Daban
noticia los papeles de la ocupación de la vivienda de una anciana de 94 años,
que se ausentó cinco días de ella para visitar a la familia. El lector avispado
ya me habrá reprochado que haya escrito ocupación con c en lugar de k. En
efecto, admite el DRAE la grafía okupación;
sin embargo, los señores académicos de la lengua española, desconociendo la
realidad social y contaminados, tal vez, del buenismo imperante en las
instituciones patrias, circunscriben o limitan su significado al hecho de “tomar una vivienda o un local deshabitados”,
ignorando que, del mismo modo y con iguales consecuencias –es decir, ninguna
para los ocupantes-, en este país se ocupan también viviendas habitadas por sus
legítimos propietarios. Me niego, pues, a escribir okupación en el caso que
refiero.
Pues
bien, decía que los medios se hacían eco de la noticia, pero es obligado
matizar: la ocupación de la vivienda de una anciana no es asunto ya de interés
para la prensa; a fuer de repetirse ya no conmueve al público. El punto
noticioso estaba en el hecho de que los vecinos de la anciana habían conseguido
expulsar a los ilegítimos ocupantes. Fuenteovejuna,
todos a una; el pueblo justiciero restableció los violados derechos de la
angustiada anciana. Cosa que no hicieron quienes, precisamente, estaban
obligados por la ley, esto es, la policía y los jueces. Lo hizo el pueblo.
Bello ejemplo.
Sobre
la indignación, da pena lo que sucede en esta pobre España. Da pena contemplar
el ridículo e infame espectáculo de un cuerpo policial protegiendo a los
delincuentes frente a sus víctimas. Hemos visto como estos delincuentes,
después de destrozar y expoliar el mísero patrimonio de la anciana (“no me han dejado ni unas bragas”, dijo
la pobre), no sólo no fueron detenidos sino que la propia policía los trasladó,
junto con los objetos robados, al lugar de su siguiente fechoría.
Mutatis
mutandis, algo parecido estamos viendo estos días en Cataluña. Me refiero al
esperpéntico espectáculo de los cuerpos policiales formando y haciendo poses
ante los embates de los violentos independentistas, para terminar subiendo
precipitadamente a los furgones y salir huyendo como conejos. Me refiero al
lamentable espectáculo de los furgones policiales subiendo y bajando, avanzando
y retrocediendo, maniobrando y formando -como los mamelucos en la película de
Garci Sangre de mayo-, dando la
impresión de que hacían algo, sin hacer nada aparte de disimular. Me refiero al
lamentable espectáculo de las tertulias televisivas, alabando la mesura y
“proporcionalidad” de la actuación policial. Es decir, repitiendo como loros
las consignas de los que mandan, para encubrir su desidia; no cabe un tonto más
en este desdichado país. Dirá el bienintencionado lector que la policía obedece
las órdenes de los mandos políticos. Puede ser; pero tal vez haya que
cuestionar que esa obediencia pueda prevalecer sobre la ratio última de la
institución policial: prevenir, evitar y perseguir delitos; en suma, proteger
los derechos de la ciudadanía, sus vidas y haciendas.
¿En
qué queda ahora, pues, el fundamento del Estado si no se garantiza la propiedad
y la integridad de aquellos que –a cambio de tal garantía- ceden libertades y
recursos?
A este paso, terminaremos por decir, parafraseando
a aquél personaje de Tierra de audaces,
que, para que prevalezcan en este país la ley y el orden –y yo añado: la
justicia y la libertad-, la primera medida será prescindir de los políticos, la
policía y los jueces.
Octubre, 2019