BEN-HUR

El alma suspira por lo que ha perdido
y se vuelve por completo hacia el pasado.
(Petronio, Satiricón)

Cuando se estrenó Ben-Hur en Cabra yo debía tener siete u ocho años, allá por los años sesenta del pasado siglo. Recuerdo que el impacto sobre nuestros infantiles hábitos fue tremendo. A partir de Ben-Hur lo primero que cambió fue la disposición de los caballos que tiraban de los carruajes, cuando jugábamos a los indios; que pasaron a ordenarse como si tiraran de una cuadriga en lugar de hacerlo de una diligencia o de una galera, emparejados en columna de a dos, en una o varias filas. La llegada al fuerte (una almenada caja de mantecados, si tocaba jugar en el patio de mi casa, o un fuerte de pequeños troncos verticales de plástico de color marrón oscuro, simulando madera sin desbastar, afilados en su punta como los lápices, y flanqueados en sus esquinas y a cada lado del portón de entrada por hermosas torres de vigilancia, si tocaba jugar en el jardín de los Finzi-Contini, que era la casa de Pepito Benitez-Cubero, el niño más rico de la calle y, tal vez, del pueblo), la llegada, decía, de las diligencias o de las caravanas de galeras de los colonos, escoltadas por el séptimo de caballería y perseguidas por los sioux o los comanches, se parecía entonces más a la entrada triunfal de las legiones victoriosas en Roma que a cualquier otra cosa. También los brindis con la gaseosa La Pitusa, que tomábamos de aperitivo los domingos o cuando íbamos al cine de verano, se vieron trastocados; en lugar de hacerlos chocando las pequeñas botellas de cristal, se realizarían desde entonces cruzando los brazos entrelazados a la altura del codo y gritando ¡Salve!

Ni siquiera el asunto onomástico se libró de la marca de Ben-Hur, nuestro compañero de colegio y de juegos, apellidado Mesa, pasó automáticamente a ser aludido como Mesala; aunque a él no le desagradó, pese a ser el malo de la película, aún carga con el estigma.

Pero lo más relevante, por no decir revolucionario, fue el drástico cambio en la forma del saludo. Pasamos a saludarnos, no ya del modo habitual, con un recíproco apretón de manos, sino asiéndonos mutuamente por los antebrazos, tal como se saludaron Mesala y Ben-Hur al reencontrarse. Como eramos niños no sabíamos entonces que, mucho antes que nosotros, ese fue también el saludo que habían adoptado los carbonarios -sociedad secreta de origen italiano, que en nuestro país lucharon contra el absolutismo borbónico y por la restauración de la constitución liberal-, saludo extravagante, muy en consonancia con la velada liturgia simbólica de dicha secta, según cuenta Pío Baroja en las Memorias de un hombre de acción. Afortunadamente para nosotros, ni las monjas del colegio ni los municipales -entre cuyas principales competencias se encontraba por entonces procurar que la probidad infantil, en sus comportamientos, juegos y costumbres, no sufriera quebranto- habían leído las novelas de Baroja, lo que nos libró de una segura reprimenda o un castigo o, incluso, hasta de una multa de por lo menos 10 reales, en caso de haber sido sorprendidos in fraganti en plena salutación; pues eso hubiese sido tan transgresor como saludar con el puño en alto, y no estaban los tiempos para tales frivolidades políticas, ni siquiera consentidas a los niños. No recuerdo que ninguna otra película influyera tanto en nuestros hábitos como lo hizo aquella. Claro que eso era cine de Hollywood, hay que decirlo; como, también, que el impacto que provocó en nuestras costumbres no pudo ser más ingenuo y candoroso; no como lo que suele suceder ahora.

No diré, como dijo Jorge Manrique, que cualquier tiempo pasado fue mejor; pero sí creo que, en cuanto a juegos, estos de los niños de hoy son una deplorable desnaturalización de la infancia. Leí el otro día en un periódico que una encuesta a 700 padres de familia revelaba que cerca del 70 % de los niños, menores de doce años, jugaban a ser youtubers, reproducían en el juego lo que veían en los vídeos de YouTube. Aprendices de influencers, como esa que explicaba en YouTube, con todo detalle, cómo cogían los japoneses los melones de los árboles. Futuros pastores del rebaño, creadores de opinión y hábitos, futuros líderes mundiales. Lamento contradecir a ese compendio de sabiduría que es ‘Amanece que no es poco’, y a Gabino Diego, esclarecido y conspicuo líder etoniano, pero los futuros líderes mundiales no saldrán de Eton en las próximas generaciones, sino de la escuela del maestro Ciruela.

No es de extrañar, pues, que así nos vaya: vivimos inmersos de lleno en lo que Jean D’ormesson llamó la ineptocracia: un sistema en el que los menos preparados para gobernar son elegidos por los menos preparados para producir; claro que, aunque no la bautizó así, la idea ya la aventuró antes Juan Benet en su novela Saúl ante Samuel: “Te lo predigo, el próximo tonto de la familia se dedicará a la política”, y, mucho antes que Benet, la alumbró Willian Faulkner cuando se refería al senador Snopes y a los de su casta, como incapaces de ganar un dólar por sí mismos. Parece que la cosa viene, pues, de lejos, tanto en el tiempo como en el espacio; pero yo percibo que nos ha tocado vivir la época dorada de la ineptocracia, perfeccionada, además, hasta la náusea, con el elemento vernáculo, que ningún otro país de nuestro ámbito cultural toleraría: el robo y la malversación. Ante tal panorama, consuela echar la vista atrás.


Desalentado agosto de 2023