LECCIONES DE PEDAGOGÍA

 

Advierte, niño, que los azotes
que los padres dan a los hijos
honran y los del verdugo afrentan...
(Cervantes, El licenciado vidriera)

Escatima la vara y estropearás al niño.
(Washington Irving,
La leyenda del valle durmiente)

I LA FUNCIÓN TEATRAL


Tendría yo unos 6 años, año más o menos, cuando a las monjas de mi colegio, la Fundación Escolar Termens, regentado por las Hijas de la Caridad, con sus candorosas e inquietantes cornette blancas, a modo de seráficas alas, se les ocurrió organizar una función teatral. El teatro colegial más parecía un retablo de marionetas que otra cosa, pues, aunque excesivo para retablo, su estructura era más asemejada y propia de esto que de teatro: consistía en un pequeño espacio de unos diez o doce metros cuadrados de superficie, abierto, aproximadamente a un metro y medio del suelo, en la propia verticalidad del muro del edificio que cerraba uno de los lados del ajardinado patio de recreo, frontero a las ventanas de nuestra aula. Cuando no había representación, que era lo habitual, el espacio quedaba cerrado mediante un portón de madera de dos hojas, no recuerdo el color, con pinturas decorativas un tanto desvaídas por las inclemencias de los elementos; cuando la había, las hojas se abrían hacia el exterior 180 grados y quedaban sujetas a la pared, dejando el escenario a la vista; los ocasionales espectadores, las monjas, los alumnos y sus familias, se colocaban en el patio de recreo, donde previamente se habían dispuesto para la ocasión sillas, no demasiado cómodas, pero ordenadas en perfecta formación militar, para que se pudiese disfrutar del espectáculo decorosamente.

Conocedoras las monjas de mi desmesurada timidez -de la que, sin lugar a dudas, tenían constancia por haber dado yo previamente muestras evidentes e inequívocas de ello, cuya relación no viene ahora al caso-, no he llegado a saber el motivo en virtud del cual fui ‘agraciado’ con un papel en la función; no sé si fue para fastidiarme o para estimularme con tal reto, quiero creer que fue por esto último, pues no eran malvadas, solo que su escuela pedagógica era un punto exigente y rigurosa, llegando incluso a practicar, con los más rebeldes a la disciplina y a la didáctica, la clásica pedagogía del palo, que aplicaban con magistral juego de muñeca con la palmeta que, además, usaban para despegar las verdes persianas de la verticalidad del marco de la ventana, de modo que se posibilitara entrar el aire pero no el sol; esto sonará a chino a los lectores de hoy, digo lo de sujetar las persianas con un palito, no lo de usarlo como arma pedagógica, que también, tal vez; pero, en fin, esos eran otros tiempos. Pues bien, como decía, me correspondió un papel en uno de los sainetes que integraban la función teatral. No recuerdo bien la trama, sólo que debía ser divertida, a su modo, pues uno de los personajes, un pícaro, espurreaba con agua, a bocanadas, a cualquiera que se le pusiese por delante, y eso hacía reír a todos. A mí me fue asignado un papel grave: un empresario; caracterizado como entonces se representaba a los empresarios en los tebeos o en el llamado cine cómico, es decir, con levita y chistera. Sobra decir que en esa infantil compañía teatral el vestuario corría por cuenta exclusiva de los propios actores. Ese fue el primer obstáculo que encontré en mi debut en el arte de Talía, antes de haber llegado siquiera a pisar el escenario. La levita no constituía problema alguno, ya que mi madre, además de contar con la ayuda de una vecina, y amiga, costurera de profesión, era bastante mañosa y lo mismo hacía una levita aprovechando un retal de la tela de un luto reciente que un fuerte apache con una caja de mantecados. El problema era la chistera. Las costureras no hacían chisteras, ni sombreros de ninguna clase, ni había sombrerería en Cabra. ¿Cómo hacerse, pues, con un sombrero de copa? Sin duda, en Cabra habría sombreros de copa para cubrir cabezas de todas las tallas, pues es sabido que mucho antes de Carmen Calvo o de José Solís el pueblo fue cuna y hogar de gente importante y poderosa y, sobra decirlo, allí donde haya poderosos habrá enjambres de ricos oportunistas. ¿Y qué rico, aunque sea de Cabra, no tiene entre su guardarropa un sombrero de copa? El problema era que ni mi familia ni las monjas teníamos con tales señores una relación tan confianzuda como para pedirles prestado un sombrero. Pero si algo tenían los pueblos en aquellos tiempos remotos, no sé si bueno o malo, es que todo se sabía, y que inmiscuirse en los asuntos ajenos no era cosa reprobable si se hacía con nobles intenciones. Fue así como llegó a nuestros oídos, a los de las monjas o a los de mi madre o a los de las vecinas, qué más da, que un acomodado y campechano burgués que vivía en la calle del río poseía un magnífico ejemplar de chistera y, además, siendo el dueño de cabeza pequeña, era muy probable que le estuviese bien al niño. De modo que, sin dilación y sin opción a réplica, fui enviado con la encomienda a la casa de dicho señor. Considerando que el encargo contaba con el aval de las monjas de Termens, la misión fue coronada por el éxito y regresé a casa con el anhelado objeto y, supongo, con la mismísima orgullosa expresión que debió lucir Julio César entrando en Roma tras serle otorgados los honores de un triunfo.

A tres o cuatro días del estreno, no había, pues, obstáculo alguno para mi debut artístico; pues solventado ya lo relativo a la exigente indumentaria, el papel asignado, de escaso peso en la pieza, era para mí pan comido, como, en efecto, había quedado acreditado, a plena satisfacción de las monjas, durante los ensayos.

Mi patológica timidez, de la que ya he advertido al lector, truncó las expectativas que la familia había depositado en mi talento teatral. El domingo, que era el día señalado, me levanté con un ataque intenso e insuperable de pánico escénico. Dije que me dolía la lengua y no podía hablar. Debo advertir que estos síntomas eran recurrentes en mí, pues ya me había servido de tal recurso en numerosas ocasiones en mi primer año en el colegio, cuando sor Pilar pretendía que yo leyera la cartilla (dar de leer, se decía entonces) y yo, invariablemente, argüía para no hacerlo -por timidez- que me dolía la lengua. La excusa resultó y no salí mal parado del trance, mi madre dijo que si me dolía la lengua para no actuar en el teatrillo también me dolería para ir al cine. Así que ese domingo me castigaron sin matiné, y aunque para mis adentros consideraba que el castigo impuesto no llegaba ni de lejos a neutralizar los beneficios que me proporcionaba el agravio, no me privé, sin embargo, de manifestar coram populo que no me perdía nada, pues la película que iban a proyectar no era de mi agrado. Por otro lado, ninguna queja ni censura recibí de parte de las monjas; ignoro si fue debido a la mala conciencia o, más probablemente, a que el espectáculo pudo desarrollarse perfectamente sin necesidad de mi colaboración. Pero, para mi desdicha, no terminó con esta trunca experiencia mi carrera de actor. Había una persona empestillada en que yo representara públicamente, quisiera o no, el papel protagonista de una comedia bufa de Charles Chaplin.


II LA TORTA


Acostumbraba yo en esos tiempos a pasar por casa de mi abuelo a la salida vespertina del colegio, alrededor de las cinco y media o seis. Entonces el horario escolar comprendía dos sesiones, una de mañana y otra de tarde, con un intervalo entre ellas para la comida; también los sábados había colegio, aunque sólo por las mañanas. Mi abuelo materno, que regentaba en el centro del pueblo una hermosa tienda de ultramarinos y coloniales, como pleonásticamente usaba decirse, de tan rancio abolengo como el tocino que despachaba, estaba casado en segundas náuseas, que tal solía decir con gracia zumbona una de sus hijas. Mi abuelastra era una señora severa y rigurosa, de trato áspero y escasamente cariñosa, al menos conmigo, y según yo lo recuerdo; hoy se diría que resultaba poco empática, pero no me agradan las palabras que nunca he encontrado en los libros de Cervantes o Quevedo o Borges o Saer o tantos otros maestros de nuestra lengua.

Pues bien, como decía, a la salida de clase, camino de casa, hacía un alto en la tienda de mi abuelo, donde me daban la merienda: pan y una jícara -que así se llama en Cabra, como también en otras partes, a la onza de chocolate- de Kitín Nogueroles y, si por casualidad tocaba empezar una nueva tableta, también los cromos de animales salvajes que solían contener. Allí, por la parte de la clientela, tomaba yo mi merienda discretamente acomodado en el extremo de uno de los dos brazos del largo mostrador, atento a la charla de las marujas, que aprovechaban la visita comercial para compartir dimes y diretes con mi abuelastra, que ocasionalmente accedía a la tienda a echar una mano desde la vivienda familiar anexa y comunicada con aquella.

Mi abuelastra que, a diferencia de mi abuelo, nunca me llevó de paseo al parque de los gatos -que era el jardín agreste y descuidado, invadido por la maleza y los gatos, de una vieja mansión derruida a la entrada del pueblo-, ni a una charlotada, ni a coger las varillas tiznosas de los cohetes que se lanzaban en ciertas festividades, si se mostraba dispuesta, por el contrario, a intervenir en mi crianza e instrucción por la vía correctiva, es decir, mediante el uso exclusivo del escarnio, el castigo y el escarmiento.

Y fue de ese modo, movida sólo por esa pulsión pedagógica, como urdió un escarmiento para corregirme, según su criterio, de ser un insonrible. En Cabra, como en algunos otros lugares de Andalucía, se tacha de insonrible -corrupción del vocablo deshonrible: ansioso, ambicioso- a quien da muestras de tal carácter sobre todo en lo concerniente a la comida. Pues bien, mi abuelastra consideraba que yo era un insonrible y, para corregirme tal vicio, no se le ocurrió otra cosa que organizar una especie de representación pública en la que se ponía de manifiesto, de manera diáfana y muy pedagógica, en qué consistía el vicio, cómo se incurría en él y lo poco provechoso que resultaba a la postre, pues en el pecado iba la penitencia; sobra decir, como es natural, que el protagonista de la obra iba a ser yo, pues, como suele decirse, nadie escarmienta en cabeza ajena.

La ocurrencia consistía en hacer una gran torta, cuyo relleno sería una hermosa y gruesa tabla de madera. Para tal propósito mi abuelastra se sirvió de algo que tenían en abundancia: la tabla hexagonal de una jaula de quesos. Habrá muchos lectores, tal vez la mayoría -disculpen la inmodestia, es una forma de hablar, pues ya sé que esto no llegará a leerlo lo que suele considerarse multitud-, que ignoren lo que es una jaula de quesos, no por incultos sino por jóvenes; pues bien, en aquellos lejanos tiempos los quesos se transportaban desde el lugar de producción a los comercios en una especie de jaulas de madera, cuya base y tapa eran de forma hexagonal, de unos 25 centímetros de anchura y un par de centímetros de grosor, unidas ambas por seis tablas, de unos 80 centímetros de longitud, clavadas en cada uno de los lados del hexágono, en su interior se disponían apilados los quesos, que iban convenientemente aireados pues las tablas laterales eran un poco menos anchas que los lados del hexágono, dejando, pues, un espacio abierto entre ellas.

Fue con una de estas tablas hexagonales con lo que mi abuelastra rellenó la torta; ya pueden imaginar el tamaño descomunal de la torta, casi el doble de las que entonces se vendían en las reposterías del pueblo.

Cuando entré en la tienda aquella tarde, me pareció que había más clientela de lo habitual; y, por si no fuese ya bastante, al poco de llegar yo aparecieron un par de primas, las tías solteras -no había otra cosa, sólo tías, primas y hermanas; lo que daba lugar a que una de mis tías me aludiera burlonamente como ‘el mariquituso entre ellas’- y una comadre de mi abuelastra, que, para mí, si no cómplice, estaba en el ajo de la -llamémosle así- operación torta.

Fue entonces, cuando la urdidora consideró que los espectadores y figurantes convocados ya estaban presentes, que dio comienzo la representación. Sacó por la parte interior del mostrador una enorme bandeja de tortas. A mí no me extrañó, ni lo consideré algo extraordinario, pues era muy aficionada a la repostería, habiéndose labrado, incluso, fama de buena repostera entre las primas pelotas, mis hermanas, y algunas interesadas vecinas a las que obsequiaba con sus elaboraciones; yo prefería la repostería de Buil. Por tanto, como con cierta frecuencia solía hacerlo, no sospeché nada raro en la sustitución del pan con chocolate por las tortas. Tampoco llegué a sospechar, en mi ingenuidad infantil, que habiendo tantos potenciales comensales como tortas había en la bandeja, esta me fuese presentada a mí en primer lugar. Coge una, me dijo, poniéndome la bandeja por delante. Como no podía ser de otro modo, la torta rellena con la tabla sobresalía en todo su esplendor sobre las demás. Mi impulso natural fue elegir esa -no andaba descaminada mi abuelastra, al parecer, sobre mi condición de insonrible- pero esa inicial apetencia fue reprimida por la buena educación. Yo ya estaba advertido por mis padres, cuando íbamos de visita -que entonces, a falta de otras diversiones, se estilaba visitar a las amistades y familiares en sus domicilios; o devolver las visitas recibidas-, que si ofrecían algo de comer rehusara, pero si insistían acceder al ofrecimiento, y, en tal caso, no coger jamás el trozo o la pieza más grande entre lo ofrecido. De modo que, como niño educado que era, me incliné a coger la segunda más grande. Obviamente, mi elección no fue respetada -la representación hubiese dado al traste y, además, se hubiese resentido el amor propio de los organizadores-, así que fui pertinazmente invitado, o, más bien, incitado, a coger la torta más grande, lo que hice gustosamente, ya que, como he referido, ningún reproche cabía, pues, dadas las circunstancias.

Considerando las dimensiones de la tabla, esta llegaba prácticamente hasta el filo de la torta, lo justo para quedar enmascarada. De manera que al segundo bocado ya estaba yo mordisqueando la madera. No percibí signos de cachondeo a mi alrededor, ya sea porque estaba ensimismado en tan ardua tarea, o porque los que estaban al corriente de la burla actuaban con exquisito disimulo, o ambas cosas. Pasaban los minutos y yo, que soy de comer muy rápido, más bien de engullir, no apreciaba ningún progreso en la deglución del manjar. La torta seguía siendo igual de grande que cuando empecé. Ya habían terminado de comer hasta las primas y yo seguía dale que dale, aunque inasequible al desaliento; no me cansaba, pero ya la torta empezaba a saberme un tanto a queso manchego y a serrín. No sé porqué, pero creo que Charles Chaplin cuando se comió la suela de una bota, con sus clavos, sacó más provecho que yo. No recuerdo quien decidió dar por finalizada la función; desde luego no fui yo, que hubiese seguido tenazmente en la tarea, hasta obtener algún fruto, tampoco fue mi abuelo que no dijo ni mú, ni antes, ni durante, ni después; era un poco calzonazos.

Debo decir, ahora, tras analizar los hechos con perspectiva, que la operación torta, estuvo esmeradamente diseñada, con premeditación y alevosía como suele decirse. Estoy convencido que la elaboración de la torta requirió una depurada técnica, laboriosos esfuerzos y, probablemente, diversos intentos. El conjunto de la operación, considerados todos sus matices: filosóficos, gastronómicos, pedagógicos, jurídicos, dramáticos, artísticos, psicológicos, etc., que los tenía, le hubiese valido hoy a mi abuelastra una cátedra en la Complu, como las de Irene Montero o la mujer de Pedro Sánchez.

Frivolidades aparte, la enseñanza primordial que extraje de esa experiencia fue que hay que desconfiar: de ciertas personas y de la apariencia engañosa de las cosas. Yo entonces no había leído a Virgilio, pero cuando al cabo de los años, estudiando preu, tuvimos que traducir la Eneida, pude comprender perfectamente el engaño griego y compadecerme de los troyanos, que aprendieron, como yo, a expensas de su candidez, amargamente, cómo un bello presente puede contener la maldad en su interior. Timeo danaos et dona ferentes..., lástima que no lo hubiese sabido entonces. Algo parecido me sucedió cuando estudié a Kant, aquello de la distinción entre la ‘cosa’ y la ‘cosa en sí’, que a algunos compañeros se le atragantaba, a mí me resultaba cristalino: a mí sólo se me atragantaba la cosa en sí: ¡la torta!, imposible conocer su esencia de modo apriorístico.

Por otra parte, el resultado práctico de la operación torta se concretó en el hecho de que ya no volví jamás a merendar a casa de mi abuelo; del mismo modo en que, unos años después, también dejé de ir periódicamente a comer mi plato favorito, arroz de puchero, cuando el novio mediopensionista de una de mis tías, estudiante de medicina tercamente anclado en el quinto curso, nos insultó en un mismo rebuzno a mi padre y a mí. Por dignidad -como dijo sabiamente el Paisa, el personaje y narrador de la película La estrategia del caracol-, ¿acaso no era eso razón bastante para un niño?

Pienso ahora en la fragilidad de los dones con que la naturaleza ha dotado el alma humana desde su nacimiento, con qué facilidad sucumbe la virtud ante las vanas humanas pasiones, y cómo el tiempo, implacable y cruel, nos va haciendo peores, una vez que se ha perdido la inocencia.


Julio de 2023