Cobra
Roma 6 euros diarios a todo viajero que la visita. Como es notorio que hace
tiempo que cayó el Imperio, aunque pervivan las reliquias de su pasado
esplendor, rehuso que la causa del diezmo tenga su fundamento en razones de
soberanía política. Y, como no encuentro otra razón que -convertida a lenguaje
monetario- no haya sido pagada ya de una u otra forma, concluyo que,
fundamentalmente, tal tributo tiene por objeto subvenir al quebranto económico
que provoca a la ciudad la limpieza de la suciedad que generamos los
visitantes. Luego la evidencia de los hechos desmiente tan precipitada
conclusión: Roma es la ciudad más sucia que he visto en mi vida, y eso que he visitado
varias ciudades de Marruecos. Así que me corrijo: Roma cobra como una
cortesana. Roma cobra su belleza.
Eso
sí, entre tanta suciedad callejera, ni una cagada de perro y ni rastro visual
ni olfativo de meadas. Inevitablemente, me acordé del soneto de Rafael
Alberti y de una antológica meada vasca
de mi tío Antonio Luna (que en eso de las meadas, ambos están unidos
indisociablemente en mi recuerdo):
Vía Venetto |
Verás
entre meadas y meadas
más
meadas de todas las larguras:
unas
de perros, otras son de curas
y
otras quizá de monjas disfrazadas.
Las
verás lentas o precipitadas,
tristes
o alegres, dulces, blandas, duras,
meadas
de las noches más oscuras
o
las más luminosas madrugadas…
Los
tiempos cambian. No sé si para bien o para mal. Lamento que el tiempo y el
progreso hayan refutado a Alberti (ese
comunista italiano, como solía decir con toda intención mi amado y admirado
tío), pero en Roma ya no es necesario orinar sobre las piedras milenarias; no
sólo hay dónde miccionar –como decía el Sr. Lebowsky (no confundir con El
Nota)-, sino que, además, los servicios públicos llaman la atención por su
extraordinaria limpieza. ¡Oh tempora…!
Mayo, 2017