¿Cómo
llamar a este momento? ¿Cómo llamarán las futuras generaciones a este golpe que
hizo añicos el periodo de paz, prosperidad y progreso en democracia más extenso de la moderna historia de España?
Curiosamente, no llegará a 50 años; lo que pone de manifiesto algo que ya
percibieron y señalaron grandes personajes del pensamiento y la política: El
principal enemigo de España son los españoles.
La
historia se repite, como la morcilla –Ángel González, dixit-. Volvemos, en este
afán cainita, a 2007; solo que ahora la mitad del trabajo está hecho. El
caudillo Sánchez no ha hecho sino retomar la labor que comenzó Zapatero -bobo,
aunque solemne, pernicioso-. La labor del PSOE, en suma. Solo que ahora,
también, la ‘conjunción planetaria’ social-comunista-independentista da alas,
medios y posibilidades al ponzoñoso proyecto totalitario.
El
proteico comunismo patrio, con sus mil caretas, ha sabido adaptarse a los tiempos
y sobrevivir; no solo sobrevivir, sino gobernar y llevar la batuta. Algo
impensable en cualquier otro país de nuestro entorno cultural. Somos, ¡cómo
no!, la singularidad de la periclitada civilización occidental: Spain is diferent, de nuevo.
El desafecto
a la libertad que profesamos, el servilismo, han propiciado que una oligarquía
partidista –sin más principios que sus intereses y sin más intereses que el
poder- monopolice la participación política. El ciudadano, el
súbdito más bien, español es –consciente o inconscientemente, pero, desde
luego, voluntariamente- un mero espectador en el juego político. La oligarquía
partidista decide por todos. Estamos ante una patrimonialización del poder
político por parte de los partidos, que han colonizado y parasitado el sistema.
La partitocracia, para su supervivencia, ha trivializado y mercantilizado la
política. La política, así, resulta asunto ajeno a la ciudadanía. Algo que hay
que dejar en manos de profesionales. Siendo indispensable para ello separar
nítidamente ambos ámbitos: generar desigualdades, mediante el otorgamiento de
privilegios sin cuento, así como desafección en la ciudadanía y conciencia de
clase –casta- en los políticos. Políticos, por cierto, que, de otro modo, se
morirían de hambre; garantía ésta de su sumisión a la oligarquía dominante,
haciendo realidad la admonición quevediana de que el oficio es con los buenos como la mar con los muertos, que no los
consiente, y a los tres días los echa a la orilla.
Los
ingenuos ‘filántropos’ de la época de la perestroika soñaban una edulcorada
revolución que había de iniciarse al son de los acordes de una cantata de Bach.
En algo llevaban razón, desde luego. En efecto, no han hecho falta los fusiles,
solo que esa
revolución ni es tan dulce en su sustancia ni tan refinada en su estética. Y,
sobre todo, que es ‘lampedusiana’, es decir, cambiar todo para que nada cambie.
Nada de grandeza, pues. Nos sumergimos en un régimen despótico al son de una
chirigota. Ridículamente.
El drama
que sufrimos se llama mansedumbre, resignación y falta de voluntad. Entretenidos con promesas y sustentados con
esperanzas, como advirtió Quevedo, asumimos nuestra nueva condición de siervos
así, sin tragedia que conmueva o espante.
Mansamente, mientras canturreamos sobreviviré.
P.S.: Leo
en el periódico que una mujer de 50 años ha fallecido de cáncer sin lograr una
sola cita presencial con su médico en los cuatro meses que duró su agonía.
Sobran las palabras, salgamos a aplaudir a los balcones.
Oscuro
octubre de 2020.