CERDOS ILUSTRES

No digo que el fenómeno ocurriera desde el mismo momento en que el hombre domesticara al cerdo, pues eso sucedió, según determina la ciencia, hace miles de años, pero desde luego sí que han transcurrido ya muchos siglos desde que algunos de ellos, los cerdos, alcanzaran fama, reconocimiento e, incluso, la inmortalidad. Obviamente, tal cosa se produjo en el imaginario orbe de las fábulas, los cuentos populares y, más recientemente, en el de las modernas artes, como el cine o la televisión. Cualquiera que lea esto, sea de la generación que sea, habrá sido, sin lugar a dudas, entretenido en uno u otro momento de su infancia con las andanzas y aventuras de alguno de los distinguidos cochinos del momento: con los tres cerditos, con los sketch del tartamudo Porky Pig, o de la sensual Peggy de los Teleñecos, desplazada en estos tiempos por la asexuada Peppa Pig, o con Babe, el cerdito que se sentía perro, un precursor en eso de la identidad de especie, al que, no me cabe la menor duda, el ministerio de la cosa reconocerá su derecho a ser tratado como tal, bajo pena de multa, o incluso de cárcel, para aquellos negacionistas que osen cuestionar su condición canina.
Claro que, como digo, todo esto ocurría exclusivamente en el terreno de la ficción... hasta que llegó George Clooney, que erigió el segundo gran mojón, con perdón, en la historia porcina. El primero fue, obviamente, la domesticación de la especie, después George Clooney, con su cerdito Max, supo exaltar la condición porcuna y convertir al cerdo en animal de compañía. Luego otros famosos de la beautiful people siguieron su ejemplo y cambiaron los perros o los gatos por los gorrinos. La duquesita, Paris Hilton, Miley Cyrus, y hasta la mismísima Elsa Pataki, ¡qué contrariedad!, porque a la Pataki, tan dulce, lo que le pega es un bichón maltés o un gato de Angora y no un guarrillo.
Cabra, mi pueblo, que no se queda atrás en nada, no se sabe por qué misteriosa razón -dicen algunos que por el agua de la Fuente del Río- producía, desde mucho antes de Carmen Calvo, gente ilustre como churros. Ahí está, por ejemplo, el célebre conde de Cabra que aparte de sus gestas galantes, de las que dan cuenta el excelso romancero español y las canciones infantiles de Lorca, protagonizó la memorable hazaña de hacer prisionero al rey Boabdil, el Chico, el Llorón; eso sucedió en la batalla de Lucena, cuando el conde de Cabra tuvo que acudir al rescate de los lucentinos y librarlos del asedio de las tropas nazaríes, del mismo modo en que, muchos años después y en dos ocasiones, hicieron los norteamericanos por los franceses, es decir, sacarles las castañas del fuego, si el lector me permite el símil retórico. Y muchos siglos antes de eso, en la remota España visigoda del siglo VII, ya teníamos un obispo -Bacauda- que participó en el Concilio de Toledo; o, un par de siglos más tarde, una secta herética -los acéfalos o casianos- que llegó a constituir una iglesia cismática, supra arenam constructam, como dijo el concilio, porque el hecho, siendo de tal importancia y gravedad, llegó a provocar la convocatoria de un concilio -"no inserto en nuestras antiguas colecciones y del todo desconocido”, según afirma don Marcelino en su Historia de los heterodoxos- para la erradicación de sus herejías. O sea, que el pueblo ha dado incluso herejes de categoría premium. Y hasta los íberos llegaron a asentar sus reales en el pueblo, llamado entonces Licabrum, en tiempo inmemorial, según acreditan los recientes descubrimientos del yacimiento arqueológico del Cerro de la Merced. Eso sin contar que, ya en época moderna, tuvimos hasta Banco de España, con sus dos guardiaciviles armados en la puerta, a la manera de los dos leones del Congreso; que, para redondear, sólo nos hubiese faltado un premio Nobel, da igual de qué, de lo que fuera, entre los paisanos.
Lo que quiero decir es que, con tales propicios hados y tan distinguidos antecedentes, no íbamos a ser menos en eso de los cochinos.
Y es que si el hombre primitivo consiguió meter en los corrales a los cerdos salvajes, haciéndoles ver que les convenía renunciar a su libertad a cambio de tener satisfechas todas sus necesidades vitales, sin precisar someterse para obtenerlo a las desagradables vicisitudes de la vida salvaje -lo que, por cierto, sirvió de inspiración a los modernos déspotas, que descubrieron la forma de rendir nuestra libertad a sus caprichos, a cambio de proveernos de lo necesario para ahorrarnos el trabajo y las fatigas de pensar, decidir y ganárnoslo, es decir, la molestia de vivir, como lúcidamente advirtiera Alexis de Tocqueville-, y todo ello, por supuesto, una vez aceptada por éstos, los cerdos, la ineludible ley natural del más fuerte, conforme a la cual, salvajes o domesticados, su destino final era servir de alimento a otros; pues bien, prosigo, si ese fue el logro del hombre primitivo respecto a los cerdos, George Clooney consiguió dar una vuelta de tuerca al asunto y meterlos en nuestras alcobas y salones.
Pero, más allá de ambos logros, mi pueblo se alzó con el mérito de haber sabido cubrir el espacio social que había vacante entre la intimidad familiar del hogar y la deshumanizada zahúrda. Digamos que socializó al cerdo, ennobleciéndolo en sus relaciones sociales, poniéndolo en la calle, como un vecino más, y elevándolo a la categoría de animal social, zoon politikón, como dijo Aristóteles. No se alarme el lector, seguidamente expondré los hechos en que fundo tal inferencia.
No sabría indicar con exactitud el momento fundacional de la costumbre -el cerdo domesticado tenía ya miles de años, el edificio del asilo se construyó en el siglo XVII, la lotería se inició en el siglo XVIII, y la congregación de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados se fundó a finales del XIX-, deduzco de tales datos que la costumbre de rifar un cerdo por Navidad, implantada por el asilo egabrense regentado por las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, pudo, dentro de lo probable, iniciarse, como muy pronto, a principios del siglo XX. En todo caso, puede afirmarse con certeza, excluyendo cualquier posibilidad de error, que a mediados del XX estaba plenamente arraigada, pues en esa época yo la conocí y doy testimonio de ello en estas páginas. Obviamente, no es el mero hecho de la rifa lo que sustenta el logro egabrense respecto al cerdo, pues rifas ha habido, desde su invención, de toda clase y condición y en todos sitios. Lo peculiar de la costumbre consistía en que, dada la escasez de recursos materiales de que disponían las hermanitas para mantener y sainar al animal, tuvieron la ocurrencia de abrirse al pueblo y hacer partícipes del evento a todos los actores implicados en el lance. Y así, de tal manera, desde que, aproximadamente en mayo o junio, el cerdo ingresaba en el asilo y hasta finales de diciembre o principios de enero en que lo abandonaba, el cerdo en compañía de un par de ancianos residentes recorrían las calles del pueblo, pidiendo en las casas los despojos de la comida y ofreciendo la compra de alguna papeleta de la rifa. El cochino, en el transcurso de los días, daba testimonio de la eficaz solidaridad popular y alentaba con su creciente hermosura el interés de los vecinos por la rifa.
Los niños que jugábamos en la calle -entonces los niños podían jugar en la calle-, a la voz de alarma: ¡que viene el cochino del asilo!, disfrutábamos viendo pasar la comitiva o, incluso, la acompañábamos hasta la esquina, porque el cochino del asilo era ya una institución para nosotros, casi comparable al revoleo de la bandera de la Virgen de la Sierra. Pero a este cerdo debemos sólo la mitad del mérito, o aún menos, pues la costumbre no duró demasiados años, ¡el progreso!, y porque el cochino del asilo, aún siendo de carne y hueso, fue pronto superado por el de Los Granaínos, menos sanguíneo pero más afamado y reputado.
Cuando se acercaba la Navidad, pese a que aún seguíamos inmersos en la grisura de la autarquía implantada en la potsguerra, las calles egabrenses, o más propiamente, el ambiente reinante en ellas, se teñía, al menos para los niños, de un color especial y se contagiaba de una alegre agitación. Eso se manifestaba, sobre todo, en los escaparates de los numerosos y variados comercios que colonizaban las calles centrales del pueblo. A falta de otras diversiones, visitar escaparates constituía un entretenimiento habitual. A los niños nos gustaban sobre todos los demás tres de ellos: El escaparate de la confitería de Emilia Fernández, siempre tan primoroso, con su roscón con forma de serpiente, sus exquisitas chucherías, los paquetes de cigarrillos y las monedas doradas y plateadas de chocolate; la tienda de Pérez -la primera que vendió televisores y gas butano- con sus enormes y numerosos escaparates repletos de toda clase de juguetes, inasequibles la mayoría de ellos para las modestas economías de nuestros padres, pero que, pese a las decepcionantes experiencias de los años precedentes, no dejábamos de visitar, embobados, casi a diario; y, en tercer lugar, el de Los Granaínos. Los Granadinos era un comercio como los que en las películas del oeste, que echaba Galisteo en el Cine Principal, llamaban General Store, o sea, que tenía una variedad de género de lo más diverso y heterogéneo. Y, allá por el mes de noviembre, cuando se acercaba la época de la matanza, Los Granaínos acostumbraban a exhibir en el escaparate los pertrechos relacionados con tan popular -y tan pragmático, en época de necesidad- rito. Y así, rodeado de los cuencos de coloridas especias, las tripas para embutir, los cuchillos, picadoras y demás instrumental de la matanza, presidiendo la zona más destacada del escaparate, era colocado el celebérrimo cochino de Los Granaínos. Era éste una talla policromada, de unos cincuenta centímetros de altura, que representaba la imagen de un cerdo erecto sobre sus dos patas traseras, de semblante risueño, con una mano posada en la cintura y la otra flexionada y alzada a la altura del rostro, como si fuese un camarero llevando una bandeja -que no descarto hubiera sostenido realmente en sus primeros tiempos-, y una pierna adelantada ofreciendo un aspecto garboso y saleroso, y vestido recatadamente con una especie de calzón corto de gruesas rayas verticales rojas, que, de haber sido azules, hubiesen sugerido un muy probable parentesco con Obelix. En algún momento, se le colocaba un cuchillo, en una hendidura que tenía a la altura del cuello, pero tal cosa no convertía su aspecto en macabro ni le restaba un ápice a su bizarría; más bien resultaba un detalle gracioso y pedagógico.
Y así fue, gracias a la ocurrente estrategia publicitaria de unos avispados comerciantes, cómo el cochino de Los Granaínos fue adentrándose en la memoria, conversaciones, historias y chanzas de niños y viejos, hasta convertirse en una institución cultural del pueblo; que pervive en nuestros días, pese a haber desaparecido hace años la casa comercial que lo engendró. Dicen que hasta se ha creado en el pueblo una asociación cultural que lleva su nombre; no me extraña, pues el fenómeno, de no haber estado exclusivamente circunscrito al ámbito egabrense, hubiese constituido un destacado hito cultural en la historia de nuestra decadente y periclitada civilización occidental, en la que el cerdo ha desempeñado siempre un papel importante. Creo yo que la aportación del cochino de Los Granaínos al copioso acervo cultural egabrense no ha sido reconocida como merece. Se me ocurre que el pueblo debería honrar su memoria erigiendo un fastuoso monumento en su honor; que bien podría ser, a imitación del famoso Torico de Teruel, una soberbia columna coronada con su polícroma figura, que sería situada en lugar destacado del pueblo, por ejemplo, en medio de la Plaza Vieja, donde antiguamente se colocaba sobre su pedestal el muy mentado y denigrado municipal de la Plaza Vieja a dirigir -o como quiera que se llamase lo que hacía- el tráfico procedente de los cuatro puntos cardinales. Y así, además, el cochino de Los Granaínos desbordaría, sin duda, las fronteras del pueblo, y pasaría a ser conocido y reconocido más allá del territorio de la Subbética, como tantos otros ilustres paisanos. Ahí lo dejo, a ver si cuaja.

Marzo de 2024