Desconozco a qué eficaz precepto de la pedagogía debo el hecho de haber evolucionado en mis hábitos desde el desorden, cercano al caos, de mi irresponsable juventud hasta una casi enfermiza obsesión por el método, la armonía y el canon. Una de mis hermanas, cuando en cierta ocasión abrió mi despensa, no pudo evitar compararme con el protagonista de Durmiendo con su enemigo; ningún miembro de mi familia se atreve ya, tampoco, a colocar la vajilla tras su uso en el lavavajillas, después de haber sido enmendado, amonestado y desautorizado en la tarea; lo siento. De lo que sí estoy seguro es que tal virtud -o vicio, pues creo que alguien dijo que sólo una delgada línea es la que separa a la una del otro- no es debida a lo que don Isidro Parodi (que, en su forzada reclusión, se ve había leído provechosamente a Washington Irving) llamaba un precepto salomónico: “Escatima el palo y estropearás al niño”, pues nunca conocí la pedagogía del palo.
De modo que -sin llegar al extremo de Kant, a cuyo paso los habitantes de Königsberg ponían sus relojes en hora- considero que soy persona metódica y ordenada; lo cual, por cierto, no extrañará a quienes me conocen, sabedores, además, de mi condición funcionarial, alimentada de rutina y reglamentismo.
Me veo obligado a aburrir al lector con este exordio porque gracias a esa inclinación rutinaria conocí a la protagonista de este relato.
En los dos o tres meses que precedieron a mi jubilación, un hecho inusual y anómalo vino a profanar el mustio ritual de la ida al trabajo, esa melancólica liturgia que la legión de condenados por la maldición divina recaída sobre nuestros primeros padres oficiamos resignados y, en estos tiempos, abstraídos y ensimismados, no en nuestras cogitaciones, sino en nuestros móviles, ajenos los unos a los otros, ignorantes e ignorados. Una chica de unos treinta años, modesta y discretamente vestida, aseada, de buena planta y agraciada sin excesos -discreta, también, en su belleza; pues es sabido que las bellezas homéricas y exuberantes no frecuentan los servicios públicos de transporte colectivo; del mismo modo en que, asimismo, encontrarse con un rico en la sala de espera de la consulta médica de la seguridad social resultaría un fenómeno chocante y extravagante-, comenzó a subir a mi mismo vagón del metro, a la misma hora, en la misma estación, todas las mañanas. Nada de insólito y extraordinario hubiera habido en ello, si no hubiese sido porque esta chica siempre, todos los días, sin excepción, entraba sonriente en el vagón, dando los buenos días. Sonreía a todo el mundo, no sólo a mí, y a todo el mundo hablaba amablemente. También a mí, pese a mi apariencia distante y mi rictus adusto y desabrido. Casualmente, bajábamos en la misma parada de La Puerta de Jerez y ahí nos despedíamos, siguiendo cada cual a su paso su propio camino al trabajo. Un día, venciendo mi timidez –ya sé que es cosa impropia de un viejo, la timidez; y contraria a una natural pulsión inherente a la decrepitud, que proporciona el dulce privilegio de la desvergüenza y la impudicia-, venciendo la timidez, decía, tantas veces confundida, injustamente, por algunos, con altivez o soberbia o menosprecio, acompasé mi paso al suyo al salir de la estación del metro y osé preguntarle dónde trabajaba, qué era, y, en fin, ese tipo de preguntas banales. Me dijo que trabajaba en Correos, hasta cuya puerta la acompañé, pues era mi camino, pero de las cosas que me dijo, en el corto espacio de tiempo que duró la conversación, me impresionó y conmovió su confesión de que padecía migraña crónica.
Como ya he dicho, me jubilé pronto y dejé de coger el metro y, por tanto, de verla. Sin embargo, a veces, la recuerdo. Pienso cuánta grandeza se requiere para saber sobrellevar las desdichas, no ya con entereza sino con alegría; y no sólo saber trastocar en dicha los pesares, sino esparcir contento y amabilidad, sembrar sonrisas entre tanta mirada indiferente y mecánica o, incluso, hostil. A veces la recuerdo, y pienso cómo una sonrisa o una palabra amable -esas cosas que, generalmente, ni valoramos ni apreciamos, porque no pueden comprarse ni venderse- tienen la facultad de alegrar el día, infundir ánimo y acariciar el alma.
Su recuerdo o, mejor dicho, su ejemplo, sigue siendo, a pesar del tiempo transcurrido, un reconfortante bálsamo. ¡Loor y gloria a su memoria!