¿Quién
es tan burdo queno
ve este palpable engaño?Pero
¿quién se arriesgaa
decir que lo ve?(Shakespeare,
Ricardo III)
De las mil facetas que el tema ofrece a la curiosidad intelectual, me interesa abordarlo desde la perspectiva de lo que podríamos llamar la dimensión institucional, es decir, la Justicia como poder del Estado, y, en particular, el modo en que en nuestro país se articula el sistema de relaciones entre los poderes del Estado, o, más concretamente, qué papel juega el poder judicial en nuestro sistema político.
No obstante, dirigiremos también nuestra mirada a lo que podríamos llamar la dimensión ética; sólo para poner de manifiesto la influencia que ésta ejerce en la conformación del sistema político.
1. La Justicia bajo el prisma de la ética.
Sólo nos detendremos en el análisis de este primer aspecto lo imprescindible para poner de manifiesto los elementos que nos llevan a formular la siguiente obviedad, a saber:
En primer lugar, que todo régimen político se sostiene en la medida en que la sociedad en que se encuentra instaurado armoniza con él y no lo percibe como opuesto a sus intereses y valores; en la medida en que existe un necesario mínimo grado de cohesión entre ambos sistemas, que, por supuesto, es contingente.
En segundo lugar, que –como dijo Max Stirner- el carácter de una sociedad es el de sus individuos.
Lo que quiero decir es que las causas del problema de la Justicia en nuestro país no se encuentran sólo en el sistema político. Lo que florece en nuestro sistema político –el ámbito público y visible, lo expuesto- hunde sus raíces en ese otro ámbito subyacente y privado, la sociedad.
De ahí nuestra hipótesis surgirá como corolario: En nuestro sistema político la Justicia carece de valor. Es indigna de tal nombre, helada y laboriosa nadería, letra muerta en ese folleto al que nos excedemos llamando Constitución, que la proclama vanamente, valga la redundancia, como valor superior de nuestro ordenamiento jurídico. Y que este estado de cosas se sostiene en buena parte porque el valor semántico de la justicia para la sociedad actual está muy lejos de lo que significó para aquéllos griegos que ‘inventaron’ la ética.
Dijo Aristóteles que “la Justicia es una cualidad moral que obliga a los hombres a practicar cosas justas, y que es causa de que se hagan y se quieran hacer”. Yo percibo que hoy estamos muy lejos de eso; la ciudadanía de hoy no posee esa disposición moral. Es indiferente y acomodaticia ante la injusticia y sumisa ante el poder que la perpetra. Para mí, esta es la causa principal de la situación. La adulteración, la corrupción del significado de aquéllos viejos conceptos éticos, empercudidos hoy de vana retórica a la vez que despojados de todo aquello que pueda sugerir, aun sea remotamente, una obligación moral. Vayamos, pues, a ello.
Podríamos comenzar por preguntarnos ¿por qué parece ser tan importante la justicia para el ser humano?
Desde los tiempos en que el mito regía las cosmogonías -antes del nacimiento de la ciencia política, incluso de toda ciencia, en el sentido moderno del término-, en los albores de la literatura occidental, ya encontramos en los bellísimos poemas de Hesíodo y de Homero, o en las inmortales tragedias griegas, la impronta de una profunda preocupación humana –y divina- por la justicia.
Que este afán persiste y no es fruto de caprichosas modas de la inconstante voluntad humana lo evidencia que, desde entonces, las ciencias sociales y las artes lo han tenido como objeto omnipresente. Escritores, juristas –como es obvio-, sociólogos, filósofos, psicólogos, historiadores, etc., de todas las épocas, escuelas, tendencias y lugares no han dejado de considerar el tema bajo la perspectiva de sus respectivas ciencias. Hoy, cuando las redes de telecomunicaciones apenas han comenzado a tejer su tela de araña, si nos molestamos en teclear la palabra justicia en alguno de los buscadores de internet, obtendremos resultados de decenas de millones de ocurrencias.
Lo cual, ya a primera vista, nos sugiere que la justicia es para el hombre un ideal cósmico. Un ideal porque es irrealizable; persiste el anhelo humano en pos de la justicia precisamente por ello, porque aún no hemos encontrado la plasmación empírica del arquetipo, ni –fuera de las utopías- el modelo social en que pueda realizarse.
La violencia sigue rigiendo, en buena medida, las relaciones humanas. Tras miles de años de habitar el planeta, el modo concluyente de dirimir los conflictos sociales continúa siendo el mismo en esencia (aunque tecnológicamente avanzado y, por tanto, más eficaz, es decir, más mortífero): el rito imprescriptible de la guerra. Ya en el siglo I de nuestra era decía Cicerón que había “dos maneras de contender, una por la disputa y otra por la violencia, la primera de las cuales es propia de los hombres y la segunda de las fieras”.
Mas, siguiendo las pautas de la moderna biosociología (para la cual, la perspectiva para la apreciación del progreso humano como nueva especie animal requiere más distanciamiento del momento fundacional; dicho vulgarmente, todavía somos medio animales porque estamos empezando nuestra andadura como especie, pero lo importante es que marcamos, en nuestro distanciamiento de la animalidad, una clara tendencia hacia el progreso) contagiados de ese optimismo esencial, decíamos, hemos de concederle un cierto margen a la esperanza, pues de otro modo aquí mismo se acabaría nuestra reflexión sobre el tema.
Hemos dicho que además de ideal éste es cósmico. Lo decimos en el sentido de universalidad e intemporalidad. Es evidente que la idea de justicia no es privativa de ninguna particular civilización, sociedad o cultura; al contrario, es algo universal. Lo mismo podemos decir de su ubicación en el tiempo. Decía San Agustín que el término justicia fue acuñado en tiempo inmemorial.
Bien es cierto que la afirmación precedente requeriría una aclaración previa: ¿Qué entendemos por justicia? Con independencia de que reconozcamos la diversidad cultural y la historicidad de los valores éticos (no en vano el sentido original de la ética es costumbre, ‘ethos’), y que, consecuentemente, la probabilidad a priori de que el concepto de justicia no sea el mismo en las diferentes sociedades humanas, ni lo haya sido, incluso en una misma sociedad en su devenir histórico; no obstante, decimos, existe a nuestro juicio una idea de justicia de la que son predicables tales atributos, según veremos luego.
Así pues, podemos afirmar que la justicia, o su contrario, la injusticia, es algo omnipresente para el hombre; en toda época y lugar el sentido de lo justo o de lo injusto ha acompañado al ser humano. Podríamos decir que la idea de justicia está, por naturaleza, inserta en la razón humana. Que es inherente al hombre.
En segundo lugar, pues, que es algo inherente a lo humano, naturalmente inherente, pero en tanto que “zóon politikón”, animal social y, también, en tanto que animal ‘con logos’, animal racional.
Es decir, el concepto de justicia es un concepto esencialmente social, por definición. Salvo desde el más radical y paradójico solipsismo, no concibo que pueda afirmarse que uno es justo o injusto consigo mismo. Se es con relación a otro. La idea de justicia entraña necesariamente –permítaseme la expresión, que aún incorrecta me parece más rotunda- la “otridad”, es decir, la alteridad. No puede concebirse la idea de justicia si no es mediante la conciencia del otro, el reconocimiento de la alteridad. Es necesaria, digámoslo así, esa externalización de la conciencia. Pero la idea de justicia no se agota en el simple reconocimiento de otras realidades individuales, sino en el reconocimiento del otro como igual.
Así podríamos afirmar que, en efecto, la justicia es un concepto social (la expresión ‘justicia social’ que, según Aurelio Fernández, es un concepto acuñado a partir del siglo XIX, no como una nueva justicia sino como un modo genérico de hablar de justicia en un mundo social, es para mí pleonástica), no se concibe sino en el ámbito de las relaciones sociales entre individuos libres e iguales.
Parece, por tanto, que el concepto de justicia es algo consustancial al “zôon politikón”; algo que, como señalaba Hesíodo, es natural en lo humano, regula las relaciones sociales y le es inherente, y, en suma, aleja al hombre de su primitiva animalidad. Pero, como hemos señalado, nos da idea del ‘otro’ como igual, se concibe en una sociedad de iguales; es indisociable del concepto de igualdad o equidad; o, mejor dicho, está en su esencia (por eso, en su imagen alegórica, se representa sosteniendo una balanza en su mano izquierda y una espada en su mano derecha, para cortar y dar a cada uno lo que le corresponde).
Está claro, pues, que la justicia es una ‘virtud cívica’; como dijo Agustín de Hipona, “allí donde no hay justicia, no existe sociedad”.
Podemos insistir en el argumento siguiendo a Aristóteles –para mí, máxima autoridad en el tema- en su Ética a Nicómaco: la justicia no es una virtud absoluta y puramente individual; es relativa a un tercero, y esto es lo que hace que las más de las veces se la tenga por la más importante de las virtudes…La justicia no puede considerársela como una simple parte de la virtud es la virtud entera, del mismo modo que la injusticia es el vicio todo. Idéntica opinión comparte Cicerón en Los oficios: ...la virtud de más extensión es aquella que tiene por objeto la sociedad o, por decirlo así, la comunidad de los hombres y de la vida…, la justicia (…) en que brilla el mayor esplendor de la virtud.
Puesto que hemos dicho más arriba que la justicia es propia del hombre no sólo en tanto que ‘animal social’ sino también en tanto que ‘animal racional’, no estaría de más traer a colación la opinión de Tomás de Aquino, pues en su valoración de la justicia tenía en consideración ambos aspectos, así, en la Summa Teológica afirma: “la justicia es la (virtud) más importante por estar más próxima a la razón y porque se relaciona a los demás”
Cuenta Aristóteles que decía Bías (aunque también se le atribuye la frase a Solón) que “el poder es la prueba del hombre”, porque, en efecto, el magistrado revestido de poder no es algo sino con relación a los demás… Por la misma razón, la justicia parece ser, entre todas las virtudes, la única que constituye un bien extraño. A lo que nosotros, aplicando el mismo razonamiento, haciendo nuestros sus argumentos, podríamos añadir que del mismo modo la justicia es la medida del hombre.
He ahí un primer atisbo de la importancia de la justicia, pues qué si no humaniza al hombre sino el recto ejercicio de la razón y el obrar siempre conforme a sus dictámenes. Como dijo Aristóteles, citando a Teognis de Mégara: “todas las virtudes se encuentran en el seno de la Justicia”, y añadió, sin citar al autor, que, al parecer, fue Píndaro, aunque también se suele atribuir la frase a Bías, “La salida y la puesta del sol no son tan dignas de admiración”.
2. La Justicia como poder del Estado
En rigor, no podríamos hablar de la Justicia como poder del Estado sino hasta que se produce el colapso del Antiguo Régimen y el nacimiento de las democracias liberales. Las nuevas ideas políticas sobre el Estado moderno -cuyos fines esenciales se orientan a la protección de la vida, la libertad y la propiedad individuales, así como a la garantía de la seguridad jurídica y de la participación ciudadana en la formación de la voluntad del Estado mediante el sufragio- ilustran y conciencian a la ciudadanía de que, para garantizar los derechos y libertades individuales, se hace necesario poner límites al poder absoluto de los monarcas, y refrenar la natural pulsión humana hacia el despotismo; porque, como afirmó Aristóteles en su Ética: el individuo revestido de poder obra bien pronto en su provecho y no tarda en hacerse tirano…
Comienzan a surgir instituciones en el ámbito de la Justicia y el Derecho que tienen como propósito la protección de los derechos individuales frente a los abusos del poder; como, por ejemplo, los tribunales administrativos (aunque Tocqueville sostiene en su obra El Antiguo Régimen y la Revolución que estas instituciones están enraizadas en el Antiguo Régimen) que someten, aunque sólo sea de forma débil y sesgada, la acción del ejecutivo -de su administración- al escrutinio de los tribunales. Por otra parte, la recepción y la gran aceptación de las nuevas ideas políticas (sobre todo de Locke y Montesquieu) acerca del equilibrio de poderes terminan trasladando a los sistemas políticos de las nuevas democracias liberales la necesidad de instituir el sistema judicial como otro poder del Estado, el poder judicial, independiente del ejecutivo y del legislativo; configurando así el conocido esquema de los tres poderes propios de las democracias liberales: legislativo, ejecutivo y judicial, y la necesidad de que entre estos opere un mecanismo de equilibrio y contrapesos, que la ciencia política ha dado en llamar ‘separación de poderes’, pues -en palabras de Montesquieu- “todo estaría perdido si el mismo hombre, el mismo cuerpo de personas principales, de los nobles o del pueblo, ejerciera los tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutarlas y el de juzgar los delitos y las diferencias entre particulares…”
Hasta entonces, desde tiempo inmemorial, la Justicia sólo se ocupaba de dirimir las diferencias entre los ciudadanos y de corregir determinadas conductas antisociales, pero en absoluto de las decisiones de los poderosos y, desde luego, menos aún, podría considerársela integrada en el sistema político, como uno de los poderes del Estado. Y, por otra parte, con la excepción de la antigua Democracia griega y de algunos períodos del Imperio romano, lo cierto es que, hasta la desaparición del Antiguo Régimen y el surgimiento de las democracias liberales, la administración de justicia remitía en última instancia, inexorablemente, a la persona del todopoderoso monarca.
Centrémonos en el análisis del caso español. El primer intento de liquidación del Absolutismo, con la Constitución de 1812, no logra transformar el régimen político de la recién nacida Nación española en una democracia liberal. Pese a los intentos de la fracción liberal, el rey felón no abdica de su proyecto absolutista -pese a la rimbombante (y mendaz) famosa declaración “marchemos francamente, y Yo el primero, por la senda constitucional...”-, que mantendrá vivo hasta su muerte. La Regencia de María Cristina y el subsiguiente reinado de Isabel II no supusieron esencialmente cambio alguno en el aspecto que estamos analizando. Pese a que la constitución de 1837 fue la primera que acogió y plasmó en su texto el concepto de ‘Poder Judicial’, aunque sin ninguna trascendencia práctica. Ya que la Constitución de 1812 no llegó a reconocer ni institucionalizar la Justicia como el tercer poder del Estado, ni a crear órgano alguno para su dirección y gobierno -su mayor avance en este campo fue la creación del Tribunal Supremo, cuyas competencias no excedían, sin embargo, el ámbito jurisdiccional-. Pero, por otra parte, lo que sí revela y pone de manifiesto es que el legislador constituyente tenía conocimiento de las nuevas ideas políticas surgidas tras la liquidación del Antiguo Régimen.
Nada nos aporta al respecto la Constitución de 1845. Es la Constitución de 1869, tras la gloriosa Revolución, que liquidó la dinastía borbónica y a la postre la propia monarquía, la más avanzada en el aspecto que estamos analizando. Mantiene en su texto la expresión de ‘Poder Judicial’ que introdujo la de 1837, pero, sin embargo, no llega a plasmarlo en la creación de órgano alguno de representación, gestión y gobierno de los asuntos de la Justicia como poder diferenciado del ejecutivo y legislativo. Podríamos afirmar que más que a una separación de poderes esta Constitución atiende a una división o, más bien, a una distinción de funciones. Ya que las altas magistraturas de la Justicia son designadas por el Consejo de Estado, y una nada despreciable cuarta parte de ellas por el propio monarca. No obstante, algunos de sus artículos introducen avances en la materia, por ejemplo, la creación de la sala de recursos administrativos o la potestad otorgada a los jueces y tribunales de inaplicar los reglamentos nacionales, provinciales y locales contrarios a las leyes.
Tras la extravagante y esperpéntica experiencia cantonalista y federalista, monárquica y republicana, que supuso el denominado Sexenio Revolucionario, ni siquiera volvieron las aguas a su cauce anterior -desde la perspectiva que nos ocupa- con la Restauración borbónica; pues la constitución de 1876 rebajaba el reconocimiento del Poder Judicial a mera ‘Administración de Justicia’. Degradación que Solé Tura y Eliseo Aja confirman en su obra Constituciones y periodos constituyentes al afirmar al respecto “las demás cuestiones contenidas en la Constitución -administración de justicia, ayuntamientos, etc.- son en su mayoría establecidas de una forma ambigua y reenviadas a una ley ordinaria…” En suma, predominio absoluto del poder real, como en la época de Isabel II, tal como reconoció, asimismo, Sánchez Agesta en su Historia del constitucionalismo español: “...en esas condiciones el gobierno parlamentario era claramente una ficción.”
La Constitución de 1931 siguió, paradójicamente, el mismo camino que la de 1876, solo que cambiando de ‘monarca’. No es que no se reconociera un Poder Judicial como tal, es que ni siquiera se hablaba de Administración de Justicia, como en su predecesora, sino, simplemente, “Justicia” daba título al epígrafe correspondiente. El presidente de la República designaba al presidente del Tribunal Supremo y, además, éste y el Fiscal General de la República pasaban a formar parte, con voz y voto, de la Comisión de Justicia de las Cortes; y el ejecutivo intervenía en la designación de las altas magistraturas de la Justicia. O sea, todo seguía igual, más o menos, más de un siglo después de que en los países de nuestro entorno colapsara el antiguo Régimen y las instituciones y prácticas propias del Absolutismo. Y, por supuesto, nada cambió en este aspecto durante el período del franquismo; nos plantamos, pues, con la Constitución de 1978, en la España actual. Veamos.
La vigente Constitución de 1978 hubiese supuesto la entrada de España en la modernidad política, si no fuese porque desde el artículo primero hasta el último es papel mojado, vana retórica. En efecto, la CE de 1978 establece las bases de una moderna monarquía parlamentaria en el marco de una democracia liberal al uso (con el correspondiente cariz o tinte social -’Estado social y democrático de Derecho’, dice-); con un definido y equilibrado reparto de poderes entre los supremos órganos del Estado. La corona asume un papel arbitral, moderador y representativo. El legislativo bicameral -representado en las Cortes Generales- es elegido por sufragio universal, libre, igual, directo y secreto; y sus miembros no estarán sometidos a mandato imperativo alguno. El ejecutivo -que ha de gozar de la confianza de las Cortes- sometido a la Constitución y las leyes en su acción de gobierno. Y el poder judicial -expresamente reconocido como tal- independiente de los otros poderes del Estado.
Todo estaría muy bien, decimos, si no fuera porque toda la letra de la CE está desvirtuada y corrompida por la leyes partitocráticas, hechas para salvaguardar el interés de los partidos, su dominio sobre los órganos e instituciones del Estado; es decir, su poder omnímodo. Y de ese modo, constatamos como -contra lo dispuesto expresamente en la Constitución- los parlamentarios están sujetos al mandato imperativo de su partido, que les indica lo que han de votar y decir y les sanciona en caso de desobediencia a sus mandatos, esto es notorio y nadie se atreverá a negarlo. La elección libre, directa e igual de los parlamentarios, que proclama la Constitución, queda rebajada con la ley electoral a burdo espejismo. El pueblo soberano no elige libre y directamente a sus representantes, sino a aquellos determinados e impuestos por el partido; o eso, o nada. Por otra parte, la igualdad del voto quiebra estrepitosamente ante el provincialismo y los intereses de los partidos nacionalistas vascos y catalanes. El principio de igualdad de voto que proclama el artículo 68, un hombre un voto, se evidencia como falacia.
El ejecutivo, más que ningún otro, obviamente, queda supeditado a la oligarquía partidista, que designa directamente a sus miembros o, en todo caso, otorga un plácet sobre su designación por el presidente del Gobierno. Y no solo eso, sino que esa intromisión partidista se extiende a las más altas magistraturas de la Administración Pública.
En cuanto al poder judicial, la Constitución garantiza su condición de poder independiente y no sometido al ejecutivo al dotarse de un órgano de gobierno independiente: El Consejo General del Poder Judicial. Para garantizar su independencia, la CE establece lo siguiente: “El Consejo General del Poder Judicial estará integrado por el Presidente del Tribunal Supremo, que lo presidirá, y por veinte miembros nombrados por el Rey por un período de cinco años. De éstos, doce entre Jueces y Magistrados de todas las categorías judiciales, en los términos que establezca la ley orgánica; cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados, y cuatro a propuesta del Senado…” Como se evidencia por la simple lectura, la determinación constitucional era que la elección de los 12 miembros jueces y magistrados se realizara por y entre ellos; y así, obviamente, quedó plasmado en la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1980. Si la Constitución hubiese pretendido que todos los miembros del Consejo fuesen elegidos por las Cortes es evidente que no lo hubiese expresado así, la Constitución tiene una cuidada gramática. Ya sabemos lo que sucedió, lo anunció el que en tal momento, 1985, era el vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra, en una sonada frase que hizo fortuna -y mella en la reciente democracia-: “Montesquieu está muerto y ‘enterrao’.” El Partido Socialista no deseaba ningún poder político en el Estado fuera de su control. Valen aquí las palabras de Tocqueville respecto al rey para explicar lo sucedido en nuestro país con el Psoe: “Como apenas tenía poder alguno sobre la suerte de los jueces, a quienes ni podía destituir, ni trasladar, ni tan siquiera ascender; como, en una palabra, no les sujetaba ni con la ambición ni con el miedo, no tardó en acusar la molestia de dicha independencia.” Y liquidarla de modo fulminante, añadimos nosotros.
Ante este estado de cosas en el que, parafraseando a don Benito Pérez Galdós, nunca olió tan mal el libro de la Constitución, alguien podría preguntarse ¿Y el Tribunal Constitucional? ¿No es el garante, acaso, de la Constitución? Y esto nos conduce al análisis de uno de los elementos clave de nuestro asunto: El Tribunal Constitucional.
Es conocido el debate jurídico surgido entre el profesor alemán Carl Schmitt y el austriaco Hans Kelsen acerca de cuál debiera ser el órgano del Estado encargado de la defensa de la Constitución. No vamos a traer aquí el debate, que no viene a cuento, pero sí a extraer del mismo algunas reflexiones que nos resultan de utilidad. Hay que tener muy presente que la idea de la separación de poderes no obedece a un reparto o distinción de funciones entre los órganos del Estado con un propósito meramente funcional, más allá de esa significación práctica lo que trasciende e importa es su significación política, y esta no es otra que, exactamente, dividir el poder, para equilibrarlo, contrapesarlo y debilitarlo con el único fin y propósito de garantizar las libertades y derechos individuales. Por tanto, para que la idea funcione es preciso, como apuntó Montesquieu, la independencia entre los diferentes poderes, de modo que el poder de uno no pueda estar condicionado por la voluntad del otro. Y en el aspecto al que ahora nos referimos, esto es, a cuál de estos poderes debe atribuirse la defensa de la Constitución, el principio aplicable es el mismo: el control de la constitucionalidad de los actos de los poderes del Estado no puede encomendarse al órgano cuyos actos deben ser controlados. Nuestra Constitución optó por privar al poder judicial de esa facultad -degradándolo, en cierto modo-, y encomendar dicha función al Tribunal Constitucional, que, recordemos, no forma parte del poder judicial.
En absoluto hubiese supuesto ello un problema, pues el modelo no deja de ser una opción válida entre las posibles, adoptada en países de honda cultura democrática. El problema de nuestro modelo es que -igual que sucede con el legislativo, ejecutivo y judicial- el poder del guardián de la Constitución remite en última instancia a la oligarquía partidista, a la partitocracia. En efecto, la Constitución establece que “el Tribunal Constitucional se compone de 12 miembros nombrados por el Rey; de ellos, cuatro a propuesta del Congreso por mayoría de tres quintos de sus miembros; cuatro a propuesta del Senado, con idéntica mayoría; dos a propuesta del Gobierno, y dos a propuesta del Consejo General del Poder Judicial.” Dicho de otro modo, los diputados y senadores elegirán a aquellos que el partido haya designado, el Gobierno los que diga el partido y el poder judicial los que diga el partido que ostente la mayoría en dicho órgano. O sea, los partidos designan, en última instancia, a los miembros del Tribunal Constitucional. Se me podría tachar de fantasioso o ridículo, si los hechos no fuesen tan evidentes y se pudiera negar el chalaneo de los partidos en torno a los nombramientos de dichos miembros, del que tantas veces hemos sido testigos -impotentes y atónitos; también mansos y resignados-; sin olvidar algo peor: el envilecido sometimiento de sus miembros a los designios del que propició su nombramiento. No nos olvidamos de lo sucedido con su primer presidente, don Manuel García-Pelayo, muerto de vergüenza, literalmente, tras lo de Rumasa; o de la bufa imagen de la vicepresidenta Fernández de la Vega abroncando en público a la presidenta Maria Emilia Casas; o al actual presidente, Cándido Conde-Pumpido, el de la toga manchada, que ya ha perpetrado más cacicadas partidistas que días lleva en el cargo.
El resultado es, en definitiva, la inexistencia de un poder del Estado –ora el poder Judicial, ora el Tribunal Constitucional- que pueda suponer un freno y contrapeso a los demás poderes, y participe y forme parte del mecanismo de equilibrios, contrapesos y separación de poderes, esencia de las democracias liberales.
Siendo ello así, la conclusión es obligada: aquí no hay democracia, siendo tan deficiente en algo tan esencial, sino partitocracia, o poder absoluto de los partidos. Los partidos políticos se han convertido en el único sujeto soberano, no el pueblo, los partidos, suplantadores de la verdadera voluntad popular. Por otra parte, la colonización de los poderes del Estado por parte de los partidos políticos va difuminando los límites entre la sociedad y el Estado, aproximándose al totalitarismo. No extraña, pues, que las leyes emanadas de los actuales partidos en el Gobierno regulen hasta los aspectos más íntimos de la vida de los individuos y se inmiscuyan, incluso, hasta en sus sentimientos.
El totalitarismo puede adoptar la forma de democracia, en la que el proceso de la voluntad política estatal se desplaza y transfiere del titular de la soberanía nacional -el pueblo- hacia los partidos políticos, y se instrumenta solamente a través de éstos.
Decíamos más arriba que todo régimen político se sostiene en la medida en que la sociedad en que se encuentra instaurado armoniza con él y no lo percibe como opuesto a sus intereses y valores; y la sociedad es, a su vez, el reflejo de sus miembros. Dicho de otro modo, los ciudadanos somos, en última instancia, los responsables de este estado de cosas. Como dijo Eduardo Mendoza -tal vez citando a alguien-, una de las grandes desgracias de las personas honradas es que son cobardes. Gimen, se callan, cenan y se olvidan… En suma, Falta pueblo, como sentenció lúcido y apesadumbrado, Eugenio de Aviraneta, según lo cuenta Pío Baroja.
También nos preguntábamos al inicio de este breve ensayo qué papel juega la Justicia en nuestro sistema político. Después de nuestro análisis, aventuramos una respuesta: Dejando a un lado la función jurisdiccional, el estricto ámbito jurídico, como elemento o sujeto del sistema político, como poder del Estado, la principal y fundamental función que cumple la Justicia es la de legitimar políticamente y dar apariencia de corrección jurídica a los actos y decisiones (obviamente, las de gran trascendencia e importancia para los intereses del sistema) de quien realmente ostenta el poder, esto es, los partidos políticos. Desde luego, en todo caso, su función política, como poder del Estado, está muy lejos de la que debiera ser: contrapeso y límite de los otros poderes del Estado, con el fin de garantizar el efectivo ejercicio de los derechos y libertades de la ciudadanía.
Repugnante espectáculo. Augusto Roa Bastos parecía hablar de nosotros cuando lamentó: Nada más terrible que el espectáculo de un pueblo sacrificado por la ambición de sus gobernantes…
¿Queda, acaso, alguna esperanza?