Tomamos
ansiosos el camino hacia el Vaticano. Cruzamos el Tíber esta vez por el ponte Sant’Angelo, disfrutando de todo
lo que la vista abarca: el río, los ángeles custodios del puente, los
sampietrini –esos cubos de piedra negra que caracterizan el pavimento romano-
y, sobre todo, de la imponente mole del castillo, que -por los pelos- salvó el
pellejo al papa Clemente VII durante el saqueo de Roma por las tropas del
emperador Carlos I.
Comenzamos
la jornada más esperada. Nada más entrar en los museos vaticanos nos damos de bruces
con la terrible escultura de Laocoonte, aquél cuyas palabras este blog coronan:
Mas
del caballo no os fiéis, Troyanos:
yo
temo al Griego, aunque presente dones.
Dice, y en un alarde de
pujanza,
venablo enorme contra el
vientre asesta
del monstruo y sus
ijares acombados…
El
lúcido Laocoonte advirtió en vano de la trampa griega (curiosamente, se usa en
nuestro idioma, en el argot informático, la expresión “troyano” como sinónimo
de engaño o fraude, en lugar de “griego”, siendo realmente griego el engaño, y
no troyano), y pagó con su vida y la de sus hijos la afrenta infligida a la rencorosa Juno, protectora de los
griegos.
Sobrecoge
mi ánimo el grupo escultórico –tan real es-: el bocado terrible de la
monstruosa sierpe, la expresión vanamente suplicante de los hijos, el horror en
el rostro de Laocoonte. Conmueve tanto, como el relato de Virgilio en la Eneida:
le dan al cuerpo, al
cuello, y todavía
las engalladas fauces su
cabeza,
ponzoñosas, dominan. Él
en vano
los torpes nudos por
soltar relucha,
mientras se empapan las
sagradas ínfulas
con baba inmunda y
tósigo negruzco.
Terríficos clamores
lanza al cielo (…)
Se corre que Laocoonte
ha merecido
su pena abominable, por
la afrenta
que al sacro leño osó
inferir lanzando
su dardo criminal. La imagen,
claman
todos a una, debe entrar
en Troya,
desagravio a la diosa
resentida…
Mayo, 2017