Mi
infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y
un huerto claro donde madura el limonero…
(A. Machado, Retrato)
La casa estaba situada en mitad de una calle llamada en otro tiempo -y aún ahora por los paisanos más añosos- Horno grande, en la acera derecha según se bajaba hacia el cine Principal, cuya fachada quedaba justo enfrente de la embocadura de la calle, en línea perpendicular a ésta. Como casi todas las de esa calle, la casa constaba de tres plantas. Una cancela labrada, de rejas de hierro pintadas de purpurina plateada, acabada en arco en su parte superior y coronada con las iniciales RMM del que fuera, probablemente, su primer propietario, separaba el zaguán del vestíbulo que daba acceso al patio central, enlosado de mármol rojo, que parecía picado de viruela pues estaba sin pulir; típico mármol de las canteras egabrenses, con el que se forjaron buena parte de las columnas de la Mezquita de Córdoba. La vivienda de mis padres ocupaba el ala izquierda de la planta baja y el patio, que era de su exclusivo uso y disfrute. Este patio es en cierto modo coprotagonista de esta historia, no sólo porque ésta transcurre entre sus muros sino porque, igual que le sucedía a don Antonio Machado, resulta para mí indisociable de la mayoría de los bellos recuerdos de una infancia feliz.
Era este un hermoso patio. En el centro se erguía majestuosa una pequeña fuente ornamental, rodeada de macetas, que se veía desde la calle, de piedra blanca en todos sus elementos, de unos dos metros de altura, cercada por un recipiente de forma octogonal cuyas paredes medirían aproximadamente medio metro y terminada en su parte superior, muy cerca ya del surtidor, por una concha circular de mediano tamaño, en la que resultaba preceptivo, en cuanto se tenía edad suficiente para mantenerse sujeto sin caerse, fotografiarse sentado dentro de ella y asido al cipote surtidor. Las macetas, con forma de cono invertido, de muy diversos tamaños y colores y de variadas especies de plantas, como geranios, helechos, petunias, gladiolos, cintas, etc., decoraban las paredes y todo el perímetro del patio; eran la joya de la corona de mi madre, que las cuidaba primorosamente y se llevaba un gran disgusto cuando algún pelotazo rompía el tiesto de alguna o cuando jugábamos a arrancar del tallo las hojas de los helechos, entonces había que salir por pies. Una frondosa dama de noche cubría uno de los muros medianeros y hacía más gratas y perfumadas las veladas veraniegas. Había plantados, además, en sus respectivos arriates de cercos encalados, dos rosales y un hermoso laurel. Luego, también, daban sombra y frescor al patio un enorme y fértil limonero, de siete u ocho metros de alto, y dos naranjos, uno de ellos mandarino, al que don Manuel, el párroco de la iglesia de la Asunción, amigo de la infancia de mi padre y hombre muy serio, educado y formal, y un tanto redicho, rayano en la pedantería, no llamaba simple y llanamente el mandarino, sino el citrus reticulata, del mismo modo que cuando en cierta ocasión el naranjo se vio afectado por una plaga de mosca de la fruta pudimos enterarnos que los puntitos que infectaban las naranjas no eran por causa de la mosca sino de la ceratitis capitata, para mofa y pitorreo de la extensa cofradía de tías y primas, no sólo ya en el momento de la jocosa ocurrencia sino per sécula seculorum, como él mismo hubiese dicho.
Pues bien, debido a la extraordinaria amistad que unía a mis padres con el referido párroco, y especialmente con su coadjutor, que era como de la familia, y al que cariñosamente llamábamos Yoyito, o, tal vez, porque mi madre era una cocinera excelente o, pudiera ser, sin embargo, porque el peculio de ambos sacerdotes no daba, ni siquiera en comunión, para homenajes gastronómicos, o, más probablemente, por el conjunto de todas estas circunstanciales razones, era casi costumbre, para estos clérigos y para mis padres, que con ocasión de las fiestas en honor de la Virgen de la Sierra, patrona de nuestro pueblo -la muy ilustre y leal ciudad de Cabra-, o, por ser más precisos, con ocasión del novenario, con sus preceptivos sermones, con que se le rendía especial culto, y que se celebraba en la citada parroquia de la Asunción y Ángeles, sede temporal de la Señora durante el mes de estancia en el pueblo, los predicadores, normalmente frailes pertenecientes a la familia dominica de predicantes, fuesen reconocidos y agasajados al término de su labor pastoral con un banquete acorde a su reputación y desempeño en casa de mis padres.
Cierto año, las prédicas del fraile de turno, que se llamaba fray Dionisio de Celama, debieron estar a la altura de la mejor faena de Machaquito o del Guerra, o, más apropiadamente, de los sermones del famoso fray Gerundio de Campazas, pues, es cosa que no se me olvidará jamás, merecieron el honor de que el menú del banquete con que se le obsequiaría fuese el mismo que se servía en casa en la mejor ocasión del año, es decir, el día de Navidad, para celebrar fiesta tan señalada y principal y la onomástica de mi señora madre Natividad.
Después de los aperitivos consistentes en unas aceitunas partías, unas cebollitas en vinagre y unos callos, con su puntito picante, que hacían las delicias de toda la familia, amistades y ocasionales invitados, todo ello de elaboración propia, como se diría ahora, se empezaba con una sopa de picadillo, o De profundis, que así la llamaron chusca y agudamente los clérigos, con las mismas palabras con que comienza el famoso salmo penitencial, porque la sustancia de la sopa -trocitos de jamón picado, huevo duro, menudillos de pollo y alguna que otra vianda que, según el gusto y los posibles de cada cual, pudiera añadírsele- se encontraba en las profundidades de la marmita; como plato principal un suculento y apetitoso pavo con salsa de almendras, y de postre un surtido de los exquisitos pasteles de la confitería de Emilia Fernández: merengues, piononos, borrachos, alemanes, milhojas, etc., todo ello regado con unos buenos vinos de las bodegas Pérez Barquero de Montilla, salvo el pavo, que fue acompañado con un Paternina, que era lo que había entonces de categoría en el Circulo de la amistad o en el Feryla. Solo faltaron los mantecados y turrones para sentir en el estómago el famoso espíritu navideño.
Como ya he señalado antes, era lo acostumbrado elaborar en la casa cualquier clase de comida que se consumiera. No se llevaba entonces, o no se le había ocurrido a nadie del pueblo ese negocio, lo de las comidas preparadas. Pero aunque las aves, incluido el pavo, podían comprarse en la pollería ya preparadas para su cocinado, es decir, difuntas, escaldadas, desplumadas, evisceradas y limpias, mi madre acostumbraba, sin embargo, a comprar las aves vivas -al modo chino y de algunos otros países orientales- y encargarse ella de todo lo demás.
Así pues, siguiendo esa costumbre suya, compró en la plaza un rollizo pavo y se dispuso a ejecutar, nunca mejor dicho, por propia mano todos los pasos del proceso. La operación de matar al pavo y desplumarlo solía hacerse en el patio, porque la cocina era muy pequeña y no daba de sí para disponer todo lo necesario y, además, porque a mi madre no le agradaba que se llenara toda ella de plumas, ni correr el riesgo de que los posible salpicones de sangre mancharan los muebles y el suelo. De modo que eso se hacía en el patio, se sacaba la silla baja, un recipiente para las plumas, un barreño con agua hirviendo para escaldar la pieza y facilitar el desplumado y un pequeño lebrillo para echar la sangre, porque el método de ejecución era el mismo que Enrique VIII empleaba con sus esposas, esto es, la decapitación; de manera que una vez cortado el pescuezo del ave, este se inclinaba sobre el lebrillo hasta que quedaba totalmente exangüe. Resultó que en el momento crucial mi madre debió atender algún imprevisto de la cocina y encargó a la tata, una señora ya muy entrada en años, que ayudaba a mi madre en las tareas domésticas, y a una tía mía que vivía con nosotros que entre las dos dieran muerte al pavo. Frasquita, que así se llamaba la tata, se sentó en la silla baja y sujetó al pavo por las patas con su mano derecha y el buche del animal con la izquierda, apretándolo a su vez contra su cuerpo, en tanto que mi tía cuchillo en mano, como Abraham ante Isaac, sujetaba la cabeza del ave con la otra. Sea porque el animal se olió lo que pretendían hacerle y se resistía a ello valerosamente, sea porque la postura de la tata era un tanto forzada y sus fuerzas debilitadas ya por la edad provecta, sea por la pusilanimidad de mi tía, que era un tanto tímida y apocada y por su carácter no se avenía bien a cometer un crimen como este, sea por su impericia en tales lides, o sea, en suma, por el consorcio de verdugos ineptos y sus adversas circunstancias, lo cierto es que mi tía dio un tajo tal en el pescuezo del ave que se quedó con la cabeza del pavo en la mano al tiempo que éste, con extraordinaria y oportuna presteza, lograba escabullirse de su captora. Mi tía gritaba llena de pavor, nunca mejor dicho, mientras Frasquita la reprendía a la vez que intentaba tranquilizarla, y el pavo sin cabeza corría dando brincos a tontas y a locas, chocando contra las macetas y llenando de sangre las blancas paredes y todo lo que encontraba a su paso.
La narración del episodio, hecha por mi madre con la gracia y simpatía que la caracterizaban, sirvió para amenizar el banquete y de contrapunto a la gravedad y circunspección del párroco, del fraile y de mi padre, personas de carácter serio y riguroso, digámoslo piadosamente así, para no llamarlos como los llamarían en mi pueblo, es decir, esaboríos.
Pero, como es inútil luchar contra el destino, según nos advirtió el sabio Esopo en su fábula, don Manuel no pudo poner riendas a su naturaleza y dijo:
- A riesgo de incurrir en pecado de irreverencia y lacerar el respeto debido a nuestro hermano fray Dionisio de Celama, no puedo dejar de señalar que aprecio ciertas concomitancias -eso dijo, concomitancias- en los acontecimientos recientes, que parecen dar a entender que la Divina Providencia nos amonesta con ellos para que saquemos enseñanza y provecho. Para empezar, la repentina indisposición de fray Gabriel de Araceli, designado por su Eminencia Reverendísima para la predicación de los sermones de este novenario, y la oportuna, pero llamativa, sustitución por fray Dionisio de Celama, que lleva y honra el nombre del que fuera uno de los primeros santos mártires de nuestra Iglesia. San Dionisio fue un eminente retórico de maravillosa elocuencia y sabiduría, predicador fecundo y eficaz, como sucede hoy día con su tocayo, nuestro querido hermano fray Dionisio, salvando las distancias, naturalmente. Sin embargo, no es tal coincidencia la que me resulta más inquietante y sugerente. Cuenta el beato Santiago de la Vorágine -curiosamente, perteneciente a la orden dominica de predicadores, como nuestro hermano fray Dionisio- en su magna hagiografía La leyenda dorada, que sin duda alguna conocerán e incluso habrán leído todos ustedes, que la palabra Dionisio quiere significar algo así como el que huye rápidamente o fugitivo veloz, que así podría decirse del pavo al escaparse de las manos de doña Frasquita. Y se cuenta también en La leyenda dorada que el cruel emperador Domiciano martirizó a san Dionisio de muy diversas formas y maneras, a cada cual más cruel, sin conseguir darle muerte; primero lo asó en una parrilla, como hiciera siglos después el emperador Valeriano a san Lorenzo, después lo arrojaron a las fieras que, aunque hambrientas, terminaron sentadas a sus pies, seguidamente lo metieron en un horno, luego lo crucificaron y le dieron tormento durante mucho tiempo, pero no conseguían darle muerte. Al malvado Domiciano se le ocurrió entonces decapitarlo, y refiere Santiago de la Vorágine que una vez decapitado, el cuerpo de san Dionisio se puso de pie, se inclinó y recogió del suelo su propia cabeza y caminó dos millas, hasta el lugar en que, por decisión divina, debía ser sepultado, llevando la cabeza en su manos. No sé si aprecian ustedes las concomitancias a que me refería.
Si uno no conociese a don Manuel -tan místico, que honestamente intuía la intervención de la Providencia en en tales hechos-, hubiese pensado que el relato provenía de un irreverente blasfemo. ¡¡Comparar el martirio milagroso de san Dionisio con el sacrificio del pavo!!
Han pasado muchos años desde entonces. Hoy día nada queda de todo aquello, de todos los elementos de esa historia, salvo el recuerdo. Ni cosas ni personas. Ya no hay casa, ni patio, ni cine, ni esa calle tal como era; y, más lamentable, ninguno de sus protagonistas, salvo el que esto les cuenta, sobrevive.
Hoy, pasado el tiempo, encuentro al rememorar el simpático episodio un motivo para la turbación y el desasosiego, sin embargo. Se me antoja todo aquello como alegoría de lo que vivimos y padecemos en estos días confusos. El pavo sin cabeza corriendo desbaratadamente, sin orden ni concierto, atropellando y rompiendo y manchando todo a su paso, por un hermoso y lindo patio que no sabe de su venidera decadencia y ruina. Como el país, ahora. El patio de un pavo sin cabeza que va de un lado a otro caóticamente, sin orden ni concierto, que espera, aunque ignorante, su colapso; que llegará desprovisto de toda grandeza, de la grandeza que, a veces, reviste la derrota y honra a los vencidos. Y ahora, como entonces, espectador impotente ante los sucesos.
Marzo de 2025