatismo y la sinrazón y, a la postre,
la ira, el odio y el cainismo, ese unos
contra otros del que alertaba el monarca.
Ese es el modelo de individuo (El hombre nuevo, ¿les suena?) al que
aspira todo totalitarismo, y el modelo de sociedad en la que solamente pueden
medrar los totalitarismos. Un modelo de sociedad totalitario, donde el poder
político invade todos los órdenes de la existencia. Un modelo en el que la
sociedad civil –origen y sede de la soberanía política- queda abolida y donde
el individuo queda sometido a una partitocracia usurpadora que decide en su
nombre sobre todo lo que le concierne, haciéndole creer, sin embargo, que ejerce
el control soberano sobre todos los poderes del Estado. ¡Pobres ingenuos!
Por desgracia, parece que ese
es el camino que hemos tomado –no en vano la advertencia regia-. Parece que en
esa tarea andan aplicados los socios de este mendaz y liberticida gobierno
socialcomunista. He ahí el drama que
vivimos y me parece, y temo, que conjurar ese mal no va a resultar nada fácil. No
hay esperanza alguna, al menos mientras la sociedad civil acepte mansamente su
exterminio y los ciudadanos admitan ser tratados como súbditos y no como
soberanos.
Febrero, 2020