En
las elecciones del año 2015 cometí la ingenua estupidez –imperdonable en
alguien de mis años- de votar a Ciudadanos. Lo hice, como muchos otros que
conozco, en la creencia –demostrada errónea- de que se trataba de un partido
regenerador. Daba a entender Cs que el diagnóstico de la situación política en
Andalucía bien podría definirse en una sola variable: la corrupción. La
corrupción institucionalizada, para ser exactos, que es su forma más detestable
y perniciosa. No se trata sólo de la corrupción de los dirigentes del partido o
de algunos oportunistas bien situados –cuatro golfos, Chaves dixit-, sino de
las instituciones de gobierno parasitadas por el partido. Obviamente, en un
régimen de tal naturaleza (totalitario: que todo lo impregna, controla y
corrompe, y clientelar: que reparte pródigamente el ‘maná’ bajo la forma de
subvenciones y administra sin descanso ni descuido su ‘huxleyano soma’, aquí llamado Canal Sur) el latrocinio, el
nepotismo y los diversos escándalos que diariamente caracterizan la vida
pública andaluza no los protagoniza el partido (PSOE) sino las instituciones
públicas que parasita (Junta de Andalucía). Sobra cualquier comentario al
respecto: en las hemerotecas y en los sumarios judiciales está la prueba de lo
que afirmo.
Pues
bien, en la creencia de que ese era el diagnóstico y de que, en consecuencia,
el fin último de toda acción política posible consistía en la liquidación de
tal régimen, algunos ingenuos votamos a Cs.
Nuestro
voto sirvió, sin embargo, para todo lo contrario: para apuntalar a un régimen
en horas bajas y sacarlo del bache, como se ha encargado de demostrar la tozuda
realidad. Ahora no volveré a tropezar en la misma piedra. No votaré, por tanto,
a Ciudadanos.
Tampoco
al PP que, con su acreditada desidia, su blandura opositora, su incuria y
adocenamiento, parece estar gritando: “votadme, mas no en demasía; no sea que
ganemos y tengamos que trabajar”. O sea, que parecen estar muy cómodos
instalados en la oposición, ajenos a las preocupaciones del gobierno.
Tampoco
–a estas alturas- seré tan estúpido de votar a IU o a los podemitas o como
quiera que se llamen ahora, pues no son –ahora y antes- sino la máscara tras la
que se esconde el Partido Comunista. Estos –como Cs- ya me engañaron cuando
surgió IU (donde fui afiliado y cotizante) como un pretendido movimiento
ciudadano independiente de los partidos, cuando la realidad era que el PC movía
–y mueve- los hilos de la marioneta, cualquiera que sea el nombre con que la
designen. Todo muy leninista –como se
encarga de recordar de vez en cuando Pablo, el Coletas-; pues ¿se imaginan que
sucedería si el PC concurriera a las elecciones con sus propias siglas?, no les
votarían ni sus propios afiliados. Hay, por tanto, que ponerse la careta y
engañar a los ingenuos haciéndoles creer que votan otra cosa. ¡Qué más da el
nombre!, lo importante -como dijo Humpty Dumpty- es saber quién es el que manda, que se lo digan si no a Pinocho
Sánchez. Así pues, no tropezaré tampoco en esa piedra. Surge ahora, al parecer
con posibilidades, Vox. Tampoco les votaré, aunque tienen propuestas atractivas
en su programa. Después de lo de Cs, desconfío de los regeneradores. No quiero
votar a ciegas.
No
votaré, por tanto. No votaré, como, por otra parte, he venido haciendo desde
1996, con la excepción indicada.
No
votaré mientras este país esté dispuesto a ser pastoreado como un manso rebaño
por una casta política que esquilma la cabaña y sólo atiende codiciosamente a
su provecho. Como dice un personaje de una novela de William Faulkner: “Si alguna vez me canso de relacionarme con
gente bien nacida, sé muy bien lo que haré: presentarme como candidata para el
congreso…”. Da la impresión –tras cuarenta años de corrupción y de no
levantar la cabeza, ni el espinazo- que este pueblo esté hecho, como el buey,
para el yugo. Como dijo Etienne de la Boetie, no amamos la libertad, pues si en
verdad la deseáramos, seríamos libres.
Noviembre,
2018.