Pero
hoy, cuando es la luz del albacomo
la espuma sucia, estoy aquívelando
mis armas derrotadas.(Ángel
González)
Decía Montaigne que el destierro de la verdad es el primer síntoma de la corrupción de las costumbres. Lamentablemente, ya hemos tenido ocasión de comprobarlo con un Gobierno de mentirosos, presidido por el más mendaz de todos ellos; tan falaz que, como dijo Quevedo, sus obras y sus palabras jamás han tenido comercio, ni se aunaron nunca su boca y sus hechos, y que, para colmo, parece haber mamado hasta doctorarse la doctrina totalitaria, que Orwell reveló en su 1984: “…el acto esencial del Partido es el empleo del engaño consciente, conservando a la vez la firmeza de propósito que caracteriza a la auténtica honradez (…), manteniendo la mentira siempre unos pasos delante de la verdad”. Ya hemos señalado en alguna otra ocasión que toda forma de totalitarismo comienza invariablemente así, corrompiendo el lenguaje, haciendo trampas a la realidad de los hechos para acomodarlos a sus deseos; reescribiendo continuamente la historia. Esta falsificación diaria del pasado, realizada por el Ministerio de la Verdad, es tan imprescindible para la estabilidad del régimen como la represión…; control de la realidad, que en la neolengua se llama doblepensar, como señalaba Orwell; qué desgraciado paralelismo con lo que ahora padecemos. Todo ello, como paso previo y necesario para corromper las costumbres, las leyes y, en última instancia, las personas, hasta convertirlas en rameras complacientes, en expresión de Roa Bastos; porque, según sentencia Quevedo, todo pueblo idiotizado es seguridad del tirano, ama la barbarie y pone su conservación en la tiranía y en la ignorancia, aborreciendo la gloria de las letras y la justicia de las leyes; y no nos cansaremos de repetirlo, tal es lo que sucede: aquí la tiranía se sustenta también con el beneplácito de una masa aborregada y ciega, que se deja engañar gustosamente; las masas adoran el poder, decía Tólstoi.
Así, de tal modo, corrompiendo la verdad y retorciendo el lenguaje, hemos constatado cómo para el autócrata Sánchez y los que lo sostienen, propician y se benefician de su despotismo, convivencia significa hostilidad y confrontación; democracia, dictadura; inclusión, rechazo y desprecio; igualdad, discriminación y privilegios; pluralismo, intolerancia; etc.
Convencido de que el éxito es la justificación de todos los medios, por vergonzosos que sean estos, como advirtiera Balzac, se ha instituido dictador -me remito a sus propias palabras, no sólo a sus hechos-, sometiendo a su voluntad y a sus designios a los demás poderes del Estado, y a costa de la dignidad de la Nación y de la ruina de la democracia, y ha erigido un muro, imaginario por ahora, que separa los buenos de los malos; por supuesto, los buenos son los suyos. A un lado, ha colocado a feministas, sindicalistas, migrantes, lobby LGTBI y, por supuesto, a los de su banda política: socialistas, independentistas, golpistas y filoterroristas. Al otro lado, a todos aquellos que se oponen a sus despóticos propósitos, a sus pactos con los independentistas, a la amnistía de los golpistas, a la desmembración de la Patria, a la desigualdad entre los españoles por razón del territorio en el que vivan, estigmatizados todos ellos con la etiqueta de derecha reaccionaria, derecha conservadora, ultraderecha o, simplemente, los fachas, privados por esencia de legitimidad para el gobierno, y desposeídos sus votantes de los derechos -que no de las obligaciones, sobre todo fiscales- inherentes a la ciudadanía. Para vivir habrá que ser rojo, si no estará uno perdido; no lo digo yo, fueron palabras premonitorias de Baroja.
No hace mucho me parecía exagerado que Rosa Díez y alguna otra personalidad relevante de la vida pública, incluso el famoso padre Mundina, considerasen que Sánchez es un psicópata. Hoy, tras su autoproclamación como Gran Arquitecto del nuevo Muro de la vergüenza, ya no albergo duda alguna. Su discurso de investidura me hizo recordar a Maese Juan, el verdugo de Madrid en tiempos del rey felón -resulta curioso el parecido de ambos felones, Fernando VII y Perrosánchez I: ambos declarando histriónicamente su propósito de marchar los primeros por la senda constitucional y, tras ellos, la chusma complaciente gritando ¡Vivan las caenas!-, pues, como aquél, el verdugo, es tal la fuerza de su egoísmo que al escucharle da la impresión de que habita un mundo sin gente, según refería Baroja.
Lo que no ha dejado claro nuestro actual felón, es qué tipo de muro levantará. Quién dentro y quién fuera. Si muro prisión o muro paraíso socialista. Si muro para que no entremos o muro para que los suyos no huyan. Aunque, bien mirado, da lo mismo. Pues queda claro lo esencial: El despotismo sólo conoce una regla: la fuerza, como dijo Asimov. La sociedad española ha fenecido, pues donde la fuerza, enemiga de la razón, se impone, la justicia se desvanece; y, como dijo San Agustín, donde no hay justicia, no hay sociedad (nom esse republicam, en bella expresión latina). La dictadura sanchista ya ha colocado las primeras piedras de su Muro cainita. Está ya en marcha, precipitadamente, su erección. Réquiem por España y la Nación española, si no lo impedimos.
Y, discúlpeme el lector, si sigo empecinado en una idea: El Monarca mudo.
Yerra, a mi juicio, en su idea de una exquisita neutralidad y no injerencia; cuando, en un momento como este, los principios democráticos que fundamentan nuestro Estado de Derecho, como son la división de poderes, la primacía de la ley, la igualdad entre todos los españoles, la soberanía nacional, el pluralismo político y la indisoluble unidad de la Nación española, están en grave riesgo. Su defensa y la de esa media España, contra la que el déspota de la Moncloa ha declarado de forma manifiesta su repulsa y hostilidad, merecen, al menos, unas palabras. O ¿acaso no es el momento que vivimos tan grave ahora, o más, incluso, que en el año 2017? Y si entonces lo hizo, ¿por qué no ahora, cuando la Constitución corre tan serio peligro a manos de un autócrata? ¿Acaso todas las instituciones y colectivos que han alertado del grave momento que vivimos -Consejo General del Poder Judicial, Tribunal Supremo, asociaciones de jueces y fiscales, magistrados, fiscales, altos cuerpos funcionariales, empresarios, sindicatos, medios de comunicación, periodistas, ciudadanos respetables y notables, el pueblo en la calle, etc.- son unos frívolos o unos sectarios? ¿O tendremos que suponer amargamente que la Corona representa, igual que el Gobierno, ya sólo a media España?
Tal vez, cuando pretenda hablar, y enmendar su tibieza, si no su cobardía, sea tarde y ya no pueda. La media España a la que con su silencio satisface y defiende, es la que lo desprecia. La otra media que lo apoya es a la que defrauda. Su silencio alienta y reconforta a los primeros, en la misma medida en que acongoja y desampara a los segundos. Puede suceder que termine quedándose solo. Y puede suceder que la cosa acabe como en el relato de Bulgákov: Por fin el rey blanco comprendió qué esperaban de él. Arrojó su manto y salió corriendo del tablero. El alfil se echó el manto del rey sobre los hombros y ocupó su casilla; y, añadiría yo, con palabras de Stendhal, sin más expresión que la de un jabalí traicionero.
El Rey parece no ser consciente de que el déspota que nos gobierna ha incurrido ya en diversos lapsus freudianos que ponen de manifiesto sus ansias de usurpar el papel de rey, pues, como dijo Baroja, une a su desmesurada ambición la vanidad de todos los zapateros encumbrados. Así pues, que se ande con cuidado, pues Sánchez, el déspota, aunque estoy seguro de que no ha leído a Mijaíl Bulgákov, aguarda sagaz la ocasión para revestirse de armiño; ocasión que él y los suyos andan afanosamente propiciando.
Negro noviembre del año 2023